En el centenario de su nacimiento y más de medio siglo después de su desaparición, Édith Piaf reaparece entre los vivos. Lo hace en la gran exposición que le dedica la Biblioteca Nacional de Francia hasta el 23 de agosto, en su faraónica sede del este de París. La voz firme y temblorosa de la cantante, nacida en la capital francesa en 1915, se propaga estos días por sus salas, donde cientos de fotografías reproducen su rostro de pájaro triste, recorriendo una trayectoria que la llevará de cabarets de mala muerte al mismo Carnegie Hall de Nueva York.

A medio recorrido, se distingue su silueta menuda y de hombros encogidos, metida en su vestido favorito, confección de seda negra diseñada en los cincuenta por Jacques Heim, con el que paseó su particular luto existencial por medio planeta.

La exposición analiza desde casi todas las perspectivas posibles el recorrido de la cantante, a quien erige en icono de la Francia popular. «Piaf fue una mujer fuera de lo común, pero con el aspecto de una cualquiera», sostiene el comisario Joël Huthwohl, director del departamento de Artes del Espectáculo de la Biblioteca Nacional. Pese a que sobreactuara ocasionalmente su filiación con el proletariado, los orígenes de Piaf fueron extremadamente humildes. Era hija de saltimbanquis de un circo ambulante y su juventud transcurrió en los barrios obreros del norte de París, como Belleville, Ménilmontant o Pigalle. «Incluso cuando ganó mucho dinero, nunca se aburguesó», afirma Huthwohl. «Se compró un palacete privado, pero cuentan que se instaló en la portería».

La muestra no evita adentrarse en su ambigua actuación durante los años de la ocupación nazi, cuando mostró cierta connivencia con el poder de Vichy. «Piaf participó en un viaje a los campos de internamiento en Alemania, apoyando así la propaganda del régimen. Pero nunca fue una mujer con conciencia política, lo que también se le puede reprochar, pero es inadecuado cualificarla de colaboracionista. Durante la guerra, también escondió a amigos judíos», apunta Huthwohl. Después del conflicto, sería absuelta por el comité de purga política que examinaba los casos de colaboración. Pocos años más tarde, el director y dramaturgo Sacha Guitry la escogió para encarnar al París sublevado de la Revolución en la película Si Versailles m’était conté… (1954). Piaf aparecía en ella como jefa de filas de los sans-culottes, entonando un canto revolucionario subida a la verja de la residencia real. El icono popular queda redimido.

De hecho, Piaf no siempre fue la misma. «Antes de la guerra, era una mujer sometida a hombres viriles, soldados, marinos y canallas. Progresivamente, se convirtió en una mujer mucho más liberada, que no tuvo ninguna vergüenza en exponer una vida sentimental muy intensa, con múltiples amantes a los que nunca escondió, pese a que en el fondo siguiera buscando a un hombre ideal que no terminó de encontrar», agrega el comisario. La muestra la sitúa al borde del advenimiento del feminismo. Cuando falleció en 1963, se había convertido casi en un modelo prefeminista: una mujer de sexualidad activa y propietaria de su destino profesional. «No fue una mujer del Mayo del 68, pero sí forma parte del eslabón perdido que precedió a ese movimiento», señala Huthwohl. La muestra repasa sus romances con Louis Dupont, Yves Montand, Marcel Cerdan o Théo Sarapo, con quien contrajo matrimonio un año antes de morir, además de detenerse en el mayor de sus amores –ese Dios al que rezaba antes de salir a escena– y sus conocidas supersticiones.

Cártel promocional de Edith Piaf.

La muestra también analiza el contenido de sus letras y la universalidad de sus canciones, que ha fascinado a artistas de todo tipo, de Louis Armstrong a Serge Gainsbourg, de Étienne Daho a Patricia Kaas y de Ute Lemper a Anna Calvi. Todos ellos han versionado temas de todos sus periodos, de la llamada canción realista de sus inicios, fundamentada en el costumbrismo parisiense, a los himnos universales sobre la experiencia humana de su etapa final. El insigne semiólogo Roland Barthes pronunció en 1948 una conferencia sobre la chanson popular y el lugar singular que Edith Piaf ocupaba en ella. Barthes hizo una lista de sus características: utilizaba una «poesía directa» y un lenguaje coloquial «pero sin excesos», interpretaba a una mujer con «carácter y coraje» que «nunca retrocedía ante el amor» y se erigía en portavoz de «los débiles, los oprimidos y los infelices». «Es una mujer pequeña, no muy joven ni tampoco muy bella, que expresa la tristeza trágica del pueblo, el alma de un mundo sin corazón y el espíritu de un mundo sin esperanza», afirmó Barthes. La muestra reproduce sus opiniones, junto a las de decenas de expertos y aficionados, desde la musicóloga Catherine Rudent, quien analiza «el mecanismo de su laringe» y la vibración de sus cuerdas vocales, hasta el joven novelista Adrien Bosc, ganador del premio de la Academia Francesa con Constellation, sobre la figura de Marcel Cerdan. La exposición concluye con el Oscar y César que Marion Cotillard recibió por su interpretación en La vie en rose, una forma de recordar su plena vigencia en el imaginario actual.

¿Cómo se explica que Piaf siga fascinando, un siglo después de su nacimiento, mientras otros han caído en el más profundo de los olvidos? Para el comisario, la cantante encarna «la Francia eterna», esa construcción imaginaria que sigue siendo plenamente vigente. «La identificamos con esa imagen romántica de París, como las postales de Robert Doisneau. Es la ciudad del turismo y los grandes monumentos. El París de Piaf está congelado en el tiempo», asegura Huthwohl. «Se trata de un cliché, más que de una realidad». En el barrio de Belleville, algunas placas conmemorativas señalan los lugares donde residió. Pero poco tiene que ver ya con la ciudad en la que vivió Piaf décadas atrás: en la esquina de su primer domicilio ya no hay acordeonistas de barriada, sino supermercados asiáticos. Escuchar a Piaf es, para muchos, una forma de aferrarse a un pasado lejano, si es que existió alguna vez.

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