Los privilegios de los que goza la Iglesia son una herencia directa de la dictadura, un fosilizado vestigio del nacionalcatolicismo

Pedro Sánchez ha dicho que democracia también es que no paguen siempre los mismos. Yo me atrevería a sugerir que democracia debería ser, además, que paguen quienes no han pagado jamás.

Una columna no es una antorcha y no pretendo incendiar templo alguno con esta pero que, cambie la ley que cambie, la Iglesia católica siga beneficiándose de exenciones fiscales en España me parece insostenible a estas alturas, cuando sus defensores ya ni siquiera pueden esgrimir el folclórico argumento de que a la gente le hace más ilusión casarse en una iglesia, porque desde hace años se celebran muchas más bodas civiles que religiosas en nuestro país.

Los privilegios de los que goza la Iglesia son una herencia directa de la dictadura, un fosilizado vestigio del nacionalcatolicismo, el fruto de cuarenta años en los que la Iglesia y el Estado fueron una sola cosa y los pecados se confundían con los delitos.

Ahora que se plantea la exhumación de Franco como un imprescindible requisito de higiene democrática, deberíamos enterrar a cambio su legado, extirpar los residuos del franquismo que sobrevivieron a la Transición, y no existe ninguno tan relevante como este. Sobre todo después de que el Vaticano optara por lavarse las manos, apoyando por omisión a la familia del dictador, su gran benefactor, antes que al gobierno democrático que representa la soberanía del pueblo español.

Me pregunto si su actitud hubiera sido la misma en el caso de que la vicepresidenta hubiera puesto sobre la mesa una lista de los bienes, inmatriculados o no, por los que la Iglesia católica debería pagar impuestos en España. Aunque al cabo quizás sea mejor no recibir ningún favor del Vaticano y concentrarnos en cobrar de una vez todo el dinero que nos debe.

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