A Miguel Cobo, que siempre gustó de los trenes  y de esas casas antiguas como recuerdos.

Mario ha tardado más de cincuenta años en volver a la casa donde nació. Al abrir la puerta, reconoce el amplísimo vestíbulo, el arranque de la lujosa escalera, la puerta del salón… Ve las marcas desvaídas de los cuadros desaparecidos como fantasmales vestigios de aquella época y siente un vacío atenazador. Se pregunta si mantener candente el rencor tantos años ha merecido la pena. Se lo ha preguntado miles de veces y nunca ha encontrado un argumento, ni una razón, ni un atisbo de idea que pudieran servirle de respuesta. Su padre lo apartó de aquella casa hace cincuenta y un años, lo arrancó de su madre, del abuelo, de la ausencia de su tía Delia, de su infancia… y alimentó en su espíritu el odio, después la indiferencia y, por último, el olvido de ese pasado que ahora le ha devuelto un notario, tras haberlo buscado por los consulados españoles de medio mundo desde hace más de tres años, para hacerle efectiva la herencia de su madre.

      La estación de ferrocarriles, tan cercana, le regala el silbido de un tren y, por un momento, cree que el tiempo se ha estancado milagrosamente, que está aún en la nebulosa década de los cincuenta, creciendo en esa misma casa junto al abuelo Héctor, sus padres y la tía Delia en medio de un confortable universo de casa rica, atendido por una pléyade de criadas, una cocinera, el chófer –el abuelo siempre prefirió la pronunciación aguda, a la francesa: chauffeur– y otros empleados, cuyos cometidos le parecen hoy muy difusos, aunque recuerda sus nombres, sus aspectos y hasta sus voces.

      Mario se ve a sí mismo junto a su abuelo, que le contaba cuentos y le enseñaba el solfeo indispensable para tocar pequeñas piezas para piano, o jugando ambos aquellas partidas de ajedrez en las que, invariablemente, el anciano se dejaba ganar; también recuerda la sonrisa permanente, vitalista, de su madre, siempre teñida por un aura de secreta infelicidad; la tristeza, fatal y endémica, en el rostro de su padre; la mano suave y cálida de Delia, su tía, una adolescente sólo unos años mayor que él, que lo protegía y lo acunaba cuando su madre y su padre se sumían en aquellos dilatados silencios, intensos como cataclismos, con la serenidad de su mirada, su voz, siempre llena de una musicalidad lánguida y casi desmayada, el tacto de aquella piel, que siempre le devolvían una intensa paz… Todo en aquella casa suscitaba seguridad, calor humano, bienestar, una situación edénica que nunca podría resentirse ni afectar a su vida. Pero eso era sólo la visión equivocada de un niño incapaz de discernir las cosas del mundo adulto, pues la realidad empezó a mostrar su destructiva capacidad de producir dolor y sufrimiento.

      Primero fue el ataque del abuelo, que quedó hemipléjico y mudo. Se le acabó la habitación redonda, arriba, llena de ventanales desde los que se veían todo el llano y la costa. Era un capricho de la desaparecida abuela, que vivió su infancia frente al faro y, cuando construyeron aquella casa,  quiso un cuerpo redondo y elevado en una de las esquinas. Allí fueron colocando libros y un despacho donde tocaban el piano a la hora de la siesta, donde el abuelo pasaba, finalmente, sus noches insomnes de viudo entregado al triste recuerdo de su extinta esposa.

      Tras el ataque, el abuelo sólo disponía de la silla de ruedas y de su bastón, que se empeñaba en retener como un cetro y que usaba para dar golpes en el suelo cuando quería algo. Toda su vida subiendo y bajando la escalera, poniendo en vertical la galería de cuadros de sus antepasados, abriendo y cerrando los amplios ventanales… y ahora condenado para siempre a ocupar un saloncito de la planta baja, adaptado como dormitorio. Mario recuerda la impresión que le produjo ver a su abuelo convertido en un pelele sin fuerza ni voz y su mirada atormentada y vacía. Su madre le pedía que tocara el piano para entretener al enfermo y él lo hacía con mucho cuidado para no equivocarse, con las puertas de la habitación redonda abiertas y, terminada cada pieza, bajaba corriendo a buscar la aprobación en los ojos sin alma de su abuelo, que muchas veces estaban cubiertos de lágrimas.

      Aún no se había hecho a la nueva situación, cuando su tía Delia desapareció. Hubo un revuelo lleno de caras de preocupación y alarma, pero cada vez que él preguntaba por aquella dulce adolescente sólo obtenía las respuestas de su padre, pues la madre guardaba un estruendoso silencio: un “¡Cállate!”, un “No hagas preguntas” o, ya algún tiempo después, un “En esta casa no se vuelve a nombrar a esa mujer, ¿estamos? Igual que si se hubiera muerto”. Sólo muchos años después, Mario supo por su padre que la tía Delia guardó toda la dulzura de su voz, de su piel y de su amor para un hombre casado, con el que huyó. También supo que terminó en un burdel de la ciudad y que fue la vergüenza de la familia durante mucho tiempo, aunque aún quedaba pasar por una afrenta mayor, de la que él fue testigo.

      Ya ha recorrido la mayor parte de la casa y entra, por último, a la habitación redonda. Observa las cortinas de cretona con las que su abuelo protegía del sol los libros, siempre ordenados en aquellos anaqueles bajos, encargados a la medida de la altura de las ventanas. Recuerda algunas porcelanas que aparecían intercaladas en aquella masa de libros y una caja de cartón donde su abuela caligrafiaba las fichas de cartulina de cada libro y comentaba su calidad usando para ello un código de minúsculos dibujos de flores. Lo que entonces le parecía una infinidad de libros, es ahora una biblioteca modesta, cubierta de polvo y tal vez sin abrir en treinta o cuarenta años. El piano aún está en su sitio y cuando lo ve siente una opresión en el estómago, un ahogo que lo obliga a sentarse en la banqueta.

      Mira la luz que entra por el poniente, una distante luz de crepúsculo doliente y mustio. La memoria le juega una mala pasada y se ve a sí mismo entrando a ver a su madre tocar el piano. Fue cuando él ya había empezado el instituto, cuando a mamá le sobraban mucho tedio y mucho  tiempo y tomaba clases de piano, impartidas por aquel extraño profesor cuyo origen no consigue recordar.

     Aquel hombre y su madre subían a la habitación redonda y la música del piano sonaba. El abuelo, que conocía todas aquellas partituras, seguía desde abajo el ritmo, dando suaves golpes con el bastón o torcía la cabeza cuando la ejecutante atacaba sin soltura o sin habilidad una de aquellas melodías. Mario lo acompañaba repasando las declinaciones del latín, o las obras de Garcilaso, o los cabos y ríos de la cornisa cantábrica.

      Aquella tarde, cuando la música empezó a sonar con una desacompasada cadencia, el abuelo, más atento que nunca, golpeó furiosamente el suelo con la contera de su bastón. Era un golpear tan intensamente rabioso que Mario se alarmó, miró hacia la segunda planta, echó a correr escaleras arriba, se acercó a la habitación redonda y vio a su madre: la falda levantada, la blusa abierta, semidesnuda, entre los brazos de aquel hombre, extendidos hacia el teclado y tocando vagamente el Vals del Adiós de Chopin, al tiempo que le besaba ansioso los pechos y la negrura del pubis. Ella, con la barbilla levantada, jadeaba y respiraba entrecortadamente, las aletas de la nariz enormemente dilatadas y una expresión nunca vista por el niño.

      Ha recordado miles de veces esa imagen, los jadeos, la música desfigurada, los golpes obsesivos del bastón del abuelo… Ha visto la expresión de sorpresa desgarrada en la cara de su madre cuando se dio cuenta de su presencia, un gesto que no ha olvidado en tantos años…

      Esa misma noche, su padre y él cogieron un tren en la cercana estación y desaparecieron para siempre. Tras varias tentativas de abrirse camino, terminaron en un punto perdido en el mapa de la Argentina y allí han pasado todos estos años. Nunca supieron de la muerte del abuelo, de la enfermedad de la madre, de su final triste y desolado hace tres años… Hoy, el notario le ha entregado la escritura de propiedad de la casa, una respetable cantidad de dinero, unas acciones y una carta que ha leído en el tren. En ese papel, escrito hace casi medio siglo, su madre le dice que lo quiere, que la perdone pese a todo, que sólo ha sido una mujer débil, que lo echa de menos de una manera lacerada y sangrante, que le dé apoyo a su padre, con el que –ahora lo sabe, o tal vez lo supo siempre- nunca debió casarse…

Mario observa el piano. Hay una partitura polvorienta sobre el atril: el mismo vals de Chopin, decadente, triste, lleno de presagios patéticos. No puede resistirse y empieza a tocarlo. A lo lejos suena un tren de la estación, y ese silbido le parece el contrapunto a la música que fluye, mágica, del piano. Vuelve a su mente el gesto de su madre en aquel terrible momento. Ahora comprende que fue una súplica a su hijo, la petición desesperada a un niño de que no le desgarrara aun más la vida, cosa que él no supo o no quiso interpretar, puesto que bajó la escalera dando un grito histérico, impropio de un niño de doce años, al que acudió el padre. También recuerda que, delante del abuelo y del padre, contó todo lo que había visto y acusó a su madre, que ya había bajado y los miraba con serenidad y resignada determinación. El silencio, opresivo y agobiante, los envolvió. Después aquella casa desapareció hasta hoy.

      La melodía fluye como si la tocara un auténtico maestro y el tiempo, tramposo y desleal, parece retroceder, pues percibe con increíble nitidez los sonidos, las voces, los olores, la música y los ruidos de esa casa que él habitó hasta aquel día en que su niñez quedó rota para siempre. Le parece oír los valses tristes de Chopin, las dulzonas habaneras, las sonatas para piano que tocaba su abuelo conjurando el dolor de su viudedad. Cree revivir los olores de los guisos que le gustaban a sus padres y a Delia, de las frutas cociendo para la compota, del dulce de membrillo y las mermeladas, aquellos aromas que inundaban la casa. Siempre se sintió allí a salvo de los males que los mayores aseguraban que estaban deshaciendo el mundo, que le parecía algo tan ajeno y lejano como si le hablaran de remotos planetas… Una seguridad que siempre ha echado de menos desde entonces.

      -¡Mamá! ¿Estás ahí? –se sorprende interpelando al vacío en plena oscuridad, sin encontrar más respuesta que el silbido de otro tren que se pierde en la noche.

(Imagen tomada de labellainsomne.wordpress.com)

Relato comprendido en mi libro electrónico “Cabos sueltos”, disponible en el servicio de descargas de Amazon.es .

Alberto Granados

FOTO PORTADA: eldoctore

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