En el puesto vigésimo, aparece el relato que da título al libro: Cabos sueltos (de octubre de 2010), en que una muchacha reproduce treinta años después el mismo esquema de vida, coincidente tal vez con el de su hija adolescente. Alguien señaló en el blog su similitud con “Historia de una escalera”, de Buero Vallejo, aunque no fui consciente de ello hasta ese momento

A Marita López y Joaquín Medina, por tantos ratos de amistad

      Marisa oye de nuevo que la puerta del bloque se abre y se separa, como si la impulsara un muelle, del abrazo y de las caricias de Jorge. Ambos se remeten los faldones de la camisa, se recomponen el peinado e inician el descenso del tramo de escalera, simulando una risueña conversación inexistente. Tendrán que representar de nuevo el papel de joven pareja que, casualmente, baja la escalera, con el mayor desenfado, como si no pasara nada…

      La chica siempre se pregunta, avergonzada y nerviosa, si se les notará, si cada vecino con el que se cruzan se dará cuenta de que vienen de meterse mano, de besarse y acariciarse con el mayor deseo, con la más poderosa urgencia, con la ilusionada curiosidad que sus catorce años les imponen.

      -¿Se nos notará? –le pregunta a su novio, llena de culpabilidades e incomodidad.- Con tal de que no sea doña Juanita, que es una chismosa y hasta nos para y nos pregunta… ¡Vaya tarde! Hoy parece que todo el bloque está saliendo y entrando sin parar…

      Cuando llegan a la planta baja, se encuentran con don Gonzalo, el del cuarto B, un separado simpático y afable que los saluda con una sonrisa socarrona (“-¿Qué hay, chicos? Que os divirtáis”). Marisa cree que ese hombre se da cuenta de todo y que lo aprueba, no como su padre, o como su madre, que hace unas semanas le hizo prometer a Jorge que la iba a respetar siempre…

      -¿Es que es tonta mi madre? –se pregunta la chica-. ¿No tuvo nunca catorce años, ni un novio que la tocara? ¿Por qué me hace pasar esos ridículos?

      Los dos chavales salen a la calle, muy incómodos. Tal vez no sea buena idea quedarse en el propio bloque, entre dos plantas, para poder besarse y hacerse caricias. No resulta alentador ir descubriéndose a un paso de las puertas de las cuatro viviendas de la planta, junto a las ventanas de la escalera, que recogen todos los olores de las cocinas, con el ruido de fondo de todos los televisores, que cuentan en los telediarios la victoria de Felipe González en las elecciones… Es muy emocionante eso de las caricias, de aflojarse la ropa y dejarse acariciar, de aprenderse de memoria el cuerpo del otro, de experimentar la excitación, de ir encendiéndose…  pero puede ser que un día los sorprenda algún vecino o sus propios padres, que parecen escrutarla cuando vuelve a casa a la hora de cenar. No quiere ni pensarlo. Marisa siente ganas de llorar.

       No sabe si lo que hacen es algo tan sucio como dice el cura del colegio o eso son bobadas de beatas.  Sólo sabe que cada tarde llega Jorge, que dan una vuelta, que él se lo pide y que, poco a poco, ella misma también lo va necesitando. Que va cediendo cada vez más fácilmente y más pronto a las demandas de su novio, al que quiere ya con locura, tal vez por esas mismas concesiones, por esas caricias y esos besos en la escalera. Lo ve todo tan hermoso que no entiende que tengan que contenerse.

       Ambos han ido aprendiendo a avanzar: primero se tomaron de la mano, después empezaron a besarse, cada vez más apasionadamente, luego ella le abrió el camino de sus senos y después… ¡Hay ya tanta confianza y tantas caricias que los unen! Tampoco entendía que Jorge se excitara de esa manera. Recuerda que se sorprendió la primera vez que notó… lo que notó, tan excitada que parecía que el corazón se le fuera a salir. ¡Con las ganas que tenía de ser una mujer y qué complicado está resultando todo! Su madre, su padre, la tutora, el cura del colegio, los vecinos… todos presionando para que vea malo lo que le parece tan maravilloso. O al menos, tan excitante.

      Han pasado unos minutos y ya han dado dos vueltas a la manzana. Jorge parece ausente. La mira con ojos angustiados de deseo:

      -¿Quieres que volvamos a la escalera? Y terminamos, por favor, que estoy muy excitado… Es que eso de dejar cabos sueltos… -sonríe el chico con cara de cordero degollado, mientras se encaminan de nuevo al portal.

  

      Marisa acaba de volver del supermercado y quiere preparar cuanto antes la comida de mañana, por si luego puede salir a dar una vuelta, si es que su madre y su hija están de buen humor, que será difícil. Tendrá que mentir una vez más en su vida: que ha quedado con Pili para tomar una cerveza, que va a ser sólo un rato, que ella no tiene nunca una expansión,  que si es que es sólo una esclava… las discusiones y los argumentos de todas las tardes. No quiere pararse a pensar, que acaba llorando, como siempre. Odia verse como lo que es: una mujer frágil, apasionada y, tal vez, un poco tonta, que es lo peor. Lleva toda la vida haciendo lo que quería su ex-marido, su Jorge de siempre, desde que tenían catorce años, y su carácter dócil sólo le ha servido para que él le dijera hace unos meses que ella lo estaba asfixiando, que estaba muy confuso, que necesitaba respirar aire limpio, que la quería mucho, pero que se iba con otra, obviamente, mucho más joven.

      -Es que sólo tenemos una vida, ¿sabes? Hay que vivirla, que no es cuestión de dejar cabos sueltos –le había dicho en el último momento, cuando estaba sacando al ascensor todo su equipaje, sin dejar en el piso ni el más mínimo rastro de los años que habían estado juntos. Y mientras tanto, ella creía que aquello era imposible, que un abandono así tendría que ser fatal, que se iba a morir necesariamente sin su marido.

      -¡El muy cabrón! –piensa Marisa, cada vez que lo recuerda.

      Después vino la venta de la vivienda común, el volver derrotada al piso de su madre, al viejo bloque en cuya escalera se dejaba acariciar por Jorge durante el largo noviazgo, ya hace de eso mil años… De nuevo en casa, pues no tenía un céntimo y su madre iba a estar encantada: ¡estaba tan reciente lo de papá…!

      Y sí se nota que a la anciana le ha venido muy bien su regresos: ahora tiene una criada gratis y, sorprendentemente, se está reponiendo de achaques y tristezas: mientras todas las demás señoras de su edad se están consumiendo y adelgazando, su madre cada día más lustrosa… Por la mañana a nadar, tres o cuatro viajes al año con el IMSERSO, su pandilla de amigas, sus bailes y llega a creer que hasta se haya echado un noviete, que está todo el día fuera y da unas explicaciones bastante difusas…

      Y para completar su panorama vital, su hija, su  pequeña adolescente, su Georgina de su alma, está ejerciendo de tirana egoísta que  le pasa factura a ella, nunca al padre, de lo desgraciada que se siente porque Jorge se ha ido con otra más joven, el muy cerdo, el que no quería dejar nunca un cabo suelto… Y la chica, haciéndole el más descarado chantaje emocional, como para restituirle la autoestima, ¡vamos!…

      Marisa ha ido aprendiendo a afrontar la vida con algo de cinismo, con algo de esa ética de garrafón que sólo entiende de sobrevivir, así que cuando su madre está de viaje y a su hija le toca pasar el fin de semana con su padre, ella se encama con Santi, un absoluto vividor sin escrúpulos del que no espera nada, pero que sabe lo que hay que hacer con una mujer en la cama, que le deja el cuerpo arreglaíto, como él dice. Cuando encarta, algún fin de semana, se van a un hotel, pero eso resulta caro y no pueden permitírselo con mucha frecuencia, así que tienen que aguantarse las ganas y limitarse a la situación actual: se ven de cuando en cuando, toman una cerveza y después él la acompaña a casa y se besan y acarician en la escalera, entre dos plantas, oliendo los guisos de todas las cocinas, oyendo en los televisores las noticias sobre los encontronazos entre los políticos o la rivalidad entre el Madrid y el Barcelona, siempre con la emoción de que los pueden sorprender, de que don Gonzalo, ya tan mayor, les diga eso de:

      -¿Qué hay, chicos? Que os divirtáis.

      Allí se besan apasionadamente y se meten mano con la cínica urgencia de los desposeídos, con la falta de prisa de los que han perdido la esperanza, con la rutina de los que saben que la vida no es más que una tragicómica madeja de cabos sueltos.

      A veces, ella se lo dice muerta de risa:

      -Santi, un día, nos encontramos aquí, entre dos plantas, con mi hija y su novio. ¿A ver qué les decimos entonces?

Este relato está comprendido en mi libro electrónico “Cabos sueltos”. Dicha publicación está disponible en el servicio de descargas de Amazon.es.

Alberto Granados

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