Sheet of Music --- Image by © Lanny Ziering/Brand X/Corbis

Cualquier pieza musical lleva consigo un contexto, lo que la hace menos inocente de lo que parece. Una melodía suele llevar consigo una intención: las marchas militares, la exaltación del heroísmo; los himnos nacionales, la gloria del país; la música religiosa, la piedad…

Todas estas piezas musicales están compuestas para provocar una emocionalidad nada aleatoria, sino perfectamente estudiada. Incluso hay ocasiones en que a ese poder denotativo de la música se le adhieren componentes emocionales por motivos ajenos al compositor: Wagner no podía suponer que su música iba a ser utilizada como seña de identidad de la exaltación nazi de la realidad aria. Ni José Afonso podía calcular que su Grandola, villa morena iba a convertirse en 1973 en el himno oficioso de la revolución de los claveles y en símbolo de enfrentamiento a cualquier dictadura. En cualquier caso, hay contextos que potencian esa capacidad emocional que la música, si está bien compuesta, debería proporcionar a nuestra sensibilidad.

Tengo sentido del pudor y siempre he tratado de dejar lo emocional para mi ámbito privado y ser analítico y frío en público, pero percibo que mi sensibilidad anda exacerbada estos días de cifras catastróficas y de un amenazante apocalipsis de fallecidos e infectados. Y como me paso un montón de horas oyendo música me ha dado por reflexionar sobre esa capacidad que la música tiene para despertar emociones y llevarlas al límite, algo que los productores aprendieron con la aparición del cine sonoro, encargando las bandas sonoras a compositores destacados, auténticos profesionales del cine musical.

Una buena música puede enfatizar un aspecto que guionista y director deseen potenciar y si el montador es hábil el resultado puede ser notable. Pero además el uso social de una melodía puede convertirla en una especie de himno que las redes convierten en un fenómeno viral. Recordemos la secuencia en que José Luis Sampedro (Mar adentro, de Alejandro Amenábar, 2004), encarnado por Javier Bárdem, sueña con un vuelo que lo arranca de la cama donde la parálisis lo mantiene mientras espera que alguien le ayude a suicidarse. La secuencia contó con el aria Nessun dorma, de Turandot. Ni el texto, ni la melodía tienen nada que ver con la eutanasia, ni las leyes de suicidio asistido, ni con la actual pandemia. Pero el valor reivindicativo de la película se ha asociado al de la pandemia y estamos recibiendo cientos de whatsapps con el aria de Puccini. Y a otro nivel, el olvidado Resistiré del Dúo Dinámico ha pasado de ser una simple canción ligera a ser todo un himno a la supervivencia, un himno que nos arranca un nudo cada vez que suena cerca y en el actual contexto. La música estaba ahí y su capacidad emocional la hemos añadido nosotros, amenazados y gregarios.

 

 

 

Otro ejemplo. En una representación de Nabucco (Roma, 2011), en el 150 aniversario del estado italiano, tras sonar el llamado coro de los esclavos (Va pensiero), el público pide un bis, algo habitual en esta ópera. El director, Riccardo Mutti, se vuelve a los oyentes y recalca que en el texto de la ópera de Verdi se habla de mia patria si bella e perduta (mi patria tan bella y perdida) y arremete contra la política cultural de Berlusconi. Tras un pequeño mitin, invita a los oyentes a participar en el bis. El efecto es demoledor: el coro, el público y hasta el propio Ricardo Mutti terminan emocionados y llorando. En esta ocasión, la reacción coincide con la intención del compositor. Nabucco (1842) habla del pueblo judío esclavizado, pero Verdi escribe la ópera cuando Italia se ve amenazada por la ocupación austriaca de territorios del norte.  Verdi camufló su mensaje reivindicativo cambiando la época, pero su público supo entender el guiño musical y llegó a interpretar el apellido del compositor como “Vittore Emmanuelle, Re de Italia”, tan intenso era el deseo nacionalista y unificador, que no cristalizaría hasta unos años después.

 

Un ejemplo más: un concierto en que se interpreta parte de la banda sonora de “La lista de Schindler”. Entre la orquesta hay una intérprete ocasional: Davida Scheffers, que sufre una dolorosa enfermedad neuromuscular que le ha impedido dedicarse profesionalmente a la música y que accede excepcionalmente a una orquesta sinfónica tocando el corno inglés por ganar un concurso televisivo de talentos. Su hija se emociona entre el público vigilada por la cámara, el día que cumple 18 años. El apellido parece ser judíos, la película trata del holocausto… La emoción lo llena todo. La de Davida y la de cualquiera que conozca la intrahistoria de lo que está oyendo. Música y vida no son elementos estancos. Si lo sabré yo, que he sido incapaz de oír el Réquiem de Mozart durante muchos años por una dolorosa pérdida.

Al menos, las emociones que está despertando la música con ocasión de la pandemia son positivas: permiten que empaticemos con quienes se juegan la vida cada día por nosotros, que salgamos de nuestro individualismo, que nos demos el lujo de dejar escapar una lágrima (hoy podemos, dentro de unos días no estamos seguros), que pensemos en los demás, que sonriamos a los vecinos… y sobre todo, que disfrutemos ese tesoro inagotable que se construye con sólo unas cuantas notas y que nos llena el alma: la música.

Alberto Granados

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