Y ahora que nada es igual, y yo lo sé, los viernes la casa acoge mis pasos con voluntad de amparo, de calma y de sosiego. Abro la puerta y pienso: – Esta no es mi casa.

Pero sin embargo lo es, aquí encuentro mis cosas, mis libros, aquel cuadro de lluvia con tristeza, el grabado de Montijano (siempre Dolores Montijano ha de estar cerca, protegiendo la creatividad inmensa con su corazón sereno y su humildad por bandera), o esa mano a punto de alcanzar la granada, que fue el regalo postrero de Claudio Sánchez Muros, tan delicado, tan elegante, tan amigo cordialísimo siempre. A mi derecha están, siento su presencia, para hacer habitable el mundo ahora que hay un hueco de silencio en la enramada y no cantan los pájaros su trino de primavera. Algo más lejos, Maldonados y Rodríguez Acosta dan el color necesario a la estancia en la que escribo cada semana una columna donde se sostiene una memoria, la mía, una verdad que comparto y que lanzo al mundo como lanzan los pájaros a sus polluelos adolescentes, esperando que sobreviva y vuele, que le dé un relámpago de quietud al lector o un motivo de reflexión compartida como guiño de amistad. Luego están los libros, infinitos libros de poetas que prestan su verso como quien regala una flor que no pierde jamás su perfume primero. Se acomodan en las estanterías y miran pasar la vida esperando que unos dedos ágiles pasen sus páginas para alimentar la imaginación o la esperanza, tanto da.

La casa, esta casa, se incendia en los crepúsculos y dedica una mirada rápida al horizonte de montañas, a esa Sierra Elvira que es grisura, para luego, afanosa, centrarse en sus quehaceres. Alguien imprescindible me insistía antes, remedando a Lorca: el silencio, hija mía, el silencio. Búscalo. Un silencio lorquiano, “donde resbalan valles y ecos/ y que inclina las frentes/ hacia el suelo”. Ahora me acompaña muchos ratos ese silencio necesario, que ya no pesa, mientras el tiempo transcurre en forma de días y de meses, de lunas del calendario, de estrellas que se inflaman y son luz que se refleja en el agua de un mar invisible y lejano, del mar de los fenicios. Todo, todo está muy lejos, pero cabe en una foto fija que guardará la retina eternamente. Es pasado de nostalgia, vívida imagen de risas y enseñanza cotidiana, de canciones de otro tiempo y de palabra que se aprende con esa luz que tienen los veranos. Luego, en Granada, los atardeceres largos en torno a la mesa camilla escribiendo y escuchando para guardarlo todo, una voz extraordinaria y magistral en aquella casa llamada hogar. Y, ahora, cuando el tiempo ha pasado irremediablemente resulta necesario adaptarse a una casa inmensamente mía, a esos libros que casi nunca se abrieron, al escritorio preciosista de maderas indias del despacho. Hay que acostumbrarse a vivir, a mantener la casa encendida. Debemos aprender a construir un hogar distinto, nuevo, con cenizas de sombra.

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