«La lista más votada» por Juan Luis Cebrián

Cuenta Emile Cioran que se topó en la Casa de Cervantes de Valladolid con una anciana que contemplaba un retrato de Felipe III. “Con él comenzó nuestra decadencia” comentó ella. El filósofo comprendió en esa sola frase el corazón del problema político español: la conciencia de nuestro decaimiento histórico. Por lo que termina su reflexión con un retrato cruel de nosotros mismos: “Charlatanes por desesperación, improvisadores de ilusiones, viven en una especie de acritud cantante, de trágica falta de seriedad, que les salva de la vulgaridad de la felicidad y del éxito”.

Escuchando semanas, meses atrás, las tertulias televisivas y las declaraciones políticas me ha venido reiteradamente a la memoria esa descripción de airada verborrea que Cioran nos atribuye, muy ad hoc para describir lo que sucede en los obscenos realities televisados, donde un puñado de individuos intentan configurar a grito pelado la opinión pública española. En medio de dicho gaitrinar mediático una de las falacias más difundidas por sesudos analistas y portavoces del poder es que resulta más democrático, en un régimen político como el nuestro, que gobierne la lista más votada, aun si no ha obtenido la mayoría suficiente para hacerlo. Reiteran tanto el eslogan, expresado siempre con la naturalidad de lo que sería obvio, que una vez más se comprueba la evidencia goebbelsiana: una mentira muchas veces repetida se convierte fácilmente en verdad indiscutible.

Sin embargo cuando los padres de la Constitución de 1978 optaron por diseñar un sistema electoral proporcional, aun corregido por la muy exigente regla d’Hondt, se inclinaron por la eventual formación de gobiernos plurales, o al menos basados en acuerdos parlamentarios tácitos o explícitos, perdurables u ocasionales, que les permitieran ejercer su responsabilidad. Además los límites a ese criterio proporcional del voto no vienen en nuestro país establecidos únicamente por la mencionada regla, habitual en otras latitudes, sino por la perversa combinación de la misma con la provincia como circunscripción electoral. Entre ambas cosas se favorece a los partidos mayores y a los nacionalistas en detrimento de otras formaciones. En el pasado la más castigada de todas ellas fue el Partido Comunista, o su filial Izquierda Unida, aunque también UPyD, y no recuerdo que en ningún caso hayan lanzado por eso sus dirigentes diatribas contra la fundamental calidad de nuestra democracia, aunque en muchas ocasiones se quejaran de la injusticia o inequidad que la norma producía. Al fin y al cabo la democracia es esencialmente un método y no una ideología, y el respeto a las reglas debe prevalecer sobre cualquier otro análisis.

Un sistema proporcional, por su propia naturaleza, tiende a fragmentar los resultados electorales y lo anormal es que de él se deriven mayorías absolutas como las que en repetidas ocasiones hemos tenido en España. Con arreglo a dicho sistema no es la lista más votada la llamada a gobernar, ni tiene por qué serlo, sino aquella que sea capaz de congregar una mayoría suficiente para hacerlo. Naturalmente quien más oportunidades ha de tener en principio a la hora de culminar semejante menester es quien haya recibido mayor número de sufragios, especialmente si su distancia con el segundo es sustancial. Pero si se dan acuerdos de las diversas minorías para obtener entre todas o parte de ellas el ejercicio del poder de ninguna manera padece el carácter democrático de dichos pactos que, en definitiva, representan a una considerable mayoría de los electores. De modo que los Ayuntamientos y Gobiernos autonómicos recientemente constituidos en todo el país responden fielmente a la voluntad popular mucho más, desde luego, que si se admitiera a secas la regla de dar el poder a la lista más votada, y son los más representativos que puedan imaginarse tras las recientes elecciones, independientemente de la satisfacción o el quebranto que provoquen entre las diversas fuerzas políticas. Constituyen un triunfo de la democracia y no implican ninguna renuncia a sus principios básicos contra lo que algunos se empeñan en proclamar. Por lo demás serán los votantes de las fuerzas que firmen contratos entre ellas quienes en el futuro (en nuestro caso, un futuro muy próximo) sentenciarán con su comportamiento lo acertado o erróneo de la decisión de sus representantes.

Tampoco se tiene en pie la acusación de que las coaliciones negativas para que no gobierne tal o cual partido en tal o cual Ayuntamiento son un fenómeno antidemocrático o inconveniente. Sucede que por muchas diferencias ideológicas o programáticas que unos y otros tengan existen consensos respecto a la inoportunidad de entregar el poder a quien ha abusado de él o tomado medidas inaceptables para la mayoría de los ciudadanos, aunque dicha mayoría no se vea representada en una sola opción electoral. Todo ello resulta aún más lógico cuando el ascenso de fuerzas antisistema (desde separatistas irredentos a agitadores sociales) o de partidos emergentes responde en gran medida a la conjunción perdurable de dos fenómenos que han castigado a la población durante los últimos años: las políticas de austeridad, debilitadoras de la clase media, y la marea de corrupción. Ambas han dañado seriamente a las instituciones, destruido la fe en la clase política, y abandonado a los electores en manos del populismo y la demagogia.

O sea que no es la asignatura de la democracia la que tienen que aprobar por el momento los alcaldes y regidores autonómicos ya investidos, sino la de la eficacia y la transparencia. Examen en el que no han gozado hasta el momento ni siquiera de los tradicionales cien días de cortesía por parte de la oposición y de los medios críticos que en las democracias se otorga a los nuevos gobernantes.

La indignación áspera que encumbró a los jóvenes antisistema se responde ahora con el pánico verbal

Es evidente que algunos de los nuevos ediles confunden el ejercicio del poder con la gestión de una ONG y que si persisten en tal comportamiento la población, a comenzar por quienes les votaron, será víctima de su impericia o su demagogia. Pero lo mismo, o algo peor, puede decirse de lo sucedido hasta ahora en Madrid, Valencia, Palma de Mallorca o Cataluña, escenarios de una descomunal rapiña orquestada durante años desde los despachos oficiales. Se cuentan por cientos los políticos procesados ante los tribunales como delincuentes contra la propiedad ajena, y es imposible pretender que ese auténtico aquelarre de crimen organizado no afecte al prestigio y credibilidad de nuestro sistema, necesitado desde hace generaciones de reformas constitucionales que le devuelvan el aprecio de los ciudadanos. Si hay algo que agradecer a las nuevas formaciones nacidas entre el clamor de los indignados y las víctimas más débiles de la crisis es que quizás los poderes reales de este país, los políticos, los económicos y los mediáticos, quién sabe si incluso los religiosos, despierten finalmente de su sueño y escuchen la voz de la calle. Esta no es por lo demás propiedad de nadie ni debemos permitir que la dialéctica bolivariana se adueñe de sus anhelos.

Pero tampoco la demagogia pertenece a nadie en exclusiva. Estamos viendo como a la indignación áspera que encumbró a los jóvenes airados antisistema se responde ahora con el pánico verbal y las falacias argumentales de quienes ven amenazada su permanencia en el machito. Asombra comprobar cómo en el interregno electoral que ahora vivimos los extremistas se esfuerzan en ofrecer una improbable imagen de que son moderados mientras estos arrojan la máscara y enseñan de nuevo el colmillo del dobermán. Dicen que se debe a la influencia de asesores electorales y expertos en marketing político. Pues sería preferible que se rodearan de intelectuales y filósofos capaces de enseñarles la senda del sentido común, la alteridad de sus ideas y la duda razonable sobre sus convicciones. Quizá así fueran capaces de rebatir esa máxima terrible con que Cioran describe a nuestros compatriotas: “Incapaces de acoplarse al ritmo de la ‘civilización’, clericoidales o anarquistas, no podrían renunciar a su inactualidad”. Todavía estamos a tiempo de conjurar semejante maldición. Bastaría con demostrar que el vituperado régimen del 78 no fue un paréntesis en nuestro devenir sino un triunfo inequívoco que nos recuperó para la Historia, de la que los sabelotodo de dispar ralea amenazan con expulsarnos de nuevo.

Juan Luis Cebrián es presidente de El PAÍS y miembro de la Real Academia Española.

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