Las redes sociales no pueden quedar en manos de quienes difunden el odio

Robert Habeck, flamante líder de los Verdes alemanes, ha anunciado esta misma semana que abandona las redes sociales después de una cadena de errores propios en Twitter, una decisión que vuelve a abrir la reflexión sobre la cada vez más obvia relación tóxica entre política y medios digitales. Que la cabeza visible de un partido en alza, erigido como alternativa progresista al modelo de sociedad cerrada y nativista que propugna su antagonista AfD, anuncie que la algarabía del espacio virtual impide un ejercicio sosegado de su labor política es, desde luego, relevante, aunque no sepamos aún si se le perdonará tamaña “traición”. Con su audaz iniciativa, el joven líder ecologista contraviene, de hecho, una máxima poco cuestionada: si no estás en las redes, no existes. La tecnología habría dejado de ser una opción para convertirse en una obligación.

Sin embargo, su gesto le honra, pues el objetivo de recuperar para la política el sosiego que acompaña a las virtudes de la escucha, la reflexividad, la deliberación o el tratamiento matizado de los problemas complejos parece incompatible con las nuevas formas de odio anónimo que caracterizan el lenguaje de las redes sociales. El ejemplo del líder alemán es representativo de un fenómeno más amplio: la nueva arquitectura de la comunicación ha transformado la concepción ideal del espacio público como mundo común, convirtiéndolo en un agregado de nichos fragmentados y cerrados cuya razón de ser es más el refuerzo emocional de la tribu que la búsqueda de consensos o la seducción de quien piensa diferente. Y sin ese espacio común, la conversación y la política no son posibles. Lo que queda es la pura propaganda y un nuevo tipo de comunicación solipsista azuzada por tecnólogos políticos que, desde Putin a Orbán, conjugan sus formas autoritarias con técnicas de entretenimiento de la muchedumbre, normalizando una lógica de intervención pública que nada tiene que ver con el noble ejercicio de la acción cívica. Representa una lección para todos: la mezcla explosiva de distracción lúdica y toxicidad en el debate público se naturaliza a marchas forzadas, poniendo en entredicho la estabilidad de nuestras democracias. Y sucede, además, a plena luz del día.

El problema, por supuesto, no son las redes digitales, sino el haberlas convertido en una suerte de cloacas virtuales incompatibles con el ejercicio de una actividad política que sea digna de tal nombre. Su lenguaje simplificador, la tiranía de la inmediatez que las gobierna, la horizontalidad comunicativa que favorece la circulación de noticias falsas, la construcción de estereotipos y enmarques que facilitan el contraste con un enemigo y su acústica predominantemente emocional han hecho de ellas el instrumento privilegiado del populismo. Quizá convenga recordarlo: el populismo vive del conflicto y, lo que es más importante, de la indignación del adversario, al que incita a entrar una y otra vez en un tablero emocional repleto de fichas marcadas.

No sabemos si Robert Habeck ha acertado con su decisión, pues abandonar las redes sociales en manos de quienes se sienten cómodos en ellas podría juzgarse como una cesión de espacios ciertamente inquietante, sobre todo en un momento en el que la necesidad de frenar la toxicidad verbal debería librarse en todos los frentes. Lo importante, no obstante, es que esos líderes que pretenden encarnar al pueblo como un todo y dinamitar, así, los canales de intermediación en el ejercicio de la política no sientan que tienen vía libre para desplegar sus tretas y añagazas en los espacios democráticos institucionales, cuyo abandono a una cultura troll representaría, sin duda, una auténtica y peligrosa claudicación.

EDITORIAL EL PAIS

FOTO: El político alemán, Robert Habeck. Picture alliance

https://elpais.com/elpais/2019/01/11/opinion/1547228051_712043.html

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