“El hecho de tener cuerpo de mujer me pone en peligro y me convierte además en una persona susceptible de ser violentada”. Una reflexión en torno a ‘La Manada’.Hace algunos días compartí una jornada con un grupo de mujeres y hombres jóvenes. Hasta que llegué a casa y me desnudé, no me di cuenta de lo delgados y elásticos que eran sus cuerpos, de la diferencia. Tengo 50 años y, ya en la ducha, me alegró mucho hacerme con mi cuerpo, con su solidez y la constatación del paso del tiempo sobre él. Divina, magnífica constatación. 

Hablamos poco del cuerpo, sobre todo las mujeres y sobre todo llegadas a una cierta edad. Forma parte del engaño que supone pensar que somos algo intangible y el cuerpo representa solo un peso que cargamos, a menudo incómodo, y objeto de la mayoría de los ataques contra nuestra satisfacción y nuestro equilibrio. Somos cuerpo. Somos nuestro cuerpo. Y en el caso de las mujeres, nuestro cuerpo es susceptible de ser violentado. Esto es así por el simple hecho de que es diferente al del hombre. Tan poquísimo diferente. Mis genitales, mi pecho y mi rostro –no mi educación ni mi inteligencia ni mis capacidades– me convierten en un ser susceptible de ser atacado, agredido, despreciado, violado. Por esa simple razón.

La manera en la que industria, consumo y cultura alimentan nuestra frustración es una forma de violencia, por supuesto. Pero hay algo más, algo que puede considerarse “histórico”: el hecho de tener cuerpo de mujer me pone en peligro, un peligro congénito, y me convierte además en la diana de múltiples violencias. Es mi cuerpo lo que violentan, y por lo tanto me violentan a mí, que no soy otra cosa que ese cuerpo.

Con el paso de los años, a esos miedos cabalmente fundamentados, construidos sobre una experiencia innegable de día a día, hora a hora de existencia, se une la asunción del rechazo a la edad. Parece que debemos dejar de apreciar nuestro cuerpo, como si tuviéramos que resignarnos a él. Resignarse es el verbo, en el mejor de los casos. Sin embargo, ese cuerpo sigo siendo yo. Ahí radica una de las trampas más tristes. El castigo a la madurez se ceba en el cuerpo femenino y nosotras tendemos a asumirlo, de nuevo, como algo que arrastramos, como una carga inevitable, o evitable a base de infligirle otras violencias, heridas de bisturí y relleno.

No se castiga un cuerpo, se castiga a una persona; no se zarandea, toca, agrede o viola un cuerpo, sino a la persona. Pienso en la joven en la que se cebaron los hombres llamados La Manada, y en cómo los medios han detallado la penetración de sus orificios. Me resulta brutal esa descripción, por todo lo anteriormente dicho. Pienso en la persona que padeció las embestidas, y en cómo el relato que hemos ido haciendo es el de un cuerpo violentado. Pero ese cuerpo no es un trozo de carne, no es un cuerpo, es una persona. No se violentan sus orificios ni sus pechos sino a ella. ¿Y por qué? Porque ellos saben, han asumido, que un ser humano con esos pechos y genitales puede ser violentado, y detrás de ellos baila toda una industria feroz que así lo construye.

Quizás sea la edad la que nos reconcilia con lo que somos, o sea cuerpo. Y con ella, con la edad, llega un desprecio profundo por quienes participan en toda esta violencia. Luego, frente al espejo, solo cabe reconocer el miedo, el terror que nos acompaña desde que nacimos, la certeza de que nuestra forma nos condena.

 

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