Julia aparca en la plaza, justo enfrente de la casa. Estira la columna después de tantos kilómetros, coge su bolso y sale del coche. Un momento después asoman sus hermanos Inés y Paco. Sus cuñados Emilio y Lola están desayunando y la esperan en la cafetería. Se besan y comentan las incidencias del viaje. Julia enciende un cigarrillo al que le da golosas chupadas con cierto nerviosismo. Los tres entran y la recién llegada saluda a los cuñados con evidente desgana. Necesita urgentemente un café. Salió de Madrid a las seis de la mañana. Ve las tostadas y casi siente una arcada, pues tiene mal cuerpo y peor ánimo. Está preocupada con el resultado de sus pruebas médicas. Por eso no la ha acompañado Antonio, que se ha quedado en el Hospital pendiente de recoger el resultado, de pedir un diagnóstico de urgencia al oncólogo y comunicárselo. Mira el móvil, pero no hay mensajes. Se tranquiliza pensando que es temprano. A sus hermanos y cuñados no ha querido decirles nada de lo que sospecha y teme. ¿Para qué anticipar preocupaciones? Si hay un tumor ya habrá tiempo de decirlo.

        Hablan de generalidades, de los hijos, del tiempo que hace que no se veían. Le preguntan por Antonio y ella les miente: tenía guardia y no ha podido cambiarla. Un rato después, Emilio, el menos indicado, introduce en la conversación el fantasma de la prisa:

        -Si vamos a entrar a la casa, hay que apresurarse. A la una tenéis cita con el notario.

        Paco paga los desayunos con evidente desagrado de Lola, siempre mezquina en las cosas del dinero. A Julia le gusta ver que su hermano asume el papel de hombre de la casa. Piensa que, en cierto modo, ella también se siente como una prolongación de su madre respecto a sus hermanos. Son todos adultos, pero alguien tiene que perpetuar a los muertos y seguir su estela. Le gustaría ser más eficaz y mantener con más intensidad ese vínculo, ya irreparable, que se rompió cuando cada uno de ellos se fue de la casa, se casó, creó su propia familia, sus nuevos lazos. ¡El tiempo rompe tantas cosas!

      Se levantan y cruzan la plaza. Julia lleva en su bolso la enorme llave del artístico portón de madera noble, claveteado y con bellos herrajes y un vistoso llamador de bronce. También la llave de la cerradura pequeña, que se puso para darle algo de seguridad a la casa, abandonada desde que hace siete años se llevó a su madre a Madrid porque la edad ya no le permitía seguir sola. Le dolió alejarla tanto de sus raíces, pero fue la única que se negó a ingresar a la anciana en una residencia. A veces piensa que ni sus cuñados ni sus propios hermanos le han perdonado que tomara esa decisión, una medida que los dejó a ellos en evidencia y que supuso afrontar nuevos problemas con su marido y sus hijos, afortunadamente superados inmediatamente. Cree que hizo lo que tenía que hacer.

      La llave grande ya ha abierto el mecanismo. La pequeña se atasca al principio. Siempre consideró que aquella cerradura mostrenca era un verdadero oprobio para una puerta tan señorial y hermosa. La hizo en los sesenta Manolo el herrero, amigo de su padre desde que ambos compartieron calabozo en los primeros días de la postguerra, condenados a muerte por haber sido concejales socialistas. El buen hombre puso todo su empeño y consiguió una de esas puertas que harían las delicias de cualquier anticuario: elegante, sólida, sobria, señorial… Julia ha pactado con sus hermanos llevársela a su chalé de la sierra madrileña.

        Al abrir la casa huele a polvo, a humedad, a moho… y a recuerdos. Todos enmudecen y Julia piensa que cada uno se está sumergiendo en sus propias evocaciones. Imagina cómo enfocan ese momento tan lleno de emoción. Emilio, al que jamás ha soportado, estará pensando que ya era hora de que la dichosa casa se vendiera. Paco recordará los mimos de su madre, lleno de nostalgia. Es el menor, mucho más joven que sus dos hermanas y allí vivió en un limbo de niñez prolongada, dejándose querer por su madre, especialmente tras la muerte del padre. Además, durante su adolescencia era el único que quedaba allí, pues Inés y ella ya estaban en Granada estudiando la carrera. Su cuñada nunca soportó venir a la casa, ni siquiera en verano o por navidad, a darle unos días de compañía a su suegra. Para ella, venderla será una absoluta liberación, el entierro definitivo de una situación y una familia que siempre detestó. En cambio Inés sufrirá, pues es consciente de que casarse con Emilio fue un gigantesco error y tal vez volver de cuando en cuando a su Ítaca familiar le servía de lenitivo a su soledad. Julia se limita a recordar a sus padres, siempre tiernos y honestos con los suyos, siempre dialogantes y cercanos, pero discretos en todo momento con hijos, yernos y nuera. Siente un nudo en la garganta y recuerda que está pendiente de levantar el pie en este campo de minas que es tener sesenta y un años y estar pendiente de un diagnóstico. Mira de nuevo el móvil. No hay mensaje alguno.

        Recorren la casa: alguna cucaracha muerta, una gruesa capa de polvo, algunos muebles viejos, aunque de gran belleza, unos libros polvorientos que nadie quiso en su momento y ahora Julia desearía llevarse, aunque no sabe si sus cuñados lo verán procedente. Se queda un momento mirando un triple arco cegado que hay sobre las ventanas. Es la portadora de un secreto que desvelará tras pasar por la notaría y comer juntos. Se siente como una niña traviesa que sabe lo que ignoran los demás. Goza por un momento esa sensación perversa aunque intuye que habrá problemas con la revelación.

      Se asoman a los dormitorios donde los hermanos secreteaban tras la cena, donde estudiaban y se contaban sus amoríos y ligues, donde se protegían unos a otros… De eso, le parece, han pasado miles de años. Ahora muestran un inabarcable vacío. Los grifos del baño sólo echan un agua turbia a borbotones. En las cámaras están los viejos aperos de labranza, muchos baúles donde tal vez haya miles de recuerdos, un montón de botes de cristal que su madre usó siempre para las conservas de la fruta, un viejo sofá desvencijado, una radio Telefunken que tal vez aún funcione, viejos muebles arrumbados, las tinajas del aceite, de un acero bruñido en que se miraban deformados por la curvatura y se reían de niños. Recuerda cuando en los setenta, siendo ella una adolescente, desaparecieron los mulos y las cuadras pasaron a ser un saloncito y un cuarto de baño completo. Parece percibir el olor de las cuadras. Sabe que durante la jornada más de una magdalena proustiana va a irrumpir en sus conciencias. Les cuesta trabajo abrir la puerta del patio posterior, donde pasaron tantas tardes de su niñez rezando el aburrido rosario con su madre y tomando el fresquito en los meses de verano, recostados en unas hamacas que nadie sabe dónde fueron a parar. El pozo, la huerta, los frutales resecos, un nido de gorriones en la higuera que daba aquellos higos tan dulces, la fuente que ponía su música monótona como fondo a aquellas tardes de tedio y tranquilidad…

        De nuevo es Emilio quien rompe el hechizo:

        -Chicos, la hora del notario.

      En efecto, es hora de cruzar la plaza y firmar las escrituras. Después recogerán las cuatro cosas que aún quedan y mañana vendrá un albañil a descolgar el portón y las rejas artísticas de las ventanas de la planta baja. Con la inmobiliaria han pactado que entregarán la casa vacía, así que lo que nadie desee se tirará a la basura, lo que deja un poso de tristeza en el ánimo de Julia, que se lo llevaría todo a su piso, aunque es consciente de que no puede hacerlo: la vida no es precisamente una dulce arcadia ni permite recuperar la niñez.

      Emilio se va al bar, muy gustoso por cierto, a acentuar su alcoholismo. Lola se iría con él, pero le cae tan mal que prefiere esperar a su marido y a las cuñadas en la misma notaría. Allí se intercambian los saludos entre el notario, el comprador y los tres hermanos. Veinte minutos después la casa ha dejado de pertenecerles. La casa y el cálido pasado que encerró entre sus muros. Afectos, recuerdos, sueños, un tiempo irrecuperable… aunque si se trata de tiempo, a Julia le preocupa más el que le queda por delante, por si resulta ser más escaso de lo previsible.

      Aún no hay noticias de Antonio y eso empieza a preocuparle. Se imagina mil posibilidades, todas malas. Entran al restaurante donde tantas veces fueron a comer. Saludos, cervezas y un almuerzo bastante triste. Al desaparecer la casa, disminuirán las posibilidades de volver a reunirse. Sus hermanos, a fin de cuentas, están en la ciudad, a ochenta kilómetros escasos, pero ella vive en Madrid. Por el momento, piensa, y vuelve a mirar disimuladamente el móvil. La conversación se anima y surgen recuerdos y anécdotas que tienen un especial halo de nostalgia. Cuando vuelve de la calle, tras fumar otro cigarrillo, les desvela su secreto, que acaba de anunciarles, creando un ambiente de expectación:

      -Mirad, cuando mamá vino a vivir conmigo no hacía más que pensar en el pueblo y en su paraíso perdido. Durante muchas tardes, me contó toda su vida, me habló de papá, de su relación… Poco a poco fue mezclando recuerdos y ensoñaciones seniles. Me contó muchas cosas demasiado íntimas y un día me hizo una revelación. En 1936, cuando estalló la guerra, papá, que siempre fue previsor, había guardado libros, monedas, joyas y más de un objeto sagrado de la parroquia para que aquella locura no se lo llevara todo por delante. Mamá me dijo que detrás de un tabique. Sólo sacaron después lo que era de la iglesia, pues ya sabéis que nuestro padre estaba en el punto de mira y prefirió que todo aquello siguiera escondido. En cierto modo, esa colaboración con el cura le salvó la vida cuando regresó y estaba en busca y captura. Ese pequeño tesoro supongo que está en algún punto de la casa, si es que realmente existe y no se trata de la demencia senil de mamá. Llevo tiempo intentando averiguar dónde y creo que sólo hay un sitio: en el arco cegado que hay sobre cada una de las ventanas del salón. Mirad esta foto. Es de antes de la guerra y en donde siempre hemos visto un tabique, hubo unas estanterías. Ahora vamos a dar unos martillazos, a ver qué encontramos. Lo que haya lo repartimos en tres lotes y ya está.

      Sorprendidos y excitados, regresan a la casa. Julia saca de una bolsa un mazo de albañil y Paco empieza a dar golpes. Aparecen, en efecto, tres cuerpos de baldas llenas de libros, una bolsa de seda con las joyas de la abuela, otra con amadeos, otras muchas monedas extranjeras de oro y de plata, las arras de los padres, un reloj, varios dijes y tres sujeta-corbatas de oro… Hay curiosas ediciones de libros prohibidos por la iglesia, de naturaleza galante o de doctrina socialista, primeras ediciones de grandes autores… Un verdadero tesoro, oculto tanto tiempo por miedo. Todos quedan mudos por la sorpresa y admiran con cierta codicia lo más valioso. Julia teme a la avidez de su cuñada, que antes o después meterá la pata. Su cuñado, en cambio, estará tasando mentalmente lo que puede valer la parte de Inés, tal vez estará haciendo el cálculo en gintónics, que parece ser su unidad de medida favorita.

Una plaza de Banagalbón (Málaga)

Una plaza de Banagalbón (Málaga)

      Es casi de noche, así que se dan prisa en hacer los lotes y sus hermanos y cuñados se despiden. Meten en los coches los últimos vestigios su infancia, que a última hora han decidido llevarse. Se emociona al abrazar a Inés y a Paco. A diferencia de ellos, que hoy mismo volverán a la ciudad, ella tiene reservada habitación en el establecimiento de Paquita, amiga desde siempre de su madre y sobreviviente de su generación. Los ve partir, mientras agita su mano y nota las lágrimas. Después recoge del coche su pequeña bolsa de viaje y se dirige al hostal. Desea llamar a Antonio y darse una ducha. Se nota muy cansada súbitamente.

      Paquito, que ya es un adulto y es ahora quien lleva el negocio, le dice que su marido la ha estado llamando toda la tarde. Le ha dejado un recado: que no se preocupe.

      Respira aliviada y el muchacho, al verla mirar el móvil, le explica que en el pueblo sólo tienen cobertura un par de operadoras, ninguna de ellas la que Julia tiene contratada. Le explica que basta con subir la cuesta hasta la salida a la carretera general y recibirá la señal con toda intensidad. Al verla preocupada, llama a su hijo y le dice que saque el coche y la lleve. Ella rehúsa, pero al final acaba en la parte alta del pueblo y comprueba que hay un montón de mensajes tranquilizadores de su marido, así como varias llamadas perdidas. Regresa con otro ánimo. Pide una cerveza, unas tapas y, tras saludar a la anciana abuela, se lleva la cena a su dormitorio. Sueña con las zapatillas y necesita hablar con Antonio.

      El marido le da una de cal y otra de arena: los resultados no determinan nada, así que hay que hacer nuevas pruebas para estar seguros… No termina de creérselo y trata de disimular la preocupación. Cambia el tercio y le cuenta sus impresiones sobre la jornada, cómo ha encontrado a sus hermanos y cuñados, la sorpresa del tesoro oculto… Después se acuesta. Apenas lee unas páginas de su libro y estas sin demasiada concentración, pues el viaje, la preocupación y las emociones del día le han producido un cansancio del que sólo ahora es consciente.

      A la mañana siguiente, muy temprano, se ve con el albañil, que ya ha empezado a quitar las rejas. Lo más difícil será eliminar el portón con su marco, pero es muy hábil y lo hace todo con una enorme pulcritud. Para mediodía todo está convenientemente embalado y protegido en el interior de la furgoneta que en unos días transportará todo aquello hasta el chalé de Madrid. Mientras montan una nueva puerta provisional, ella recoge algunos recuerdos que mete en uno de los baúles: trajes de época, sombrillas de seda, libros, un paragüero, fotos… Para las dos de la tarde está todo cargado, ha liquidado la cuenta del albañil y pasa por el hostal, donde tiene preparados unos bocadillos y un termo con café. Se despide de aquella afectuosa familia y vuelve a su vieja casa familiar, que en dos o tres semanas será demolida con la mayor frialdad, como si entre sus paredes no hubieran existido la pasión, el placer, el amor, el dolor, la pérdida de seres queridos, la infancia, los sueños, las mañanas del día de Reyes, las bromas y enfados…, la vida, simplemente.

      Julia se despide del albañil. El hombre la mira con un aire trascendente, sabiendo que no volverá a verla más en el pueblo, comprendiendo la dimensión de lo que ella está dejando atrás. Al ver las lágrimas, le pone una afectuosa mano sobre el brazo:

      -A ver, señora, estas son las cosas de la vida…

      Lentamente se dirige al coche. Tras poner un música alegre para animarse, lentamente, con un nudo en la garganta, arranca y da marcha atrás. El hombre trata de cerrar la puerta, pero hay un pegote de yeso que lo impide. Julia oye el sonido chirriante del palustre con que el operario raspa el mínimo obstáculo. Es como si le limaran el alma. Mientras Julia maniobra, echa una última mirada en el momento en que él da un enérgico tirón. El vacío interior hace que el portazo produzca un extraño eco que ella identifica con el que deben de oír los muertos cuando se les echan las primeras paletadas de tierra encima del ataúd.

Alberto Granados

foto principal: Vista de Albanchez (Jaén)

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