Doña Matilde era decente, pero decente de verdad, lo que se dice a carta cabal. Lo reconocían ella, su marido, su confesor y todo el pueblo, así que su decencia era tan unánimemente aceptada como que los astros giran en sus órbitas o que tras el otoño viene el invierno.

Era algo incontrovertible, una verdad axiomática que no aceptaba el menor cuestionamiento. Es verdad que había veces en que ella misma se preguntaba para qué le servía tanta decencia. Tal vez para que su marido, un garañón incontinente, un sátiro sin atenuantes ni vergüenza, se le estuviera yendo de las manos.

-Mira, Mariano, ya sé que eres un hombre y tienes tus necesidades, pero es que yo soy tu esposa. ¿Por qué tienes que ir con esas mujeres? Me lo dice el párroco, cuando me confiesa: que estás condenando tu alma y las de esas pobres chicas, que han llegado a algo tan repugnante sólo por hambre…

-Matilde, tú nunca lo entenderías… los hombres somos verdaderamente esclavos de nuestros deseos… unos deseos… ¿cómo te diría? … sí, inconfesables, viciosos… Somos así y tú, cariño mío, eres tan decente que… Mejor dejamos el tema. Acéptame como soy y perdóname estos deslices. Son sólo debilidades, pero sabes que a quien quiero con toda mi alma es a ti –y Mariano le cogía la blanquísima mano que asomaba entre blondas de muselina, le  hacía una tierna caricia, le daba un cándido beso en la mejilla y con ello daba el asunto por zanjado. Ella agradecía tan delicados gestos, la verdad, pero al mismo tiempo se preguntaba si eso podía ser todo, si eso de ser tan decente no era un engaño más para las mujeres.

Don José María, su confesor, era tajante:

-Tu cuerpo, Matilde, es sólo un préstamo en usufructo que te hace Dios en su infinita misericordia, pero en realidad es un templo del Espíritu Santo y en un templo no puede entrar lo indecente, lo que nos envilece, lo ominoso… -y ella escuchaba, sumisa, con gesto de arrobada piedad, pero sin quedar enteramente convencida-. Y ten en cuenta, querida hija en el Señor, que el matrimonio ya os permite a los esposos una licencia, un respiro en algo tan sucio, pero tan necesario para la perpetuación de la especie…

Ella escuchaba los argumentos del cura, pensando que ganar el cielo es dificilísimo. Después, llegaba triste y descorazonada a su casa y esperaba hasta las tantas a que llegara su marido del casino, de la taberna, del burdel… y la obsequiaba con un abrazo lleno de cariño, un sencillo beso en la mejilla, un “Hasta mañana, mi amor”  o, a lo sumo, un breve instante de sexo, de esos que el cura llamaba “licencias” y en que ella se sentía sólo un mero instrumento al servicio del placer de su esposo. Cuando, unos instantes después, lo oía roncar a su lado, pensaba en el templo del Espíritu Santo que tenía en préstamo. Veía su cuerpo como algo que en nada le aprovechaba y le daba por pensar que las mujeres también deberían sentir ese placer que se leía en los libros galantes, llenos de libertinajes excitantes, que ella y sus compañeras leían a escondidas cuando estaban aprendiendo a ser “mujeres de su casa” en el colegio de las Oblatas.

Alguna noche, al terminar el débito conyugal, le preguntaba a su marido:

-Mariano, dime, ¿qué es lo que se siente?

-Mujer, ¿cómo te puedo explicar algo así? No pienses en eso. Duérmete, anda.

-Dime otra cosa, por favor. ¿Qué es eso que haces con esas mujeres de la vida y que no quieres hacer conmigo?

-Déjalo, Matilde. Esas cosas no son para una mujer como tú.

-Pues no me lo explico… Es que ni me figuro qué pueda ser…

Y la pobre Matildita veía llegar el alba con extrañas preguntas que sólo generaban imaginativas respuestas, todas excitantes, que la sumían en una irresistible zozobra, en una insistencia por saber qué pasaba en el burdel, cómo era el sexo desprovisto de esa decencia que a ella tanto le encomiaban todos.

Cuando le explicó a don José María su perplejidad, el cura se le fue también por la tangente y sólo le dijo que tal vez ella tuviera algo de culpa en la más que segura perdición de don Mariano:

-Matilde, es que una mujer tiene que ser un poco viva en las cosas del sexo… Mira, no sé como decírtelo… ¡es que eres tan decente…! Tal vez debieras ser un poco más atrevidilla. A veces, ese es el camino, aunque no nos guste, para que una esposa haga volver a su marido al santo redil del matrimonio cristiano. Deberías hablarlo con él… sí, eso es. Explicarle que eres suya, a ver si no siente esa necesidad de ir donde la Patro… Y tú, querida niña, espabila, que tampoco se trata de ser sosa… Ah, una última cosa: a ver si consigues traer al confesionario a ese masonazo que tienes por marido, que yo intentaré hacerlo reflexionar –y sin transición, dio por zanjado el asunto-. Ego te absolvo peccatis tuis in nomine Patris, Filii et Spiritus Sancti. Amen. Sólo te pongo de penitencia que hables de este espinoso tema con tu esposo y lo hagas entrar en razón. Vete en paz, alma de Dios.

El Espejo, de Frank Markham Skipworth (1854-1929)

Y ella volvió a casa perpleja, avergonzada y llorosa por la extraña responsabilidad que le había caído encima, así que cuando él llegó esa noche, le contó la embajada de don José María y seguidamente preguntó:

-Mariano, ¿qué es lo que haces con esas pobres niñas? ¿Por qué no sirvo yo para eso? Dímelo, por favor, que estoy muy confundida… Llevo llorando toda la noche…

Tras mucha insistencia, su esposo respondió:

-Para empezar, lo hacemos completamente desnudos.

-¡Je-sús! –respondió ella, petrificada de espanto y partiendo la palabra en dos-. ¿Quieres decir que ellas se quitan el camisón y tú el calzón? ¡Anda ya!

Y desde esa noche, la dulce Matilde empezó a acostarse desnuda, llena de vergüenza y culpabilidad, pero absolutamente desnuda, y excitada por el contacto de las sábanas, de tal modo que cuando su marido llegaba de estar con alguna de las niñas de la Patro, y la encontraba así, la tomaba con nuevas ganas. Eso sí: ella le exigió desde entonces que pagara un peaje. Si la quería gozar, le tenía que contar alguna de las cosas que hacía con aquellas mujeres.

Una noche, Mariano, urgido por el deseo, le contó un primer detalle escabroso.

-¡Qué asco! ¿Es posible que a alguien le pueda gustar hacer esas cosas tan repugnantes? No me lo puedo creer, y menos aun, que tú, que eres mi marido…

Pero mientras su marido dejaba a un lado sus antiguas convicciones y la iba informando, ella se dejaba llevar por la imaginación y un desconocido deseo, una especie de fiebre, una excitación que jamás había sentido, provocaba que, a la noche siguiente, cuando Mariano iniciaba el acercamiento a su desnudez, ella se abalanzaba sobre él y comenzaba el ritual erótico que su marido le había contado veinticuatro horas antes. Él, tras un instante de duda, se dejaba hacer y gozaba como nunca:

-Me ha gustado muchísimo, querida. Gracias. Sé que lo has hecho sólo por mí y venciendo tus naturales escrúpulos…

-Para eso estoy –lo interrumpía ella abrazándolo y tapando su conversación con un encendido beso.

Desde entonces, cada vez que su marido la tomaba, le exigía el relato de alguna de las audaces prácticas que a él le gustaba llevar a cabo con las chicas jovencísimas del burdel, y cada nuevo aprendizaje teórico era seguido de unas generosas sesiones prácticas, hasta que pronto don Mariano empezó volver temprano del casino, a llegar a casa para la hora de la cena, a meterse en la cama mientras su mujer daba a las doncellas las órdenes precisas para el día siguiente y hacía una última ronda por los dormitorios de los niños.

Cuando finalmente llegaba a la alcoba, él la veía desnudarse, ponerse el camisón, cepillarse el sedoso pelo ante el espejo, ponerse unas gotas de perfume tras el lóbulo… También oía una sinfonía de grifos y roces de toallas que acompañaban el aseo de su mujer en el vecino cuarto de baño… La pasión lo desbordaba y la espera se le hacía eterna, imaginando mil promesas, a cada cual más atrevida, más tentadora, más sugestiva… Finalmente, la veía acercarse y, mirándolo con una intensa mirada de deseo, sacarse por el cuello el camisón y meterse junto a él, revestida sólo con la belleza de su desnudo. Él se daba prisa: le contaba una nueva obscenidad que sabía que muy pronto iba a llevar a la práctica.

Toulouse-Lautrec, “Mujer ante el espejo” (1892)

En poco tiempo, ella era una expertísima amante y él un ahorrador esposo que ya no perdía capitales en el tapete verde ni pisaba el burdel. Lógicamente, esto último no pasó desapercibido para nadie: el cura estaba muy satisfecho con el benéfico efecto que su labor pastoral había surtido; los vecinos chismorreaban con admiración por la virtud de aquella mujer, capaz de meter en cintura a semejante vicioso; algunos decían que allí había gato encerrado, y comentaban en la taberna que a lo mejor a él se le había mojado la mecha tras tantas humedades…

Los amigos de la tertulia del casino eran, con todo, los más extrañados por el cambio y, con mil rodeos, le hacían preguntas insoslayables, a lo que él, casi sitiado, contestaba:

-Señores, me he reformado –decía con ojos soñadores-. Ya no le veo el menor sentido a mi vida disoluta de antes. Soy otro: mi esposa, que es una santa, me ha metido en el camino de la decencia, del que jamás me apartaré. Ya no necesito determinados atrevimientos. Ahora, sólo mi mujer me llena, pero eso tal vez no lo puedan ustedes comprender jamás…

Alberto Granados

Decencia

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