Con la débil luz de una linterna, José iluminaba los riscos, buscando el modo más idóneo de acercar la barca a la playa. A su lado, una María abatida, exhausta y atemorizada, lo miraba con sus ojos desorbitados por el miedo. Un instante después, la barca tocó en una piedra y produjo un ruido seco. José se tiró al agua, sujetó como pudo los vaivenes de la embarcación y María se bajó sujetándose su abultado vientre.-¿Estás bien?

-¡Sí! ¿Y tú?

Ambos se dejaron caer abrazados en la arena. José trataba de calentar el cuerpo aterido de María con caricias enérgicas, pero llenas de ternura. Ella, helada de frío, buscó las manos del compañero. Se procuraron el cobijo de unas rocas, cambiaron la ropa húmeda por otra y se dispusieron a comer lo poco que les quedaba en las mochilas. María empezó a sentirse mal y, un momento después, se retorció en un espasmo de dolor.

-Creo que he roto aguas.

José sintió el más absoluto pánico. Un miedo mucho más terrible que cuando habían dejado atrás la costa de Marruecos, que cuando se habían internado en la inmensa oscuridad de la noche, que cuando habían estado a punto de zozobrar en medio del mar. No sabía cómo superar su desconcierto, no sabía qué hacer. Nunca se las había visto en un parto. Le parecía algo tan fuera de su control, que sólo pudo reaccionar a través del miedo, como la mayoría de los hombres.

Tomó la mano de María, le bajó la ropa, le ayudó a colocar las piernas, la tapó con lo que pudo y empezó a musitar junto a su oído las frases más tiernas, más cariñosas, más llenas de amor, ésas que nunca se hubiera creído capaz de decir. Sintió un inmenso amor por aquella mujer, por la criatura que iba a nacer, a la que decidió aceptar como hijo suyo.

Mientras María se enfrentaba a uno de los eternos milagros de la naturaleza, José intentaba calmar sus dolores con muestras de amor. Era lo único que sabía hacer. Eso, y recordar cómo la conoció, junto a la frontera de Melilla, donde llevaban varios meses a la espera de dar el salto. Habían compartido muchas experiencias.

María, por la que se sintió irremediablemente atraído en cuanto la vio, era una mujer senegalesa que había salido de su pueblo llena de sueños. Con algún dinero reunido entre los de su familia, consiguió llegar, hacía casi año y medio, al norte de Marruecos. Allí, cuando se acabaron sus exiguos ahorros, tuvo que prostituirse para sobrevivir. Le quedaba un consuelo: siempre había vendido su hermoso cuerpo, pero su alma estaba intacta, pura e inocente, como si fuera una niña, sin que la sordidez de un mundo tan injusto hubiera podido salpicarla ni quebrantar sus inmensas ganas de encontrar la felicidad y el respeto.

Por su parte, José había llegado de Chad hacía casi un año. Conoció a María. La deseó, se le metió en el alma y le pidió que dejara la prostitución. Le ofreció el escaso dinero que él mismo tenía para pasar a España. Ambos vivieron juntos los últimos meses, en constantes intentos de localizar una patera que los trajera a la tierra de promisión. El hijo que estaba a punto de nacer de María podía ser suyo, pero también podía no serlo. Le daba igual. Lo importante era la peripecia vital que ambos estaban corriendo juntos, el amor que sentían…

Un llanto interrumpió sus cavilaciones. Era un niño. Se llamaría Jesús. Un momento después, al oír el llanto inconsolable del recién nacido, empezaron a llegar otros africanos, inmigrantes ilegales que vivían en los invernaderos próximos. Les llevaban amuletos y comida. Una luz intensa, casi morada, recorrió el cielo por encima de los acantilados. Un momento después, tres hombres, dos blancos y un negro, se les acercaron. El primero, vestido de verde, saludó llevándose la mano extendida a la sien y les trajo mantas; el segundo les dio agua y alimentos. El tercero, que hablaba sus lenguas, los tranquilizó.

Poco después, las luces del acantilado tenían nuevos fulgores y el recién nacido y su madre eran trasladados en ambulancia al hospital, mientras José veía cumplido parte de su sueño. A él lo repatriarían, pero María era madre de un ciudadano español. Tal vez no la volvería a ver nunca. Ni a ella ni a su hijo, pero el sueño estaba casi cumplido.

En la playa, alrededor de una hoguera, los africanos tocaban los tambores y ejecutaban músicas y danzas milenarias a la salud del recién nacido. Uno de los agentes de la Guardia Civil, se acercó a José con el intérprete:

-Feliz Nochebuena. Tu mujer y tu hijo están bien. Enhorabuena -le tradujo el intérprete, mientras José notaba en sus mejillas el calor de las lágrimas.

http://antoniomuñozmolina.es/2012/01/cuento-triste-de-navidad-por-alberto-granados/

FOTO:Ignacio Camacho

 

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