Es difícil ser anciano en esta sociedad del desamparo, del utilitarismo, de la falta de humanidad y de empatía. Hemos ido perdiendo poco a poco lo que nos hacía personas, lo que nos identificaba como miembros de una sociedad donde los mayores siempre fueron el eje sobre el que pivotaba todo.

Tienen el pelo de plata, las manos cansadas y un estoicismo apacible que se ajusta a la lentitud de sus movimientos, a esa intuición de las goteras que se abren en la techumbre del cuerpo, herido en mil batallas, curtido por la lucha diaria que es vivir. Observan pasar la vida con los ojos en un punto fijo, y es su mirada la contemplación del recuerdo, una afonía de invierno presentido al que van llegando, despaciosas, las noticias del ábrego, el rostro de la ausencia que es un miedo hondo, como de noche oscura que aprieta el alma con garras de halcón. Es la constatación de que hay silencios que son puñales clavados en el viento con esquirlas de plata que sólo se ven cuando se presta atención. Y yo sé que les duele, que les falta calor, el abrazo de los hijos que se fueron distanciando casi sin darse cuenta, la risa de los nietos conforme crecen y van a lo suyo, la palabra sentida del amigo que ya no existe y que sirvieron en otro tiempo para ahuyentar tanta incomunicación cuando la vida se convierte progresivamente en una época de mirar a la muerte de frente, sabiéndola tan cerca.

Sentados en la plaza, agarran el bastón como quien se aferra a una esperanza y vigilan el vertiginoso transitar de la gente, las palomas grises en sus vuelos cortos y ese caer incesante de las hojas que han convertido todo en derredor en un sendero de amarillos que transforma el paisaje en otoño de escarcha. Y repasan otros años, cuando la juventud era trabajo de sol a sol, los amores primeros, esa boda que fue el principio de todo: de la casa, de los niños, del sacrificio para darles el porvenir que ellos nunca tuvieron.

Han labrado un camino de oportunidades que ahora sólo se reconoce con un desprecio amargo, la verificación de que a veces, la descendencia no está a la altura moral, ética y humana de quienes les han abierto los ojos al mundo y les han dado todo lo que pudieron. Será por eso que produce tanta angustia, que es el estallido en la cara -ya cubierta de surcos imborrables- de un fracaso que no es suyo sino de la nueva generación, de esos otros que lo han tenido todo a su favor y lo han malbaratado a fuerza de ultrajes a la memoria, a lo que representan sus padres.

Es difícil ser anciano en esta sociedad del desamparo, del utilitarismo, de la falta de humanidad y de empatía. Hemos ido perdiendo poco a poco lo que nos hacía personas, lo que nos identificaba como miembros de una sociedad donde los mayores siempre fueron el eje sobre el que pivotaba todo. Hemos evolucionado, dicen algunos. Existen más medios, afirman otros. Pero yo sólo veo su corazón de gacela herido y asustado ante lo que desconocen, esa soledad de gaviota que vuela sola cruzando océanos, las ruinas que van marcando el compás de lo que debió haber sido. Ahora, llegará la nieve y les coronará la frente, mientras en las aceras venden los últimos nardos de la temporada, esos que son más fragantes porque han conocido la lluvia. Es noviembre en el calendario y sienten frío, un frío que no puede abrigarse porque es ya de mármol. Mientras, la tarde se va apagando por momentos.

REMEDIOS SANCHEZ publicado en Ideal el lunes 18/11/2019

foto: abc mayores

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