Con el primer sorbo de té he estado a punto de decírselo a Araceli: “El chico se nos ha ido”. Pero ella se ha anticipado y, como es habitual en esta mujer, su visión del problema ha sido más humana, más exacta:       -Nos han dejado, Ignacio. Es lo normal, lo sé, pero… ¡Qué solos nos hemos quedado sin ellos!

La he mirado con gratitud, pues siempre aprendo algo de la sutileza de esta mujer que me está entregando los últimos afectos de su alma y los últimos destellos de su cuerpo. Le he tomado la mano y he intentado transmitirle toda mi ternura y todo mi agradecimiento. Me ha devuelto una sonrisa. Le pregunto:

-¿Recuerdas que al principio Nacho supuso un estorbo para nosotros, que empezábamos nuestra extraña relación?

-Claro que me acuerdo. Como para olvidar la situación…– y clava su mirada perdida en Sierra Nevada, rosácea por el crepúsculo de finales de octubre.

Hace ya casi cinco años que mi hija me llamó desde Barcelona para decirme que Nacho, mi nieto, tenía problemas por un artículo antiseparatista que había escrito en la revista de la Facultad de Derecho. Le habían dado una paliza y estaba amenazado por un grupo ultra. Estaban pensando en trasladar la matrícula a la universidad granadina, pero yo tenía que acogerlo durante unos días, hasta que localizara un sitio donde vivir. A mediados del primer cuatrimestre iba a resultar difícil, pero no quería que el chico siguiera en Barcelona. Lógicamente, le dije que se podía quedar en casa. Desde la muerte de mi mujer, era demasiada casa para mí solo. Mi nieto no necesitaba buscar otro acomodo, pues tenía espacio más que suficiente en mi carmen albayzinero.

-Papá, Nacho ya no es aquel chiquillo cariñoso que se sentaba en tus rodillas hace años. Ahora es un adolescente díscolo, un chico que resulta conflictivo por sus eternas ganas de discutir, de no aceptar otras reglas que las que él mismo se impone. No quiero que surjan problemas entre las dos personas que más quiero en la vida.

-Hija, seré viejo, pero no tonto. Ya sé que va a cumplir diecinueve años y con esa edad no deseo precisamente que se vuelva a sentar en mis rodillas artríticas. ¿Crees que soy tan latazo que tu hijo no sabría convivir conmigo?

Tras muchos tiras y aflojas, varias llamadas más y una habilísima preparación previa por parte de mi hija, Nacho apareció por casa a finales de noviembre, se instaló donde le pareció mejor y empecé a vivir con un extraño. Un desconocido que llegaba a mi vida en el momento más inoportuno, porque acababa de conocer a Araceli y me hacía ilusiones por rehacer mi vida, unas ilusiones casi de adolescente ante el primer amor.

La había conocido unos meses antes, cuando me interpeló en el descanso de La Traviata:

-Perdone, estoy sentada muy cerca de usted y me ha sorprendido el brillo de sus ojos en algunos pasajes de la ópera. Se ve que le gusta, ¿no?

-Verdi es pura pasión, señora. Tendría que gustarle a todo el mundo. Y es cierto: me emociona Violeta, una perdedora nata, enamorada de quien no debe, denigrada socialmente, enferma, abandonada, arruinada por su generosidad…

-Me temo que no conozco el argumento ni entiendo de ópera. Solo he venido porque a unos conocidos les ha sobrado en el último momento una entrada. Me está gustando, pero reconozco que ando perdida. Sería ridículo decirle que entiendo La Traviata. Por eso me ha llamado la atención su gesto emocionado.

-Araceli –le digo, tras salir de mi ensimismamiento-, ¿recuerdas qué conferencia te di sobre La Traviata, Verdi, las voces operísticas, la naturaleza de las arias, dúos, tríos y coros el día que nos conocimos?

Me sonríe. Después me acaricia el rostro.

-Estuviste soberbio. Terminé entusiasmada con lo que iba a ver, más que porque me pareciera divertido, por no desanimarte, después de tanta pasión como pusiste en tu doctoral exposición. Y a la salida, me despedí de mis acompañantes y fuimos a tomar una copa, rodeados de gente mucho más joven. Quedamos aquí al día siguiente para ver de nuevo la ópera en la versión que más te gusta. Yo venía confusa, como cuando a los dieciséis años acudí a mi primera cita con un chico –Araceli pone en su rostro un gesto evocador que me gusta mucho-. También nerviosa… ¿y si eras un fresco? Pero tenías todas las trazas de ser un caballero. Y dubitativa: ¿hasta dónde estaba dispuesta a llegar? Estaba a punto de cumplir sesenta y uno. No era la mejor edad para romances tempestuosos… Y mira dónde estamos, querido Ignacio –una chispa ilumina sus ojos y durante su parlamento me regala una tenue sonrisa. Yo me siento feliz, como nunca esperé volver a serlo tras la muerte de Inés.

Después de aquella visita a esta casa, Araceli vino muchas más veces, con cualquier pretexto: nuevas óperas que yo le explicaba, alguna película realmente importante, un baño en la piscina cuando el calor del verano apretaba de verdad, alguna cena… Aquello era ya una relación, no cabía duda. Quedábamos cada día, a veces me acompañaba a la mesa, nos telefoneábamos sin parar… y pronto surgió la conversación inaplazable, que inicié precisamente yo: estábamos siempre juntos, se nos hacía largo el rato que estábamos el uno ausente del otro, siempre sonriéndonos o mirándonos a los ojos… ¿cuál era la naturaleza exacta de nuestra relación? ¿Qué se podía esperar de todo aquello?

-Qué seria te quedaste cuando te pregunté qué clase de relación manteníamos…

-Ya sabes que me había hecho muchas veces esa misma pregunta, pero que no me atrevía a respondérmela por miedo a darme un batacazo. Ya había pasado por ahí.

-Pero esta vez tenía que ser distinto. Nos merecíamos ser felices después del infierno que pasaste con tu ex-marido o del que pasé yo con la larga enfermedad de Inés, tan dolorosa.

-Yo le temía a algo que antes o después ibas a plantearme: los hombres siempre queréis algo carnal y yo tenía demasiadas dudas. Tantos años sola… No se trataba de mojigatería, sino de años, de mi cuerpo ya desvencijado, del que me sentía insegura… Y cuando yo estaba a punto de dar el paso, se instaló aquí tu nieto. Era injusto.

-Pero no podía darle la espalda. Ni por él, ni por mi hija… Y hablando de inseguridades, mi virilidad tampoco estaba ya para tirar cohetes y le temía a no poder colmarte, a hacer el ridículo. Y en estas llegó mi nieto.

Fue difícil al principio. Nacho parecía enfadado con el mundo, no daba la menor muestra de agradecimiento y me respondía a cualquier pregunta con monosílabos. Después empezó a traer a los más estrafalarios compañeros de clase, para hacer trabajos. Música estridente, trato poco respetuoso, no recoger un vaso o un plato cuando merendaban… Y esas pintas, todos llenos de piercings y de quincalla, más las rastas y los tatuajes, que me parecieron auténticas declaraciones de guerra… Cuando mi hija llamaba, yo le quitaba importancia a los efectos de la invasión. Algún tiempo  después Nacho me soltó que Celia, su chica, se venía a vivir a casa. No pregunté. La había visto varias veces y me habían llamado la atención sus hermosos ojos, que conseguían que sus piercings y su extravagante atuendo pasaran desapercibidos. La chica tenía algo especial. Además, una tarde preguntó por un aria y se sentó junto a mí para ver unos momentos de aquel DVD. Me di cuenta de que seguía los subtítulos. También de que estaba emocionada. Creo que se trataba de la Casta diva, tal vez cantada por la Callas.

-¡Qué maravilla! Es sublime… ¡y qué voz! Dime qué es, Ignacio.

La hubiera abofeteado por tutearme cuando apenas habíamos cruzado tres frases, pero a la vez me la hubiera comido a besos por la verdad que intuí en sus ojos. A partir de ahí, hablamos muchas veces y llegué a estar mucho más próximo a ella que a mi nieto. Mi cumpleaños nos fuimos los cuatro a cenar a un restaurante elegante. Les pedí que se arreglaran un poco más que a diario.

-Mi abuelo quiere que nos pongamos pijos, Celia.

-Hombre, ten en cuenta que él es muy conocido en la ciudad. No nos cuesta trabajo arreglarnos un día…

Pasé una noche gratísima, rodeado de las tres personas que formaban mi entorno. Araceli, deliciosa. Mi nieto se había cortado las rastas y vestía una chaqueta informal que le caía de maravilla y la chica estaba preciosa. Tras una copa, llamé a un taxi, nos acomodamos y le di la dirección de Araceli.

-Pero… ¿es que no te quedas a dormir en casa, Araceli? –preguntó la chica, creando una situación embarazosa.

En realidad era la misma pregunta que yo me estaba formulando en ese momento, por lo que sentí una desagradable desazón. Nada más llegar a casa te telefoneé:

-¿Cuándo te vas a quedar a dormir conmigo? Los chicos no se escandalizan y yo lo estoy deseando…

Araceli recuerda aquel momento. De nuevo mira a la sierra. Tarda unos segundos en continuar la conversación.

-Esa cuestión me resultaba muy violenta. Me consideraba una vieja y le temía a no provocar en ti el grado mínimo de deseo, tal como yo lo recordaba de cuando era joven. Es tan difícil aceptar que has envejecido…

-Sí, pero poco después aceptaste la mitad de mi cama. Y fue de nuevo la parejilla, mi nieto y Celia, quienes nos sirvieron de catalizador, ¿te acuerdas?

-Claro. Una noche de mucho calor prematuro, la piscina recién arreglada, un baño al atardecer… Tras la cena, charlamos Celia y yo. Me sorprendió su clarividencia:

-Araceli, ya sé que no es cosa mía, pero… ¿cómo es que sigues yéndote a tu casa por las noches? Ignacio te desea y creo que tú también a él… Se os nota de lejos. ¿A qué estáis esperando? Te lo pregunto por si se trata de que Nacho y yo os cortamos el rollo… No sé, hay veces que creo que nos hemos convertido en unos incómodos ocupas, que hemos acabado con vuestra intimidad… Por nosotros no os cortéis. No vemos nada malo en que hagáis vuestra vida.

 

 

 

Imagen de la serie Timeless love (Amor eterno) de la fotógrafa holandesa Marrie Bot

Imagen de la serie Timeless love (Amor eterno) de la fotógrafa holandesa Marrie Bot

 

-No mujer, no es eso… –le respondí con cierto azoramiento-. Cuando llegue el momento todo se andará.

Se vuelve a Ignacio, que la escucha con unción, pese a que todo eso lo han hablado ya muchas veces.

-Pensé en lo que de desenfadada verdad había en su pregunta, en cuánta razón llevaba y llegué a la conclusión de que no era bueno para nadie mantener una situación así de ambigua. Pero aún me quedaba una prueba de fuego. Aquella primavera vino tu hija unos días. Yo decidí hacerme menos visible en esta casa. Supuse que os gustaría hablar sin extraños. Uno de aquellos días me llamaste a última hora casi para exigirme que viniera a comer con vosotros. Tu hija estaba terminado la comida y me miró, entre hostil e inquisitiva, como pensando “¿Quién será esta lagarta y qué pretenderá obtener de mi padre?”. Por lo demás estuvo demasiado correcta, algo que contrastaba con el tono general del grupo, pues los chicos se manifestaron conmigo con la naturalidad de todos los días.

La abordé al recoger la cocina. Le contesté las preguntas que aún no me había hecho: por qué estaba contigo, lo que había llegado a quererte, mis dudas sobre tu deseo de llegar a una relación carnal… También le aclaré que no estaba aquí por tu dinero. No sé si me pasé, pues se quedó muda. Solo a la mañana siguiente, cuando llegué, me invitó a un café mientras venías de no sé dónde. Me sonrió y me dijo:

-Creo que mi padre ha tenido muchísima suerte al dar contigo. Nacho y Celia te ponen por las nubes y eso me tranquiliza. Si me has visto con cierta hostilidad, te ruego que me perdones y espero que entiendas que las cosas de mi padre me preocupen.

-No tiene importancia. Lo entiendo. No soy una persona de la que puedas temer algo, te lo aseguro.

Poco después, un verano prematuro nos maceró en sudor durante unos días. Los chicos estaban de exámenes. Una noche, tras un paseo, nos dimos un chapuzón en la piscina. Araceli subió a mi dormitorio para ducharse, porque no soporta el cloro sobre la piel. Un momento después subí yo. La puerta del baño estaba abierta y la vi. Me dio vergüenza que pudiera sorprenderme mirándola, así que salí a la terraza y fue peor: allí los vi desnudos en el agua, abrazados. Eran tan hermosos que me sentí turbado, pues parecían cuerpos sacados de una pintura prerrafaelita. Aquella belleza me absorbía. No era voyeurismo, ni deseo, ni nada sucio, sino admiración y añoranza de la juventud perdida, de las posibilidades que ya me resultaban casi olvidadas.

 

 

 

Imagen publicitaria de un hotel-spa

Imagen publicitaria de un hotel-spa

 

 

 

-Mi única preocupación era verlos sin que me sorprendierais, ni tú, ni ellos, pero ya te habías dado cuenta de la verdad y me esperabas desnuda en la cama. Fue tu primera noche conmigo. Después… no he cesado nunca de agradecerte tanta felicidad.

-Yo también los había visto. Me sentí de nuevo joven a través de ellos y te deseé a través de su deseo. Y aquí estoy. Y también supe que me habías estado mirando en la ducha. Creí que ya no había el menor motivo para dilatar lo evidente: te necesitaba, con todas las consecuencias que una situación así requería. Y no me arrepiento de mi decisión, eso quiero que lo sepas.

-Desde entonces esta casa se convirtió en la de una familia: tú, yo y los dos chicos, que parecían esos hijos que tú no tuviste. Y como en cualquier grupo humano, la interrelación surgió imparable, hermosa, vital.

-Es cierto, Ignacio. He querido a los dos como si fueran mis propios hijos. Me he preocupado cuando ha surgido alguna desavenencia, algún mal modo entre ellos, algún asomo de ruptura, cualquier problema de cualquier índole. He sentido la incapacidad de darles algún consejo… ¿Quién era yo para ejercer de consejera si mi vida había sido un absoluto fracaso…? Pero empecé a desentumecer mi alma y con mucha prudencia les fui dando opiniones, siempre modestas, sin ganas de imponerme. Y esa chica primero y después tu nieto fueron aceptándome como una especie de madre.

-Eso lo percibí cuando una noche contaste abiertamente las palizas y violaciones a que te sometió el canalla de tu marido. Algo que nunca me habías contado a mí y que te salió con toda la naturalidad del que cuenta una película intrascendente. Se hizo un silencio consistente y macizo, casi insoportable. Celia rompió a llorar y te abrazó. Nacho y yo nos quedamos petrificados. A partir de ahí los dos te adoraron y yo me sentí obligado a hacerte feliz, cosa que por cierto he intentado siempre y espero haber conseguido. Ellos desde entonces estuvieron más próximos que nunca a nosotros. Lo eras todo para ellos, hasta el punto de que a veces me sentía celoso de tu éxito. Y cambiaron.

-¡Cuánta ternura, cuanto cariño hemos intercambiado nosotros y ellos dos…! Cuando daba clases en el instituto explicaba siempre el fenómeno de la ósmosis: dos fluidos separados por una membrana terminaban por mezclarse. Es lo que ha pasado en ese modesto grupo que hemos formado durante estos años. Ha habido un continuo trasvase de fluidos entre las dos generaciones. Ellos vinieron asilvestrados y se han vuelto más convencionales. Maduraron aquí y se dejaron atrás la rebeldía de los dieciocho hasta alcanzar una sensatez, una sensibilidad y una madurez que no tenían. También sus amigos, aquella gente rara que estaba continuamente aquí y que ahora nos faltan…. Les ha pasado a todos lo contrario que a nosotros, que hemos reaprendido los pecadillos de la juventud junto a algo de locura, de improvisación, de inmediatez…

-Y cuánto amor nos hemos ido traspasando a través de esa membrana que es la diferencia de edad. Nosotros somos ahora mucho más abiertos, más comprensivos, más comprometidos con los nuevos tiempos, con los mismos jóvenes que antes despreciábamos por sus pintas y estilos… Me acuerdo del fastidio que me produjo la irrupción de aquellos jóvenes y ahora agradezco que vengan alguna vez a visitarnos o nos telefoneen para ver cómo estamos o qué sabemos de nuestros chicos, los dos nuevos abogados del prestigioso bufete barcelonés donde mi hija ha conseguido colocarlos… Casi me dan ganas de repetir el tópico que siempre les he oído a los viejos matrimonios respecto a sus hijos: “Nosotros hemos cumplido nuestro papel”. Siempre me pareció un lugar común y ahora le encuentro mucho sentido- le digo.

-Quiero decirte algo, Ignacio. Voy a modificar mi testamento. Ya sabes que solo tengo mi piso y algún dinero ahorrado. He pensado dejárselo a nuestros niños. Quiero decírselo a tu hija. Por si le queda alguna duda de que no me vine contigo por tu dinero, que jamás me ha hecho falta. Aunque creo que ya lo sabe y que me acepta desde hace tiempo sin ninguna reserva.

Le digo que haga lo que le apetezca. No son sus nietos, pero si desea beneficiarlos con su herencia no veo ningún problema, aunque no sé lo que pensarán sus lejanos parientes.

Araceli se estremece. Entra a la casa para ponerse algo, pues el sol ha traspuesto y está refrescando. Yo recojo la bandeja con las tazas y la tetera para llevarla a la cocina. Después cierro las ventanas y la puerta de la terraza. Me preocupan esos escalofríos y calambres súbitos. No puedo evitar el recuerdo de Inés y su enfermedad. No podría soportar que Araceli pasara por algo parecido. ¡Sería tan injusto!

La veo volver en pijama y cubierta con su bata de seda. La intuyo desnuda, ofrecida, tierna para mí.

-No sé si será ósmosis, cariño, pero te quiero. Y me está entrando un deseíllo…

-Ignacio, que no son horas –me regaña llena de comicidad.

-Para eso no hay horas –le digo, tirando de su mano para que me acompañe al dormitorio.

-Pues sí: va a ser un efecto de la sacrosanta ósmosis, porque yo estoy empezando a sentir el mismo extraño hormigueo que tú –me sonríe cómplice-. O se trata de otra locura de esta nueva juventud que los chicos nos han transmitido. ¡Viva la ósmosis! –me responde al pie de la escalera un instante antes de besarme apasionada.

 

Alberto Granados

Publicado por Alberto Granados el en Relatos (Mucho cuento)

A %d blogueros les gusta esto: