Hace unos meses, en mayo, dije que Trump no era el favorito para ganar las elecciones a la presidencia de los Estados Unidos. Esos días Hillary Clinton tenía una ventaja de hasta trece puntos en algunas encuestas, con la mayoría de sondeos oscilando sobre los 4-6.

Casi nadie creía que Trump tenía más posibilidades que Clinton para llegar a la Casa Blanca; como mucho uno podía decir, como Nate Silver, que el candidato republicano tenía sobre un 30% de probabilidad de imponerse en noviembre.

Cosa que es lo que acabó sucediendo. Del mismo modo que un equipo como el Leicester City acabó por ganar la Premier, un candidato en teoría más débil ganó las elecciones. Los favoritos pierden finales de vez en cuando, y también pierden elecciones.

El hecho que cosas que son vistas como poco probables ocurran no quiere decir que los análisis anteriores al suceso sean erróneos. Que uno saque su número en la ruleta o tire dos seis jugando a dados no invalida la “teoría” que uno no acostumbra a acertar cuando juega a la ruleta o a los dados. Uno puede criticar a un experto que prediga el resultado con excesiva vehemencia (“¡es imposible que salga un 23 en esta ronda!”) pero no debe glorificar al profeta que se pone medallas por una predicción que puede estar basada en pura potra (“el vuelo de las palomas indica que saldrá un 23”).

Bueno, ya tenemos a otro politólogo intentando justificar un nuevo fracaso predictivo de la disciplina, seguramente estaréis pensando. Quizás si, pero la cuestión es que la validez de lo que sabemos en Ciencia Política no debe ser juzgada por la capacidad de los politólogos para acertar predicciones. Para empezar, porque si algo sabíamos y sospechábamos antes de las elecciones es que nuestros instrumentos de medición no eran demasiado fiables. Jorge Galindo y Gonzalo Rivero tuvieron a buenas de escribir justo antes de los comicios que había señales bastante claras que los sondeos quizás eran menos fiables que en otro años. Ese mismo día escribía lo siguiente:

(…) esto no quiere decir que la victoria de Clinton sea inevitable. Esto se debe a un problema típico del sistema político americano que tiende a perjudicar a los demócratas, la geografía del voto. Esencialmente la mayoría de minorías étnicas, jóvenes y votantes con educación superior del país viven en zonas concentradas geográficamente: lease la costa oeste, el noreste, algunas áreas del Midwest (Chicago y Minnesota) y Virginia. En la última década la espectacular incompetencia del GOP con el voto latino han abierto lugares como Nuevo México y Nevada a los demócratas, pero en el resto del país, fuera de las ciudades, hay pocos miembros de la coalición Clinton/Obama. Debido a la aritmética del colegio electoral, esto hace que la mayoría de Clinton sea menos sólida que la de Obama: en sitios como Michigan, New Hampshire, Ohio o Pennsylvania los números le son menos favorables que en el 2012. Este es el principal motivo por el que Nate Silver insiste que Clinton hoy es menos favorita que Obama hace cuatro años, y cierta razón tiene. Es posible que Hillary gane en votos pero pierda el colegio electoral. Improbable, ciertamente, pero no descabellado.

Clinton perdió tres de los cuatro estados que daba como dudosos (y ganó New Hampshire por apenas 2.700 votos), y sacó más votos que Trump a nivel nacional. Un escenario improbable, en vista de los datos, pero dentro del universo de resultados posibles.

Lo que vimos la semana pasada, por tanto, fue un resultado inesperado. Muchos expertos (servidor incluido) creían que Trump estaba jugando a la ruleta, y tenía un cuadro o un transversal (cuatro o tres números) dándole sobre un 10% de posibilidades de victoria. Nate Silver (y Gonzalo Rivero) sospechaban que la apuesta de Trump era más parecida a una docena (doce números), dándole un 33% de ganar elecciones. Para los (pocos) expertos que ignoraban las encuestas y sólo miraban la economía, las elecciones eran cosa de rojo o negro, con Trump al 50%. Nuestro problema, como disciplina académica, es que los Estados Unidos no va a hacernos el favor de repetir la votación 20-25 veces para confirmar qué escenario era el correcto.

¿Invalida esto la disciplina? En absoluto. Cualquier politólogo honesto aceptará que la predicción electoral es inmensamente difícil. Nuestros instrumentos de medición son horriblemente imprecisos, y para nuestra consternación, los sondeos parecen ser cada vez más torpes. Nuestra principal aspiración debe ser explicar el presente (y el pasado) de forma convincente, siendo siempre muy cautos sobre la calidad de nuestros datos y la cantidad de certezas que podemos extraer de ellos. Podemos dar opiniones mejor informadas y fundamentadas que la media, pero cualquier predicción debe ser probabilística, ya que nunca podemos estar del todo seguros sobre qué tablero estamos jugando. Los datos (y la comparación con elecciones pasadas) nos van a sugerir qué modelo es mejor, pero no vivimos en un mundo de certezas.

Vale la pena recalcar, de todos modos,  que toda esta discusión tiene su origen en 107.330 votos. Este es el margen de victoria de de Trump en los tres estados que decidieron las elecciones, Michigan, Pennsylvania y Wisconsin. Hillary Clinton saca más de un millón de votos de ventaja a Trump a nivel nacional. En unas elecciones con más de 120 millones de votos emitidos, un cambio minúsculo en la opinión pública de esos tres estados haría que estuviéramos hablando sobre la histórica presidencia de Hillary y cómo los sondeos subestimaron a Trump uno o dos puntos. La “gran pifia” de la Ciencia Política consistió en no acertar un 0,08% del total.

Es por este motivo,  tras admitir un exceso de vehemencia en mis no-del-todo-probabilísticas predicciones durante la campaña, que es difícil decir con certeza qué provocó la derrota de Clinton. Con un margen tan estrecho, uno no puede menos que tener cierta simpatia por el argumento que las filtraciones de Wikileaks (constantes durante las tres últimas semanas de campaña) y el absurdo escándalo de los e-mails, con la intervención de James Comey y el FBI justo antes de las elecciones, dieron la victoria a Trump. Hillary perdió los tres estados clave por menos de un 1%; literalmente cualquier cosa puede mover ese volumen de votos de un día para otro.

La realidad, sin embargo, es que con un margen tan pequeño realmente puede haber sido cualquier cosa. La pregunta interesante no es por qué los politólogos se equivocaron otra vez, sino qué hay detrás de la victoria de Trump. Por qué ganó, y con qué apoyos. En los últimos días hemos visto una auténtica oleada de explicaciones sobre el resultado de las elecciones. Algunas son basadas en datos, otras en entrevistas, otras en pura conjetura medio informada. De momento lo único que sabemos es que la participación fue muy parecida al 2012, Trump sacó un poco mejores resultados que Romney, Clinton resultados ligeramente peores que Obama. Los demócratas sacaron márgenes aún mayores de lo habitual en sitios como California, y perdieron terreno en los tres estados que importaban.

Antes de dar una explicación sólida, sin embargo, hará falta un análisis en profundidad de muchos más datos, mejores encuestas postelectorales (las de a pie de urna son bastante torpes), y muchos debates académicos antes de tener conclusiones claras. En el mejor de los casos acabaremos con un frustrante retrato  demográfico de una miríada de grupos, y una serie de explicaciones no del todo satisfactorias sobre los mecanismos de decisión de voto.

Ese día también recordaré, inevitablemente, por qué la parte de la Ciencia Política que me gusta es el lado legislativo y cómo se adoptan políticas públicas. Ahí no hay votantes de por medio jodiendo encuestas y los datos están ahí delante en la forma de políticos esperando ser convencidos sobre la virtud de nuestra causa. Pero de eso hablaremos otro día.

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