«Tampoco iré a Nueva York este verano» Por Alberto Granados

El reciente libro del periodista y académico de la de Buenas Letras de Granada, Esteban de las Heras, Tampoco iré a Nueva York este verano (Salobreña, Editorial Alhulia, 2014), es todo un hallazgo literario.

Antes de este libro sólo conocía un cuento del autor, El garillo, publicado en Cuentos para el vino (Segovia, Cylea Ediciones, 2013), libro en el que también aparecía mi propio relato La copa del viajero. Ya en ese relato encontré buena parte de las claves que aparecen en el nuevo libro: regreso al pasado, vocabulario patrimonial de su zona burgalesa, indagación antropológica, un rico desfile de personajes populares… y, por encima de todo, una atmósfera teñida de la nostalgia del tiempo perdido, de las oportunidades dejadas irremisiblemente atrás, del agónico sentido del paso inexorable de la vida y del tiempo.

     Formalmente dividido en dos partes, De las Heras se dirige en cuarenta capítulos a una mujer que vive en Nueva York. En cada capítulo le cuenta algún pequeño suceso, comparte una mínima reflexión, presenta a un personaje sencillo, le evoca situaciones vividas por ambos muchos años antes, insinúa un pasado amatorio y viajero común… Estas divisiones o capítulos podrían pasar perfectamente por cartas o correos electrónicos, salvo por la circunstancia de que no aparece ni encabezamiento ni despedida, lo que las acerca mucho más a un conjunto de pensamientos a ella dirigidos.

      En la primera parte, todas estas comunicaciones se hacen desde el pueblo burgalés del narrador, adonde él ha preferido marcharse en vez de ir durante el verano a visitar a la chica en Nueva York. Los capítulos de la segunda parte, en cambio, parten de Granada, ciudad a la que el narrador ha regresado cuando el otoño se avecina, porque siente “…que ya es hora de seguir a los pájaros y volver hacia el sur, de volver a Granada” (Pág. 87).

      El conjunto plantea un interesante progreso narrativo, pues partiendo de las estampas aparentemente sueltas la tenue trama narrativa se va intensificando y cobrando un dramático peso específico hasta el desolado final, lo que convierte esta obra en un libro de dos facetas: novela psicológica, por un lado, y libro de estampas literarias, por otro.

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      Este tenue hilo conductor cumple perfectamente su función narrativa y da sentido global a las breves disquisiciones, siempre presididas por la idea de que el narrador ha preferido regresar a sus orígenes antes que ir a visitar a la chica a la ciudad de los rascacielos, idea que aparece varias veces repetida.

      ¿Qué le hace renunciar al encuentro, cuando asegura continuamente echarla de menos? La respuesta es muy simple y humana: el regreso a los orígenes, al tiempo perdido, a la infancia, con toda su carga de territorio mágico pero siempre engañoso. El autor incluye una referencia a Ulises y su regreso a una Ítaca donde nadie lo espera, si no es una Penélope que ya no es la misma a quien el héroe amaba. Y es que el pasado tiene mucho más de literario que de realidad. Lo expresa así ya en el mismo prólogo:

      “…de ahí [de la necesidad de la memoria] nace este libro ensamblado con los brotes de la nostalgia por el tiempo perdido, por la edad de la inocencia, por el tiempo interminable que disfrutamos hace mucho tiempo.” (Pág. 11).

      Más adelante, vuelve a formular la idea de este modo:

      “…escudriñamos entre los meandros de aguas calmas y oscuras de la mente en busca del tiempo pasado, de la edad perdida en las márgenes de la senda recorrida, intentando encontrar un norte para seguir avanzando. Y sin apenas darnos cuenta, ese bucle del eterno retorno nos lleva a ese mundo en el que apenas había coches y aeroplanos, y la velocidad la marcaban el perezoso vuelo de la perdiz en los rastrojos y la carrera de los perros en busca de la presa.” (Pág. 30).

     El libro incluye también dos referencias a una obra paradigmática del recuerdo literario: El humo dormido, de Gabriel Miró, ese tiempo pasado que se queda inerte en nuestra atmósfera vital y flota siempre, casi inmóvil, en nuestra conciencia. Ese humo dormido permite a De las Heras reencontrarse con situaciones y personajes casi arquetípicos. En efecto, a lo largo del libro, aparecen los segadores ambulantes de una época perdida, las noches de san Juan, la transmisión de noticias de entonces (tan distinta a la inmediatez de los whatsapp), el mundo de la vendimia y de los trabajos agrícolas, animales de aquel entorno, viajes y desapegos, aperos de labranza y trebejos hoy sustituidos por nuevas máquinas, la iglesia y la rectoral hoy abandonadas…

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     También surcan las páginas del libro una galería de tipos que, con la distancia del tiempo, adquieren un eficaz valor afectivo: don Celso (el maestro), don Sixto (el boticario), la tía Macrina, Mariano Patola… De igual modo, la música y los viajes son elementos siempre presentes, siempre vinculados a recuerdos comunes. Chavela Vargas, Mari Trini, el gregoriano y otras muchas músicas, permanecen indelebles en la memoria nostálgica del narrador como enlaces indisolubles de una situación ya irrecuperable. Las visitas a San Quirce o al monasterio de Silos, a Santander, a Santillana del Mar, a Madrid, a Hungría… convierten estos lugares en territorio literario de la nostalgia y confieren al libro un tono de recuerdo melancólico y lánguido de enorme belleza.

     Qué pena que escritores de provincias no encuentren una mayor proyección fuera del ámbito localista, como vienen denunciando desde hace tiempo Fernando de Villena y un amplio grupo de escritores, siempre condenados a tiradas de pocos ejemplares y mínima promoción, incluso presentando trabajos de una indudable calidad literaria y merecedores de un éxito mucho mayor, como es el caso de este sutilísimo libro, que se ha ganado por sí solo un reconocimiento literario mucho mayor del que –me temo- va a recibir.

Alberto Granados

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