Me indigna esa tendencia a juzgar los alimentos borrando cualquier aspecto hedonista o social. Cada vez es más frecuente compartir mesa con personas que consideran que han de informarte de los nutrientes que contiene cada alimento que hay sobre el plato.

Si pides sardinas te recuerdan su alto contenido en Omega-3; si la cosa va de brócoli cómo obviar sus propiedades anticancerígenas; si se come con té (cada vez más frecuente) se celebra su potencial antioxidante y diurético; si la ensalada lleva nueces se comenta el poder energético y las bondades cardiovasculares; si se trata de salmón hay que recordar que con cada bocado estamos dándole la patada al colesterol malo; el kale aliñado con un poquito de aceite no engorda, sacia y nutre como ninguna otra col; si preparamos una tortilla blanca, sólo con claras, nos deshacemos de aquello que nada aporta y sólo engorda, y así hasta el infinito. Yo, lo confieso, no puedo con tanto.

Me indigna esa tendencia a juzgar los alimentos borrando cualquier aspecto hedonista o social, que finalmente seguro que ejerce una influencia más decisiva en el bienestar que la relación estricta de sus propiedades. Leo que los creativos guays de Sylicon Valley están entusiasmados con unos polvitos llamados Soylent que mezclados con agua le evitan a uno el mal trago de comerse un plato como Dios manda. Soylent es un compuesto nutritivo que fue diseñado en 2003 por un ingeniero de software con el fin de ahorrar dinero y no perder tiempo ni en la preparación de comida ni en esa media hora preciosa que se va en consumirla. Esta dieta, que se toma con pajita y permite al ejecutivo no apartar la mirada del ordenador, no está aceptada por la ciencia como un sustitutivo de la comida pero hay modernetes que la están abrazando con entusiasmo. Considero que no es más que una falta de respeto hacia aquellos que no tienen comida que llevarse a la boca.

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