Que sí, que hemos visto mil veces repetido aquel mensaje con lágrimas en los ojos y la voz rota de Arias Navarro avisando desde el blanco y negro del televisor de que Franco había muerto, inaugurando, sin saberlo, una nueva época donde la gente aspiraba a respirar libertad, a romper el miedo de casi cuatro décadas de dictadura, de silencios doloridos y de ausencias sin retorno.

Que sí, que han transcurrido otros cuarenta años desde aquel momento de incertidumbre, y tal vez deberíamos haberlo superado, echar nieve al olvido a tanto dolor negro, hondo como un pozo, pero aquí seguimos, como en un bucle eterno, porque en su momento, cuando tocaba, no pusimos las cosas en su lugar, no fuimos capaces de romper en mil pedazos el reflejo de Francisco Franco en el espejo de la Historia, ésa que nos hiere con su verdad y su dureza de fusiles y metralla.

Por eso, cuando menos lo esperamos, se nos levantan otra vez los muertos, este muerto en concreto con su traje de eterno fantasma, y se ponen de cuerpo presente, inaugurando telediarios como si no se hubieran ido nunca, recordando asesinatos, penurias infinitas, crueldades inenarrables. Y vuelve la contienda otra vez. Porque la alargada sombra del dictador, del hombre que abanderó que las cunetas se llenaran de sangre limpia de hombres alegres que miraban al porvenir y de mujeres valientes como juncos indoblegables, regresa de vez en cuando como un torrente desbordado que arrastra todo a su paso, que rompe la concordia, que reabre heridas mal cicatrizadas y se convierte en motivo de disputa. Ahí está el error: en darle carta de naturaleza, un lugar que no sea el desprecio, a quien hizo del sufrimiento ajeno un modo de estar en el mundo. Hay asuntos que es obligatorio despolitizar para evitar una pérdida que será de todos, evitar que el porvenir siga condicionado porque la clase política de entonces, tal vez por bisoñez, fue demasiado condescendiente con quienes destruyeron en 1936, incapaces de convencer, la convivencia de este país.

Lo que pasa -y ya lo he dicho- es que después de cuarenta años resulta muy cansado el eterno retorno, esta situación de interinidad que tiene el individuo allí, en el Valle de los Caídos, debajo de una losa que es lugar de peregrinación para hacerse un selfie con el tirano que reposa debajo de seiscientos kilos de mármol. Hasta ese punto llega la frivolidad de la sociedad contemporánea.

Teletipo de Europa Press en el que se informa de la muerte de Franco. EUROPA PRESS

Precisamente porque se ha convertido en un símbolo a Pedro Sánchez le toca ahora la gran responsabilidad de no hacer de la exhumación un espectáculo, de cerrar con firmeza y para siempre este culebrón interminable que nos agota, el anclaje que nos recuerda un momento de debilidad en los albores de la democracia. Hay que ser exquisitamente cuidadosos, porque lo que está aquí en juego es la fragilidad de la emoción de los huérfanos por su causa, de los hijos de esos huérfanos, de las personas que no olvidan desde la serenidad, para evitar que se repita de nuevo, para no dar oportunidades a quienes pretendan imitar tanta maldad. Ya lo decía Mariluz Escribano, la poeta de la voz limpia y el corazón inmenso incapaz de guardar rencores, esa que no comió pan de padre por causa de la guerra: “Es tiempo de paz./ De paz y de memoria”.

publicado en IDEAL el lunes 30 de septiembre 2019

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