No me gusta escribir textos de encargo, especialmente cuando estos tienen que adaptarse a unas exigencias (número de palabras, temática, fecha de entrega, etc.) que me hacen sentirme un poco asfixiado.

Yo soy un autor de desarrollo largo y cuando tengo que escribir un relato de 670 palabras tengo la sensación de que no puedo rebullirme porque esa brevedad me ahoga. No obstante, en esta ocasión se trataba de un libro solidario, cuyos ingresos irán destinados al Banco de Alimentos de Granada y escribí Salma con todo el calor que pude.

           Para atender la llamada que me hizo el editor, Francisco Acuyo, a comienzos del verano pasado, le envié este cuento, Salma, que no es ficción, sino la vivencia real de Carmen, alguien que conozco de mucho tiempo y que estuvo muy cerca de mí bastantes años trabajando en mi mismo centro educativo. Cuando terminé el primer borrador de este texto se lo envié e inmediatamente conté con su aprobación. No obstante, lo dejé enfriar y, finalmente, opté por cambiarlo en su estructura. Antes la voz narrativa era la mía, pero sentí que era robarle  a mi compañera la verdad desgarrada del texto, por lo que volví a escribirlo, esta vez usando la voz narrativa de Carmen, que fue quien vivió la frustración que puede producir el ser solidarios, por paradójico que pueda resultar. Se lo volví a enviar y le gustó más que el primer borrador.

Portada del libro

        Ahora el cuento (o la anécdota verdadera) forma parte de un libro que se presentó el pasado viernes, día 24, en el Teatro Isidoro Máiquez, en un acto brillantísimo, con música clásica (a cargo de un grupo de cámara de la Orquesta Universidad de Granada, formado por María Martínez, violín I; Verónica Bravo, violín II; Miriam Aybar; y Araceli Castro, violonchelo, que tocaron de forma impecable a Mozart, a Enrique Granados y a Scott Joplin) y flamenco en directo (con Alfredo Arrebola al cante y Ángel Alonso Álvarez a la guitarra), y recitados de poemas de Lorca y Miguel Hernández (a cargo de Magda Robles León, Mara Romero Torres y María José Sierra). El acto no tuvo más problema que la excesiva duración. Yo me quedé con la pena de tener que salirme porque tenía familiares esperándome.

        La gestión del libro ha corrido a cargo del poeta Francisco Acuyo, que lo ha publicado en Entorno Gráfico. Incluye algo más de cien autores, ya sean poetas, ya narradores, y en esa extensa nómina aparecen bastantes firmas más que acreditadas, tanto de nivel local como nacional (En unos pocos corazones fraternos (Antología solidaria), Entorno Gráfico Ediciones, Granada, 2017, 267 págs.).

         Mi cuento es este:

         Salma

         Me alegra verlo y lo llamo. Un agradable reencuentro, sonrisas, abrazo y un rápido café durante el que intentamos tocar mil temas personales y familiares, tras tantos años sin vernos. Hablamos atropelladamente de nuestros hijos, de nuestras jubilaciones, de la salud y me pregunta por Salma. Sin duda, percibe mi gesto de desaliento.

        -Perdona… Creo que he tocado fibra sensible.

        Y tan sensible. El primer verano que Salma pasó con nosotros yo viví una nueva casi-maternidad que me hizo sentir algo mágico. Salma tenía entonces siete años. La niña observaba a mis compañeros con la timidez de un gatito, con la inseguridad de quien está en un ambiente que no es el suyo. Los observaba con una vaga bizquera, con evidentes síntomas de alguna dolencia ocular debida al calor y al polvo desértico de su campamento de jaimas. Parecía un animalito desvalido. Yo había tenido tres varones y la acogí como a la hija que siempre había deseado.

        Poco a poco, nos cautivó. Pedía helados mientras tomábamos el aperitivo, algo que jamás les habría permitido a mis hijos, pero que ella obtenía porque ¿qué oportunidades tenía de comer helados cuando volviera al campamento saharaui?

       Salma, educada en los principios del Islam, jamás aceptaba comida sin preguntar si contenía jalufo. Siempre le respondía que no, que era pollo, que no había nada de cerdo, fuera verdad o no. Solo entonces  paladeaba con evidente placer. Además, a sus siete años, mostraba un recato especial con los compañeros. Había besos, sonrisas y acercamiento con las señoras, pero se apartaba si algún hombre intentaba hacerle la más leve caricia en aquella carita llena de ingenuidad y malicia. Tenía claro que el contacto con los hombres debía ser mínimo.

Fotografía de Luis Bonete (1999)

        Me obsesioné con la chiquilla. Les planteé a mi marido y a mis hijos qué futuro podíamos ofrecerle a esa niña que había llegado, como un milagro, a nuestras vidas. Cuando llegaba el final de aquellos veranos y la niña volvía a su medio, parecía faltarme el aire y se me rompía el corazón. Un año, al llegar la primavera, pedí varios días de permiso sin sueldo que uní a las vacaciones de semana santa, pues la ONG que organizaba las acogidas, fletó un vuelo. Compramos a escote una abundante impedimenta que a cualquiera podría parecerle absurda, pero que en aquellas tierras suponía una importante calidad de vida: pilas recargables, placas solares, material escolar, vasijas de plástico, medicamentos, compresas, cepillos de dientes y dentífrico, jabón y champú, gafas de sol, enseres de cocina… Eso que nosotros conseguimos con el mínimo esfuerzo de  ir al supermercado de la esquina, y que allí constituye un verdadero tesoro…

         Volví tocada. Allí las veinticuatro horas del día transcurren levantando los faldones de la jaima con las primeras luces. Después, se sientan  y empiezan a ingerir té verde para hidratarse, mientras esperan las horas más frescas, al atardecer. Un día y otro y otro y otro…, sin más expectativas, ni más futuro… Y siento que a esa gente, a todo un pueblo, le debemos algo, porque los vendimos… Quería a esa niña lo suficiente como para habérmela traído a España y ofrecerle  un sistema educativo y una red sanitaria razonables. Un futuro. Aunque Salma es de allí y allí está su familia, sus padres y hermanos, su cultura, su cosmovisión…

        —Ahora, tantos años después, te confieso que lo pasé muy mal. No me conformaba con tenerla los dos meses escasos del verano. ¿Qué iba a pasar con ella durante el invierno, durante los demás inviernos? Lo hablé con mis hijos y con mi marido, sabiendo hasta donde me iba a comprometer. Estaba decidida a traérmela, pero volví la primavera siguiente y Salma ya era una mujercita. Su madre me mostró las gafas graduadas que le había comprado el verano anterior. Estaban intactas: no se las había puesto para demostrarme el aprecio que le hacía a mi obsequio. Además, me contó que ya le había bajado la regla y que no podía permitir que volviera a mi casa, donde había cuatro varones. Se me cayó el alma. Sentí que tenía que redoblar mi esfuerzo para librar a Salma de tanta injusticia, para evitar que los preceptos religiosos y los factores culturales propios le cerraran puertas… Fracasé. Además, Salma es solo uno de los miembros de un pueblo castigado y traérmela podía ser incluso una conducta egoísta, privar a los saharauis de una luchadora más, para saciar mi impulso maternal… No podía jugar a ser la Providencia. Ahora tiene veinticinco años, está casada y tiene dos niñas. Y la rueda, la misma rueda de desigualdad e injusticia, seguirá girando y la estupidez barrerá los intentos de ser solidarios y…

        Me levanto precipitadamente, porque no quiero montar un número en la terraza de la cafetería y estoy a punto de romper a llorar. Le doy a un precipitado beso a mi viejo compañero, en el que seguro he dejado un amargo regusto y pienso en el destino de mi pequeña saharaui, la que me rompió el alma en aquellos lejanos años.

 

 

El libro indica que pueden hacerse pedidos a:

info@entornografico.es

www.entornografico.es

y www.abacografico.es

Os recuerdo que se trata de un libro solidario.

 

Alberto Granados

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