No hay reparación más grande para esa sangre derramada que una memoria serena y verdadera, como pedía Julia Conesa en la carta que dejó para su madre,

Era Madrid, 1939, en un agosto vestido de sombra y de tortura, de asesinatos y de espanto para las personas que anhelaban libertad y justicia. Con el alba acercándose con su paso lento de primeras luces seguramente hubo un silencio hondo, de esos que presagian que el dolor y el sufrimiento van a tomar por la fuerza de la sinrazón toda posibilidad de futuro. No hubo juicio ni derecho, sólo torturas, un sufrimiento infinito y los pies descalzos en el hacinamiento de la prisión. Y después, en el paredón, muerte con un tiro de gracia. Trece veces muerte, las balas asesinas truncando la existencia recién florecida de trece muchachas valientes que cantaban y reían pensando el porvenir, que eran espigas de oro en trigal alegre, campo de amapolas creciendo en primavera, ilusión detenida y anhelo de futuro, ésa palabra prohibida cuarenta años de penumbra, de terror y venganza, de prisión y tiranía, de sufrimiento infinito.

Pero ellas aún no lo sabían, nunca lo supieron, porque no las dejaron vivir. Sencillamente. La ira en estado puro, la rabia y la maldad irracionales, los bajos instintos habían tomado España por la fuerza, una España que se desangraba por los cuatro costados y que sacrificaba a sus hijos, a sus hijas, en una locura colectiva y brutal liderada por un tipo llamado Franco, el que firmó su sentencia una semana después de su fusilamiento. Así funcionaban los golpistas y ellas fueron víctimas propiciatorias en un sacrificio orquestado.

Muchas eran casi adolescentes, tenían aún la ingenuidad en las pupilas y las ansias de verdad y de decencia escritas en cada gesto, en esas manos blancas de quien, sin cometer el más mínimo delito, sólo ha defendido una bandera, la de la esperanza en la democracia. Habían nacido para tener vidas humildes: de costurera, de secretaria, de cobradora de tranvías que ya no tenían destino. No aspiraban a más, sólo a defender esa pobreza limpia con la quimera de las ideas frente a las hordas asesinas, pero no las dejaron. La consigna era sangre, sangre, sangre.

Y tenían nombres, unos nombres que hay que guardar para la Historia en un pañuelo blanco, con una rosa sangrante bordada en una esquina, para que no se olvide, para que no sea en vano el sacrificio de Carmen Barrero, Martina Barroso, Blanca Brisac, Pilar Bueno, Julia Conesa, Adelina García Casillas, Elena Gil, Virtudes González, Ana López Gallego, Joaquina López Laffite, Dionisia Manzanero, Victoria Muñoz y Luisa Rodríguez de la Fuente. Por eso quiero nombrarlas una a una para exigir decencia frente a la difamación, contra la inmoralidad execrable de tipos como Ortega-Smith, que quieren hacer de la mentira una estrategia de manipulación. Porque en política deberían existir los límites a la iniquidad cruel y malintencionada, impedir esas calumnias repugnantes que buscan pervertir la verdad y justificar radicalismos. Ellas murieron inocentes, como millones de españoles. Por eso no hay reparación más grande para esa sangre derramada que una memoria serena y verdadera, como pedía Julia Conesa en la carta que dejó para su madre, su última voluntad hecha palabra viva: “que mi nombre no se borre de la historia” . Así sea, Julia. Y que en cada atardecida un ruiseñor gozoso eleve su canto al cielo inmenso sobre la tierra leve que os cubre, como una canción de cuna interminable. La nana eterna de las Trece Rosas.

Remedios Sánchez

PUBLICADO EN IDEAL

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