En este año  se cumplen 83 años de la desbandá, la salida precipitada de la población civil de Málaga ante la llegada inminente del ejército nacional, hecho histórico que supuso una matanza incalificable.

Últimamente no pongo en mi blog los relatos que voy escribiendo, por si terminan en un eventual libro, pero esta triste efeméride merece saltarse mi propia regla, así que ahí va mi cuento:

 

A Antonina Rodrigo, esforzada investigadora de las mujeres comprometidas, soslayadas o represaliadas

        Marcial y Pepe, con el pretexto de darle al nieto un paseo por el puerto, aprovechan la mañana malagueña. El frío los obligará pronto a volver a la casa en que ahora comparten sus soledades y su desazón. Se conocen desde hace muchos años, aunque el grado de confianza no siempre ha sido el mismo. Han vivido en barrios colindantes y han coincidido muchas veces cuando sus hijos eran pequeños y los sacaban para que les diera el aire. Más adelante don Marcial fue el maestro del pequeño Fernando, hijo de Pepe. Eso les obligó a estrechar la relación entre ambos, siempre respetuosa y cordial. Lo que nadie podía prever por entonces es que el chico de Pepe y la propia hija de don Marcial acabarían enamorándose y, finalmente, casándose. Al principio, Pepe le llamaba don Marcial y lo trataba de usted.

        Marcial, formado en las ideas de la Institución Libre de Enseñanza, moderado en su pensamiento, con ideas igualitarias, defensor de los derechos del individuo, de los débiles, siempre sintió un respeto reverencial por la educación popular, gratuita y laica para todos, especialmente para la gente sencilla. Cree no haber hecho jamás daño a nadie, al menos de forma consciente, y hasta hace muy poco su conciencia le ha dejado dormir tranquilo. Pero todo ha cambiado tanto en tan pocos años, que ahora no ve más que sombras que le han robado el optimismo y la alegría de vivir, que han sembrado el vago temor de que ese niño huérfano les sea arrebatado de una manera u otra.

        Su consuegro, Pepe, es un hombre que no ha tenido otra escuela que la de la supervivencia. Ha desempeñado varios oficios a lo largo de los años: camarero, albañil, dependiente en una zapatería, viajante de comercio… Jamás ha pasado por su cabeza una convicción política, un sistema de pensamiento, un principio ideológico. Solo lo que cualquier hombre justo y bueno puede albergar en su corazón: un deseo de justicia, de un reparto más equitativo de la riqueza, un irreprimible sentimiento de asco hacia los señoritos zánganos que no han doblado el espinazo en la vida, un afán por llevar una vida tranquila, por vivir de su esfuerzo y superar por sí mismo los problemas.

        Cada uno desde su óptica han vivido horrorizados la violencia de los últimos años, tanto que sin ser monárquicos han echado de menos el relativo orden de la etapa de Primo de Rivera. Ambos se entusiasmaron cuando llegó la República, pero esperaban otra cosa, algo más acorde con sus maneras de entender la vida. Han sufrido la mayor decepción y cada convento quemado, cada acoso a gentes de la derecha, cada asesinato, les han producido una sensación de horror, al igual que los asesinatos a cargo de sicarios pagados por la derecha, pero esas cosas entraban en lo que entendían por previsible. Sin embargo, lo de la República…

        Marcial ha hecho reflexiones profundas, con base filosófica, en tanto que Pepe solo ha alcanzado la crítica inmediata del hombre de la calle, sin fundamentación teórica, con un intuitivo, instintivo casi, sentido del bien y del mal, de lo que hay que aceptar y lo que se debe rechazar si se es honrado. Los dos saben lo que es ver derrumbarse sus expectativas, o peor aún, la llegada del dictador y de la guerra. Agazapados en la ciudad, sin saber lo que pueda pasarles, esperan los acontecimientos y el final más rápido posible de aquella injustificable guerra entre hermanos.

        El niño parece feliz a ratos y mira cómo las gaviotas se lanzan en picado sobre los peces.

        —Mira, ha sacado un boquerón, abuelo —señala Lolo con el dedo.

        Ambos rompen su silencio pétreo para contestar al chiquillo.

        —¡Qué mala, la gaviota! ¡Cómo se ha llevado al pobre pececillo…! —responde Marcial, al tiempo que piensa en mil analogías que encuentra en la anécdota: el abuso de quien tiene algún tipo de fuerza sobre los más débiles, la crueldad de la vida, la violencia, la brutalidad…

        —¡Pobre boqueroncillo! —le dice el abuelo Pepe, que ve en su nieto una víctima irreparable del sinsentido, un diminuto boquerón que, a sus tres años, ya ha sido devorado por las circunstancias y aún puede ver agravada su situación por leyes perniciosas e injustas que se están implantando. ¡Y que se quede en eso, pues si lo perdiera…! ¡Si se lo arrebataran…! No quiere ni pensarlo, aunque no consigue quitárselo de la cabeza. No sabe lo que sería capaz de hacer…

        Lolo ve una lagartija entre los gigantescos bloques de piedra que dan consistencia al muelle y la persigue, lo que le hace olvidar la gaviota, que tanto lo ha conmocionado solo un instante antes. Hurga en las grietas con un palito y lo arroja al mar cuando no consigue que salga el animalejo.

        Los abuelos siguen metidos de lleno en su preocupación. Hace cuatro años que Fernando y Manolita se casaron. Ella, educada por su padre, era una mujer culta, reflexiva, moderada, justo lo contrario de Fernando, cuyos avenates radicales e incluso violentos, sus agresivas opiniones políticas, su defensa de la violencia y la justificación de los crímenes asustaban tanto a don Marcial como a Pepe y Victoria, que no habían sabido transmitirle a su hijo el sentido de moderación que, en medio de una guerra civil, hubiera resultado tan necesario.

        Fernando, dos años mayor que Manolita, había sido alumno de Marcial. Este lo conocía bien. Sabía de su agresividad, de su carácter díscolo, de su genio incontrolable, de su naturaleza impulsiva. Había tenido que hacerle reflexionar muchas veces. En calidad de maestro del niño conoció a Pepe y Victoria, sus consuegros. Después Fernando empezó a hacer pequeños trabajos por lo que abandonó la escuela.

        —Una pena, miren ustedes. Fernando —les decía el maestro a quienes con el tiempo se convertirían en sus consuegros— es muy inteligente y se lo han llevado cuando empezaba a dar muestras de madurez.

        —Sí, don Marcial, pero es que en casa hacen falta los cuatro chavos que él gana. Ya me gustaría a mí que mi hijo pudiera seguir estudiando —le respondía, agradecido, Pepe—. Yo quisiera que mi hijo estudiara una carrera, ya que yo no he pasado de leer, escribir malamente y las cuatro reglas, pero mi casa está llena de necesidades, ¿sabe usted?

        Marcial se ofreció a darle clase por las tardes en su propia casa. Lo hacía con otros chicos en los que veía alguna capacidad especial. Junto a ellos, su hija Manolita, una preadolescente que tenía la misma belleza que Manola, su madre. Estaba convencido de que separar los aprendizajes por sexo era una barbaridad que solo producía más oscuridad sobre el tema tabú de la sexualidad, más prejuicios que solo la moral dominante avalaba con una absoluta hipocresía. Y el chico le gustó a la niña, que empezó a suspirar y a experimentar las languideces del primer enamoramiento. O de las primeras hormonas, como aseguraba su padre, que prefería explicarle con todo realismo a su hija los fenómenos que descubría poco a poco en su propio cuerpo y en sus emociones.

        Finalmente, Fernando encontró un trabajo en un taller mecánico en Madrid y tardó años en volver a Málaga. Con los ahorros pudo quedarse con un taller. Ya era un empresario, lleno de deudas, pero un hombre situado. Cuando abrió el negocio fue a saludar a don Marcial. Ahora Manolita era una mujer hermosísima que preparaba oposiciones a maestra, mientras acompañaba a su madre, aquejada de una gravísima dolencia cardiaca. Se miraron a los ojos con una intensidad que dejó claro lo que iba a pasar. Don Marcial y Manola hablaron con la hija. Le explicaron la forma de ser de Fernando, la fuerza que lo había hecho superarse, las posibilidades que se abrían ante ella… y poco tiempo después, tras la muerte de Manola y el luto, ambos se casaron y se establecieron en una modesta casa de las cercanías. Marcial comprendió el sentido de la palabra soledad, la soledad más desgarrada que jamás había podido concebir, algo que el nacimiento de Lolo le ayudó a sobrellevar.

        El chiquillo se detiene en seco. Se han oído disparos y gritos. Se tapa los oídos y tira de sus dos abuelos obligándolos a tumbarse en la arena. El niño se escurre como una alimaña buscando el refugio de sus dos cuerpos. Ambos se miran. Pepe acaricia al niño y consigue tranquilizarlo. Lolo ya no soporta esos petardos que hace solo unas semanas pedía con insistencia cada vez que Marcial lo recogía para dar una vuelta por el puerto. Ahora le producen un pánico incontrolable. Temen que la experiencia vivida haya dejado secuelas en el niño. ¡Ha sido tan duro! Y ambos hombres, se enrocan de nuevo en sus recuerdos.

        Hace dos meses empezaron a llegar noticias confusas: los italianos habían tomado Ventas de Zafarraya. Si instalaban allí una batería podían deshacer Málaga en unas horas. En cuestión de días, los rumores se multiplicaron sin que nadie supiera determinar ni su exactitud ni su procedencia: que Queipo estaba disponiendo la toma de Málaga, que era cosa de días, que era mejor irse, incluso sin ser sospechosos de republicanismo, que…

        Marcial, Pepe y Victoria celebraron una especie de consejo familiar en casa de Fernando y Manolita. Era mejor irse y la única vía posible era dirigirse hacia Almería. En Málaga podía pasar de todo, desde saqueos hasta violaciones, desde paseos nocturnos hasta detenciones escasamente justificadas. En una guerra, la normalidad deja paso a los peores instintos. Se decía que Queipo incluía en las tropas a los regulares, cuya crueldad se había hecho tristemente conocida. Allí no había la menor seguridad para nadie, menos para las dos mujeres, así que había que irse con lo puesto. Marcial, en cambio, anunció:

        —Yo no me voy. No estoy dispuesto a salir huyendo, como si fuera un malhechor. Siempre he sido un hombre de ideas, un maestro de la escuela pública. Jamás me he metido con nadie…

        —Papá —le hizo ver Manolita—, es cierto que no has hecho daño a nadie, pero eso no te ofrece la menor garantía con estos bárbaros. Representan justamente lo contrario de tus ideas y siempre habrá alguien que te señale como sospechoso de algo. En estas situaciones, cualquiera puede denunciarte para medrar… no olvides las amenazas de doña Patro, tu compañera. Según ella, te tendrían que haber echado del Magisterio hace años por tu agnosticismo, por tu humanismo y tu cultura, tan peligrosos para ella, ahora apegada a Falange y fascista redomada.

        Pepe también insistió:

        —Marcial, no soy quién para decirte lo que tienes que hacer, pero recuerda que te has señalado bastante, que no has pisado una iglesia en los treinta años que llevas aquí, que en los días de semana santa te ibas a la playa… mientras tus compañeros te ponían verde por tu manera de ser. Si alguien canta, eres hombre muerto cualquier noche. Y los demás, tu hija, nuestro nieto, nosotros mismos, te necesitamos vivo.

        —No me voy. Vosotros sí que debéis partir… el problema es cómo.

        Fernando respondió:

        —En el taller tengo el coche de don Juan el del almacén. Me lo dejó cuando se fue de España. Lo he estado arrancando y revisando. Podríamos salir esta misma noche… Pero por favor, Marcial, véngase usted también.

        —Mira, Fernando, mi mujer está enterrada aquí y yo me quedo donde ha estado mi vida más de treinta años. Mi esposa, mi trabajo con cientos de niños, entre ellos tú mismo… ¿Dónde puedo ir que no me sepa a muerte en vida, a claudicación, a cobardía?

        No hubo forma de torcer su decisión de quedarse. Por otra parte, los obuses empezaron a oírse, cada vez más cerca. Ya nadie sabía qué sería mejor, si quedarse o huir cuanto antes mejor. Se supo que Marbella había caído y que varios convoyes estaban llegando por la costa y por Las Pedrizas. Málaga iba a caer en horas. Pepe y Victoria, con Fernando y Manolita junto al niño, se despidieron angustiados de Marcial, pálido y asustado, pero lleno de firmeza. El coche se perdió en dirección a Almería. Desde la playa se divisaba una larga caravana que le recordó una amarga pintura de Brueghel. Sintió un intenso pánico por lo que el destino les tuviera reservado al resto de los suyos.

        Lolo, superado el miedo del tiroteo, se sitúa detrás de los dos hombres silenciosos y empieza a palmearles el trasero. Hacen gestos infantiles como simulando un enfado que no sienten y el niño se ríe. Cuando la broma deja de parecerle divertida se va a mirar unas flores y los dos hombres se envuelven de nuevo en su preocupado mutismo, cada uno pensando en sus cosas, que vienen a ser la misma.

Imagen  tomada de insurgente.org

        Fue hace dos semanas. El día amaneció con un rumor que fue tomando mil formas, pero siempre rodeado de un temeroso sigilo: la columna que huía en desbandada de Málaga había sido masacrada. La siniestra labor había que agradecérsela a tres buques de la Armada sublevada y a su aviación. Se veía a las claras la calidad humana de Queipo. Los rumores hablaban de centenares de muertos. Marcial salía a la playa a ver a la gente que volvía y que eran apresados por los militares que ya se enseñoreaban por la ciudad acompañados de de sus moros. Estos se habían dejado sentir bastante, no ya solo por los desfiles triunfales y los gritos, himnos y saludos fascistas, sino por los paseos que llenaban las noches de luto y detonaciones, por el temeroso rumor que se propalaba sobre fusilamientos que nadie podía avalar ni desmentir. A veces se arrepentía de haberse quedado. Sus ideas no podían traerle nada bueno.

        Y hace cinco noches, en plena madrugada, unos suave golpes en su puerta le hicieron pensar que venían a por él, pero cuando abrió se encontró con Pepe, que traía en brazos al nieto dormido. Era la misma estampa del agotamiento: demacrado, ojeroso, sucio y hambriento. Antes de decirle nada, se echó a llorar y Marcial lo comprendió todo. Victoria, Manolita y Fernando habían caído. Pepe y el niño se habían salvado de la bomba por haberse apartado del coche para que el niño evacuara. La vida las gasta así y no hay vuelta atrás. Hundido, le contó a Marcial el espectáculo al completo: el silbido de la bomba, el echarse a tierra, el volverle la cara al niño para que no pudiera ver lo que parecía tan claro. Y la sensación de impotencia. Le ahorró los detalles más escabrosos: la explosión atronadora, las llamas que envolvieron al coche, el silencio absoluto y la desolación más sangrante y dolorosa y trágica. Estaban solos, cerca de Torrox. Pepe recordaba su perplejidad. No sabía qué determinación tomar: si seguir el camino hacia Almería o regresar a Málaga. Finalmente optó por dar un gigantesco rodeo para evitar las carreteras y los accesos normales a los pueblos y a la propia Málaga.

        —De noche, Lolo es una pura pesadilla, un angelito que gime presa del miedo. El primer día me preguntó por sus padres y por la abuela Victoria. No supe qué decirle —le cuenta a Marcial—. Lo entretengo cada vez que saca el tema. Ahora parece más sereno…

        Intenta sacar de su imaginación ese bombardeo que lo ha dejado mucho más solo, pero no consigue evitar que mil dolorosas imágenes se adueñen de su conciencia, que las lágrimas fluyan, que sienta un angustioso desgarro. Agradece al destino que Manola no haya vivido para presenciar tanto horror. Y siempre la sombra de Lolo, del peligro que corre, siendo nieto de un huido y de un librepensador. ¿Qué suerte van a correr los tres? ¿Quién será el que dé el chivatazo y qué sucederá después? ¿Algún vecino? ¿La propia doña Patro, su compañera del colegio de niñas? ¿Cuántas amenazas los rodean?

        Pepe lo ha obligado a abandonar su casa. Ahora viven los tres juntos, aunque nadie sabe si es mejor así. Pepe considera que a él lo más que pueden hacerle es preguntarle por el resto de su familia. Siempre se podrá mentir para ver si cuela: se han ido al pueblo de su mujer y no sabe nada. En cambio, Marcial es carne de cañón. Los que han ocupado la ciudad no soportan que alguien piense con libertad. Pensamiento y libertad, dos palabras proscritas de la España que empieza a nacer sobre un lecho de fusilados y humillados.

        Marcial, consciente de lo que le espera, ha ido tomando una serie de precauciones. Ha ocultado la mayor parte de su biblioteca, los libros más comprometidos, que en realidad no son sino lo más sano del pensamiento occidental, tan distinto de la barbarie que les amenaza. También ha ido al banco y ha retirado todo el efectivo, que ha entregado a su amigo para la crianza del niño. Se ha deshecho también de fotos, revistas y objetos muy queridos: cartas de Fernando de los Ríos, libros teóricos de la izquierda, láminas históricas que ha usado en la escuela… También ha hecho una buena limpieza en su aula, pero no se engaña. Sabe que todo ese esfuerzo no implica garantía alguna ante el fanatismo y la sinrazón.

        Los dos abuelos acaban de tener una discusión bastante acalorada: Pepe le ha sugerido a Marcial que si se cruzaban con militares o falangistas respondiera al saludo a la romana. No era sino un gesto, pero un gesto que podía salvarles la vida.

        —Sí, pero es también un gesto que implica complicidad con la barbarie. Haz el saludo tú, que lo entendería, pero no me pidas que me sume a esta…

        —Es solo un gesto —le interrumpió Pepe con cierta ira—. Un simple gesto que puede salvar a nuestro nieto, Marcial.

        —Es mucho más que un gesto, Pepe. En el simple ademán de levantar un brazo puede estar la claudicación absoluta ante unas ideas que desprecio.

        —Marcial, por favor, no seas como mi pobre hijo Fernando, al que tanto le criticabas su soberbia. Es también un gesto que te puede salvar la vida. Una vida que necesita Lolo. No nos tiene más que a los dos. Hazme caso, por favor…

La desbandá (imagen de Google)

        La conversación se detiene porque se oye un coche que se acerca. Ambos quedan demudados. Unos falangistas se bajan y les piden que se identifiquen. En el coche va doña Patro, vestida de falangista. Evita mirar a Marcial, que no sabe qué hace allí su antigua compañera ni qué puede esperarse de ella. ¿Viene en calidad de denunciante, de defensora, de mero testigo? No conoce de nada a los otros dos hombres, así que doña Patro solo puede ser la delatora. Esta vez le van a dar un paseo y se lo van a quitar de en medio como si se tratara de un animal rabioso o de un apestado. No lo conocen de nada, salvo su compañera, pero la crueldad no necesita razones: le basta con la arbitrariedad y la fuerza. Se vuelve a Pepe, después a Lolo. Se lo imagina entregado a una familia del nuevo Régimen, alguien poderoso con afanes maternales. O tal vez hagan de Lolo un fascista a base de consignas en un centro de huérfanos. Un vago temblor le recorre la espalda. Sabe que no es miedo, sino una última forma de callada rebeldía.

        A Pepe no lo molestan, pero a Marcial lo obligan a subir al vehículo. Van al Gobierno Civil, le dicen. Los modales son imperativos y no dejan la menor duda sobre la gravedad de lo que puedan imputarle. Marcial intenta no perder la dignidad y sube simulando una tranquilidad que no siente. Pepe estrecha su mano y aprieta la del niño.

        —¿Adónde vas, abuelo? —pregunta Lolo con miedo, como si intuyera la realidad.

        —A dar un paseo con estos amigos, Lolo. Pórtate bien y no des disgustos al abuelo Pepe.

Alberto Granados

foto: eldiario.es

https://albertogranados.wordpress.com

 

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