¿Por quién doblan las campanas? por Alberto Granados

A Fernando de Villena, escritor y amigo

  1 Suenan los bronces

        Benigno, el campanero de Santa Mónica, va contando mecánicamente las escaleras que lo conducen hasta lo alto de la torre. Ha recibido el recado de doña Martirio: que se esmere al doblar a muerto, que para eso se trata de su marido, que a pesar de todo se merece un buen doble, faltaría más. Que ahí está ella para pagar un buen campaneo.

        Según su hermana Matilde, Benigno es muy leído y muy escribido, eso de siempre, sobre todo desde que estuvo de machaca del sargento Suárez, ni más ni menos que en la escuadra de gastadores de El Pardo. Casi dos metros de soldado bien vestido, marcando el paso como un emperador romano, con una prestancia y una marcialidad que impresionaban. Matilde lo cuenta siempre usando las mismas palabras que le ha oído a su hermano, pues ella no sabría decir esas cosas sin la ilustración que Benigno irradia.

       El campanero sabe que le faltan cincuenta y ocho escalones, que sube a la carrera, con la excitación de un niño. Un momento para recuperar la respiración y en cada brazo una cuerda para hacer un doble como Dios manda. Después irá a la casa del muerto, a dar el pésame y a dejarse ver, seguro de que la gente lo felicitará por lo bien que ha doblado la muerte de don Roque. Está preocupado por extraer esa excelsa musicalidad que solo a veces consigue imprimirle a la Santa Gertrudis y a la Santa María, las dos campanas  de bronce cuyas inscripciones hace tiempo que dejó de alcanzar con la vista, pues ya está mayor. Le preocupa la imagen que proyecta en la gente del pueblo. Tal vez la de un ilustre compositor y, como le gusta echarse flores, sueña que el paisanaje se preguntará por quién doblan las campanas. Él leyó el libro en la biblioteca del hogar del soldado y aún lo recuerda, igual que el nombre del autor, Jemingüey, un americano que se pegó un tiro (Dios se apiade de su alma). Le pareció una novela demasiado republicana y se preguntó entonces qué militar lo habría adquirido (jamás usaba el verbo comprar) siendo un libro tan contrario al Régimen. Tal vez la ilustración de la portada, en que se veía una miliciana, habría despistado a algún teniente, que creería haber visto en aquella mujer una esforzada campesina de la nueva España.

       Con la autocomplacencia de un artista del Parnaso empieza a tirar de las cuerdas. Se imagina a sí mismo como un director de orquesta sinfónica, concentrado en extraer el alma de aquellos bronces (nunca hablaba de campanas, sino de los bronces, que lo leyó en Espronceda). Siente la tremenda responsabilidad del artista que no quiere defraudar a su audiencia. Sabe que la gente saldrá de sus casas para preguntar quién es el finado (otra palabra que se trajo de la villa y corte) y que en un rato todo el pueblo se habrá enterado de la muerte de don Roque.

2 Don Roque

       Benigno llega al velatorio y busca algún allegado, pero solo encuentra a unas vecinas que bisbisean rosarios, uno tras otro. Hombres hay pocos todavía, así que se acerca al túmulo donde reposan los restos de aquel hombre contradictorio y violento, pero indiscutible en aquel pequeño ecosistema local.

       Pepe el del banco se le acerca y le comenta por lo bajo:

       -Una apoplejía, ha dicho don Santos. Comía y bebía mucho. En fin, que le llegó la hora. Que Dios lo arregle.

       Benigno observa la calva del muerto, que espejea los brillos de los cirios. Una palidez mortal tiñe las facciones de aquel hombre (Benigno se admira de lo bien que le ha salido ese pensamiento, del estilo con que se lo ha contado a sí mismo).

       -Ha sido un gran pecador, pero Dios, en su infinita misericordia, se apiadará de su alma –y traza una ligera señal de la cruz, disciplinada y canónica, como se la enseñó don Rafael hace casi cincuenta años en la escuela del Soto.

       Un creciente murmullo hace que Benigno y el banquero se vuelvan. Las señoras dejan aparte el rezo del enésimo rosario y miran hacia la puerta de la casa.

       -Eso va a ser que viene la familia –aventura Pepe.

       -Es que un velatorio sin deudos… –apostilla Benigno, siempre tan remilgado en el uso de la lengua cervantina.

       En efecto, llega una masa de personas y se oyen unos lamentos de plañidera que se acercan (paulatinamente, añadiría el campanero). El salón se ha llenado de gente, tal vez movida por la morbosa curiosidad que la situación genera. No todos los días se muere alguien separado de su mujer y el pueblo ofrece tan pocas irregularidades en su rutina, que espiar las reacciones de doña Martirio y sus dos hijos es todo un espectáculo que nadie quiere perderse.

       Benigno da un suave codazo a Pepe:

       -¿Cómo crees que reaccionará la viuda?

       -Tendrá que hacer su papel. Por lo menos hasta que se abra el testamento. Tiene mucha competencia. ¡Tuvo tantas queridas y tantos bastardos que nadie sabe nada! Tiene que aparentar…

       La viuda, flanqueada por María Elena y Roquito, hace su entrada en el salón. La puesta en escena es perfecta. Doña Martirio se ha quitado el hábito del Nazareno, morado con cíngulo dorado, y viste un sayal negro. Viene sin una sola alhaja, con la cara contraída por un imaginario dolor que todos se preguntan si es sincero, y trae bajo el brazo un libro de misa. María Elena llora con una creíble sinceridad desprovista de alharacas y Roquito, muchacho de escasas luces, sonríe sintiéndose protagonista por una vez en su desangelada vida.

       -¡Ay, Roque mío! ¡Que Dios te perdone todo el mal que has hecho y te premie lo mucho bueno que ha habido siempre en ti y que tú, impío, has malgastado! –el planto le sale bordado y provoca muchos nudos en las gargantas, de quienes consideran una santa y mártir a aquella mujer. Benigno hubiera aplaudido con gusto, pero se aguanta las ganas por respeto.

       Hay sollozos, un amago de vahído, ofrecimiento de sales, abanicos y, sobre todo, espectacularidad. Huele a cera y a flores, a tabaco y a anís y las vecinas acuden a consolar a los dolientes, a los que expresan sus sentidos pésames.

       Doña Encarna, la maestra, se dirige a la viuda:

       -Martirio, deberías pasarte al gabinete. Te he preparado un asiento con almohadones, que ya sabes que después te duele la espalda. Además… –y la mujer titubea- allí estás más quitada de en medio. Ya me entiendes. Tienen algunas tan poquísima vergüenza que son capaces de presentarse en esta casa, que desde ahora volverá a ser una casa decente. Pero no te preocupes, que si viene alguna de ellas, se va a encontrar conmigo y con Patrocinio, que no permitimos ni media tontería. ¡Digo! ¡Con buenas han dado!

       -Gracias, Encarna. Muchas gracias. ¡Qué buena has sido siempre conmigo y cómo te agradezco tanta gentileza! –y mansa como una vaca compungida se deja conducir a la pequeña habitación.

       Se sienta en el sillón preparado por su amiga y llora amargamente el fracaso global de su vida. Roque parecía tan bueno cuando la pretendió… El negocio iba bien, tanto que incluso superó los azares de la guerra, con los artículos escondidos y vendiéndolos de forma casi clandestina y solo a clientes seleccionados que pagaban bien. Después, Roque empezó a vender a crédito. Súbitamente don Roque (el don le cayó entonces como una bendición social) era inmensamente rico, aunque malas lenguas decían que se había aprovechado de la situación a base de estraperlo y préstamos a intereses abusivos. Fue en esa época cuando se casaron, ella con veintisiete años y él con cuarenta y tres. Todo fue tan bien al principio que aquella casa era una bendición del Señor. Después nació María Elena y desde entonces ella estuvo siempre mucho más remisa al acercamiento carnal. Por otra parte desde que Roque supo de su embarazo le prohibió bajar a la tienda. Tenía que cuidarse.

       Con ello, perdió el control de lo que sucedía en el negocio. Allí iban muchas mujeres a comprar tabaco para sus maridos, aparejos para las bestias, jabón, alimentos, carbón, hilos y lanas, almanaques de los de predecir el tiempo… Algunas no tenían con qué pagar y su marido apuntaba en una libreta los importes de las compras. Cuando cerraba la tienda al anochecer, recorría parte del pueblo y de los cortijos para intentar hacer efectivas las deudas de sus acreedores más el interés devengado. Ahí empezó a perderse. Más de una de aquellas mujeres, al no poder hacer frente a los pagos, se encamaba con Roque, pagando así en especie, una triste y desolada especie. Y llegaron los bastardos y las nuevas obligaciones parentales.

       Cuando ella le pedía explicaciones, Roque entraba en un trance feroz y agresivo, de tal forma que parecía un desconocido, alguien muy distinto de su considerado marido de siempre.

       Una de aquellas veces la discusión fue más enconada y él, fuera de sí, la golpeó con saña. Fueron tres bofetadas que le provocaron unos hematomas bajo los ojos y una abundante hemorragia nasal. A la mañana siguiente, Roque, más suave que un guante, le pidió perdón. Se veía un monstruo, le dijo.

       -No tengo perdón de Dios, Martirio. Eso lo sé. Pero yo te quiero. Si puedes perdonarme, hazlo, porque me siento muy mal.

       Martirio lo perdonó y de las efusiones de la reconciliación nació Roquito, un niño simplón y alucinado, siempre atrasado en todo, que le agrió al padre el carácter. Desde entonces desplegó un odio visceral hacia su mujer y el niño. La única que se salvaba de su inquina era la niña, que ya había alcanzado la pubertad y dejaba ver que iba a ser una mujer muy atractiva.

El velatorio (pueblo español), fotografía de Eugene Smith, 1951

El velatorio (pueblo español), fotografía de Eugene Smith, 1951

3 Doña Martirio

       Los golpes, las palizas, se sucedían en aquella casa, ya sin excusas ni perdones. Era una situación insostenible. Don Roque estaba empobreciendo a la familia, pues el número de relaciones adúlteras y de bastardos iba en aumento y eso le costaba una fortuna.

       -Esto no puede seguir así, Roque. Me has convertido en el hazmerreír del pueblo. Eso me duele, pero piensa no en mí, sino en el patrimonio de nuestros hijos, a los que vas a dejar con una mano delante y otra atrás, ya que te estás dejando una fortuna con esas pobre mujeres.

       -El dinero es mío porque lo he ganado yo y hago con él lo que me da la gana, ¿te enteras? Si fueras una mujer como tienen que ser las mujeres, si no pusieras mil pegas cada vez que me acerco a ti, yo estaría aquí, igual que estuve cuando nos casamos, pero no tienes ojos más que para los chicos y parece que yo estoy de más en esta casa.

       -¿Y eso te sirve para justificar lo que estás haciendo? Todo el pueblo murmura y cambia de conversación cuando ven que me acerco. Muchas amigas han dejado de venir a visitarme porque he perdido la dignidad. Y tú, a lo tuyo, a cobrarte en carne joven el pan que comen esas mujeres. No tienes decencia… –el primer golpe interrumpió el reproche. Después vinieron muchas más bofetadas y patadas. Los hijos llegaron y trataron de detener aquella paliza. Roquito, que ya tenía doce años, intentó cogerle el puño sangrante al padre, pero este lo derribó de un puñetazo. El niño, que había recibido el golpe junto al oído, se llevó la mano a la cabeza y sintió un intenso pitido. Desde entonces está sordo del oído izquierdo.

       La chica salió a la calle a pedir auxilio. Media taberna se presentó y entre todos consiguieron parar aquella canallada. Los más cercanos se lo llevaron a la calle, donde lo tranquilizaron. Don Santos, acompañado por don Aquilino, el párroco, llevaron a madre e hijo a la ciudad en el taxi de Vozarrón, en tanto que la hija pasó la noche en la vecina casa de doña Encarna. A la mañana siguiente, médico y sacerdote se entrevistaron con el marido:

       -Esta vez, Roque, te has saltado todas las bardas. Varias costillas rotas, una de ellas ha interesado la pleura, así que tu mujer está grave, muy grave. No se merece esa paliza, pedazo de canalla – le espetó el cura.

       -Y respecto a tu hijo, le has hecho polvo el tímpano, así que si no es por mí, que he conseguido falsear el parte de lesiones, ahora mismo estarías prestando declaración en el cuartel de la Guardia Civil, tal vez acusado de intento de homicidio. Roque, aquí te conocemos y te hemos parado el golpe, pero en la ciudad no eres nadie. Si tu mujer empeora, si llegara a morirse, tú acabarías en la cárcel. Esto no puede repetirse.

       Don Roque, blanco como la cera, ojeroso y sin afeitar, escuchaba las acusaciones sin poder encontrar un mínimo argumento en su defensa. A veces abría las manos en un gesto de impotencia.

       El cura volvió a la carga:

       -Roque, me tendrías que aclarar tu situación. La económica y la familiar. Y con el adjetivo familiar no me refiero solamente a tus dos hijos, sino a la cantidad de bastardos que has ido sembrando por ahí, esas criaturas que han nacido con el estigma de lo ilegítimo sin tener culpa alguna de lo que ha pasado entre tú y sus madres, unas pobres almas que han tenido que vender sus cuerpos para poder comer. Si quieres, te espero mañana en mi despacho de la parroquia. Te hace falta una buena confesión general y arreglar esta injusticia. Y aquí don Santos, ya que está metido de lleno en esto, me gustaría que sirviera de testigo del arreglo que pienso proponerte, una vez oídos tus pecados.

       Don Roque, que tenía mala conciencia, aceptó. El médico también.

4 Don Aquilino

      Lo primero que hizo don Aquilino cuando llegó don Roque fue invitarlo a orar. Ante el desconcierto del comerciante, el párroco aprovechó el momento para hincarse de rodillas y unir sus manos. A don Roque no le quedó más alternativa que hacer lo propio. El cura, que había clavado sus ojos escrutadores y parecía husmear su alma con su nariz aguileña, rezó en silencio un par de minutos que al otro le parecieron interminables.

       -Empecemos por perdonar tus pecados, que parecen ser muchos y muy graves. Ave María purísima.

       Don Roque respondió a mil preguntas llenas de indiscreción. Estaba en las manos de aquel cura lleno de fuerza. Pensó que el nombre del cura, Aquilino, le venía que ni pintado: era un águila, dominadora, imbatible, enérgica, mientras él se sentía una impotente liebre que iba a caer en sus garras.

       Tuvo que contarle sus aventuras amatorias, quiénes eran las mujeres, cuántos hijos tenía con ellas, qué cantidades de dinero les había proporcionado para cumplir con sus deberes de padre… Sudaba copiosamente, pese al frío de aquel destartalado despacho y se veía minúsculo, pequeñísimo, ínfimo frente a la trascendencia que emanaba de los gestos del sacerdote.

       Después tuvo que aclararle la situación económica. El valor del negocio, la renta anual, las casas y fincas, los depósitos bancarios… Todo lo que hasta entonces lo enorgullecía y le daba la moral de un triunfador ahora le sonaba a culpabilidad, postrado ante aquel burgalés escueto y enteco que se había hecho dueño inapelable de su alma y de sus finanzas. Cuando recibió la absolución se sintió aliviado y creyó que el mal rato había pasado, pero don Aquilino lo sacó de su error:

       -Ahora que estás en paz con Dios, tienes que ponerte en paz con tus víctimas. Como ya se trata de algo ajeno a la confesión, don Santos va a estar presente en el compromiso que vas a firmar. Tal vez no tenga la validez de un testamento, pero se te caerá la cara de vergüenza si no cumples lo firmado –y sin dejarle un segundo para reaccionar, el cura se levantó, se acercó a la ventana e hizo una señal. Un instante después, el médico entró en el despacho.

       -Vamos a ver, amigos míos –inició el cura su parlamento-. Roque va a comprometerse a varias cosas que va a firmar ante mí, sirviendo usted, don Santos, de testigo.

       Y de nuevo, lleno de vergüenza, contabilizó sus queridas, sus bastardos y sus bienes, tras lo cual el cura redactó un documento en el que el tendero se comprometía a cumplir con largueza con sus mujeres y sus hijos, a dejar el lodazal de pecado en que vivía, a proporcionar a su esposa, si salía viva del hospital, una casa y bienes para mantener con decencia a sus dos hijos legítimos. Además, don Roque se comprometía a asistir a unos llamados cursillos de cristiandad, que obraban milagros en las almas de los más descarriados.

       Don Roque se vio en manos de aquel hombre aparentemente inofensivo que lo había arrinconado y sometido a base de compromisos. Ni siquiera pensó en su mujer o en la sordera de su hijo, ambos en el hospital, pero sentía la necesidad de salir de allí.

       -Si estás de acuerdo en todo, firma –el cura, sacándolo de sus pensamientos, le presentó un prolijo documento escrito con letra de pendolista, cuyos párrafos había ido desgranando con la aquiescencia del médico y con su entregada falta de resistencia.

       -Pero explíqueme una cosa, don Aquilino. ¿Por qué tengo que ponerle casa a mi mujer y a mis hijos? ¿No tienen ya la mía, la nuestra de siempre?

       -No, Roque, no. Tus hijos no pueden vivir contigo. Te han tomado miedo. Creen que, de seguir juntos, puede volverte el avenate violento y hacerles más daño todavía. Y tu mujer… tu mujer, o lo que quede de ella, jamás aceptaría seguir bajo el mismo techo que tú. En una situación normal, yo ejercería mi labor pastoral para mantener unido el matrimonio, pero tú te has excedido y ahora te toca pagar las consecuencias. Eso sí, a tu hijo tendrás que enseñarle a llevar el negocio. Poco a poco, con dulzura y paciencia. Ya sabes que tiene pocas luces…

       El tendero firmó.

5 La nueva vida

       Roquito volvió pocos días después con el oído vendado. Su hermana lo hizo exhibirse por todo el pueblo para que a nadie le quedara duda sobre la bestialidad de su padre. La gente les preguntaba por la madre.

       -Sigue ingresada. Parece que va a salir de esta, aunque está muy desanimada.

       Don Roque notaba que la gente lo rechazaba y, aunque intentaba estar más amable que nunca con la clientela, percibía en cada mirada, en cada frío saludo, una muda acusación que le resultaba irrebatible.

       “Veremos si esto no me cuesta la ruina”, pensaba a veces.

       Días después, doña Martirio volvió del hospital, demacrada, cojeando y con serios dolores de espalda. De nuevo el cura y el médico se encargaron de poner claras las recientes circunstancias que regirían sus destinos. Ella se mostró muy agradecida y de acuerdo con todas aquellas disposiciones. Fue entonces cuando decidió vestir para el resto de su vida el hábito del Nazareno, medida esta que consideró que marcaría en la conciencia de todo el pueblo su papel de víctima inocente. Recibió el apoyo y la comprensión de toda la gente de bien, aunque al marido le pareció una ridiculez más de su extravagante esposa:

       -¿Dónde irá esa estantigua vestida así? –se preguntaba cada vez que la veía cruzar la plaza.

       Y como el tiempo normaliza las cosas más injustificables, la nueva rutina se impuso. María Elena era ya una mujer adulta que no quería oír hablar de matrimonio y eso que no le faltaban pretendientes, pues además de ser bellísima tenía una renta muy tentadora. Roque hijo (ya odiaba que se le llamara Roquito) se iba haciendo con los entresijos del negocio y ahora era él quien visitaba a los acreedores para cobrar las deudas. Don Roque era una vaga sombra de lo que había sido. No le quedaba alegría ni en el alma ni en el cuerpo, por lo que su disoluta vida había dejado paso a una huidiza presencia que apenas salía de su casa. Había reconocido legalmente a todos sus hijos extramatrimoniales y trataba de encontrarles trabajos a la altura de sus capacidades.

       Jamás aparecía ya por el burdel de la Reme ni visitaba a sus antiguas coimas. El médico había aflojado el control, pero el cura no renunciaba a salvar su alma y aburrir su cuerpo. El tedio se adueñaba de aquel hombre, que cada noche esperaba en su casa la vuelta del hijo con la recaudación para actualizar las anotaciones y guardar el dinero en la caja fuerte. Después el chico regresaba a la otra casa con su madre y su hermana. El comerciante se sentía inseguro, sin nada a que aferrarse. La fiebre religiosa que se adueñó de él tras los cursillos de cristiandad duró apenas lo que dura un fogonazo y después no quedó de aquella efervescencia más que un sentimiento de ridículo, de impostura bajo la cual no había nada.

       Uno de los días de las fiestas patronales, el médico fue a su casa para invitarlo a dar una vuelta. Don Santos, que arrastraba un prestigio impecable, quería liberarlo de su cárcel. A regañadientes, se dejó llevar a la verbena, donde tomó alguna copa. El médico se retiró a una hora prudente, pero él siguió bebiendo. Sus impulsos de juerguista impenitente reaparecieron y comprendió que esa era su auténtica naturaleza, que era estéril el esfuerzo por apartarse de ella por mucho que se lo exigiera el cura. Su piel parecía electrizada de deseo y recobró esa fuerza centrífuga que lo encaminaba, inexorablemente, al burdel para ver cómo andaba el ganado de la Reme, que siempre traía novedades durante las fiestas.

       -Ya está bien de gazmoñería… ¡Tanto don Aquilino, tanto don Santos…! Soy un hombre y no un seminarista –se decía a sí mismo camino de la Reme cuando vio a su hijo con unos amigos. Pensó en él. Era un perfecto desconocido y eso, en su borrachera, no podía permitirlo.

       Lo llamó y, venciendo la resistencia inicial de aquellos muchachos, invitó al grupo a unas copas. Los chicos se fueron marchando y cuando ya estaban solos su hijo y él, le hizo una proposición:

       -¿Y si nos vamos tú y yo a casa de la Reme? Seguro que con la feria ha traído alguna pupila nueva. Y tú todavía no has catado a una mujer, ¿verdad?

       El chico intentó zafarse del padre, pero este seguía insistiendo. Al filo de la madrugada, ambos entraron en el burdel. Don Roque le mostró a las pupilas, semidesnudas y sugerentes. A un gesto suyo, se acercaron varias y empezaron a hacerle carantoñas al muchacho, que jamás había visto a una mujer en toda su desnudez. Las niñas le decían procacidades al oído y él notó, avergonzado, cómo su virilidad se presentaba en sociedad, entre las risotadas de su padre y la calculada complicidad de aquellas mujeres.

       -Reme, quiero una niña joven que estrene al chico, que es un poco pánfilo. Pero un buen estreno, de los de verdad.

       Roque hijo se vio arrastrado a un sórdido cuarto con escasa luz y una cama amplia con un espejo encima. Allí lo esperaba una chica joven, frágil y de un hablar muy dulce que ablandó la firmeza del chico.

       -Hola, me llamo Gladys. Vamos a echar un buen ratico, mi vida. ¿Te gusto? Tú me gustas mucho –y ante la falta de reacción del acobardado muchacho, ella pasó a dirigir la situación-. Vamos, vamos, mi niño, que no tenemos toda la noche. Desnúdate.

       Ante la inseguridad del joven fue ella quien tomó la iniciativa. Lo hizo con delicadeza, como si ella no fuera lo que era ni él fuera un inexperto muchacho calenturiento. Con los primeros contactos, Roque sintió un enorme placer que lo enloqueció.

       -No, mi niño. No hacía falta tanta prisa. Ahora tendremos que empezar de nuevo, pero quiero que recuerdes esta noche para siempre -y con su sabiduría logró lo que el chico creía imposible.

      Al salir, le dijo a su padre:

       -Padre, yo quiero casarme con esta muchacha. Es tan…

       -…puta –replicó el padre, lleno de ira-. ¿Pero es que has perdido la cabeza, hombre? –y le sacudió dos bofetadas que acabaron súbitamente con la alegría de ambos.

       La aventura no hubiera tenido mayor trascendencia si el chico no hubiera caído en una especie de fiebre que lo tenía trastornado. Si no hubiera empezado a sisarle al padre en los cobros de cada tarde para visitar a la chica. Si varios clientes no hubieran mostrado su enérgico desacuerdo con los saldos que don Roque tenía anotados en su libreta. Pero cuando dos o tres meses después se descubrió el fraude, el padre montó en cólera, le dio una paliza y a los gritos acudieron de nuevo vecinos, médico y cura. Este último lo miró de nuevo con toda la energía de un fiscal, pero ya nada de eso le importó. Se había liberado de la tiranía del cura y volvía a ser el animal casi irracional que siempre había sido en sus momentos de cólera.

       Tras una bronca discusión, don Roque puso en la calle a don Aquilino, sin más cortesías ni acatamientos, y se acostó. El corazón le latía con fuerza y sentía una sed terrible. Después apareció un dolor de cabeza muy intenso. A la mañana siguiente, la criada se sorprendió al comprobar que la tienda permanecía cerrada a una hora en que tendría que llevar ya abierta un buen rato. Llamó al timbre y comprendió que algo malo había sucedido. Fue hasta el cuartel de la Guardia Civil y con la pareja recogió en su propia casa la llave que don Roque le había dado para situaciones atípicas. La pareja y la muchacha, tras llamarlo varias veces sin obtener respuesta, abrieron la puerta de su dormitorio y lo encontraron muerto.

 

Entierro de un vecino, ca. 1980. Imagen de la web armillaenelrecuerdo

Entierro de un vecino, ca. 1980. Imagen de la web armillaenelrecuerdo.blogspor.com

6 El entierro

       De nuevo echó un capote don Santos al firmar el certificado de defunción falseando la hora. Con ello, el entierro podría celebrarse aquella misma tarde y de esta forma se acortaría el engorroso velatorio, en el que podía pasar cualquier cosa, pues no se sabía nada del testamento y había demasiadas viudas y todo un tropel de hijos. La gente también había intuido que podía producirse alguna escena divertida y había acudido en masa a lo que prometía convertirse en un espectáculo, tan necesario en un pueblo en que todos se conocían y jamás pasaba nada de lo que hablar.

       Se cruzaban comentarios jocosos y codazos cuando alguien estallaba en una inoportuna risotada. El bar de Nicolás, del que se decía que había conseguido el traspaso por las sospechosas facilidades que le había dado don Roque tras firmar el documento del cura, era un hervidero de hombres que entraban y salían.

       -¿Qué, Nicolás? Te veo hoy muy desanimado, ¿no? –decía uno, intentando hacer sangre.

        -Es que hoy hay muerto y eso siempre impone, aunque en mi negocio es para celebrarlo, pero está mal visto, ¿comprende usted? –respondía el tabernero, rehusando entrar al malintencionado trapo.

       En efecto, toda la mañana había estado sirviendo cervezas y vinos y al aproximarse la hora del entierro se estaba haciendo de oro poniendo cafés y copas de anís y coñac. Muchos clientes llevaban invertida una buena cuenta a costa de su negro sentido del humor y de su morbosa afición a lo sórdido. Todos sabían que algunas de las coimas de don Roque habían dicho en público que pensaban asistir al sepelio y que muchos de los hijos naturales también tenían intención de hacerse visibles, especialmente tras haber interpelado a Manolo el Chispas, pasante del notario, sobre la situación testamentaria del muerto, sin obtener el más mínimo dato.

       A las cinco de la tarde, Benigno comenzó el doble definitivo. A él no le iba ni le venía nada de la biografía del finado, pero sabía que iba a ser un sepelio sonado en el pueblo y él se jugaba su prestigio como campanero. Tenía que salir bien, se sentía inspirado, según le había dicho a su hermana cuando fue a comer con ella, antes de que llegara su cuñado, que lo acusaba de gorrón y majadero con pretensiones.

       Los bronces se alternaban y llenaban la tarde de lánguidas notas que ponían un acento triste en los ánimos de los del pueblo, pensaba el campanero, y la tarde prometía un crepúsculo mustio, muy apropiado para unas exequias tan relevantes como las de don Roque… Ahí, el campanero frenó su monólogo interior pues no sabía si podía, en rigor, calificarlo de prócer local.

       La plaza, que en breve espacio reunía la iglesia y las casas del muerto y de su viuda, era ya un hervidero, con una multitud de curiosos, fieles y aburridos morbosos, solo equiparable en gentío a la procesión del Viernes Santo. Las señoras, con el traje de acudir a misa los domingos, iban del brazo de sus maridos, que se habían venido antes del campo para asearse y vestirse la chaqueta de salir. Los que estuvieran cerca o atentos podrían oír a Dimas, el  sochantre y sacristán, ensayando el gorigori en el coro, acompañado con el armonio. Era otro que tenía ínfulas: de tenor, en este caso, y trataba sin éxito de alcanzar un do sostenido, aunque sólo obtenía estridentes gallos que él veía como errores ocasionados por las escasas oportunidades de ejercitar su voz y su digitación pianística en público.  

       Cuando el féretro cruzó la plaza, se hizo un silencio prodigioso. Duró solo el breve instante en el que todos intentaron dejarse ver por la viuda. Cuando esta entró al templo, flanqueada por sus dos hijos, se reanudaron las mil conversaciones y aparecieron mil comentarios jocosos.

       -Se ha muerto, pero ha vivido muy bien toda su vida. A ver quién le quita lo bailado. Ya quisiera yo… –comentaba uno, obteniendo asentimientos y codazos de los que lo rodeaban.

       -¿Sabéis que iban a poner sobre la caja su escudo de armas, pero lo ha prohibido don Aquilino? –aseguraba otro, con gesto cómplice de burla, y ante la extrañeza de los demás elevaba el brazo en un fálico gesto que levantaba carcajadas.

       -Es que es mucho don Aquilino para estas cosas –terciaba otro.

       -Yo he oído que querían formar el duelo con todas las viudas y bastardos, pero al municipal no le ha dado tiempo a citar a tanta gente –y se oían nuevas risotadas.

       De fondo se oía el mal temperado armonio y la voz de tiple del sacristán, que no podía con los agudos y machacaba el Sanctus, el Gloria y lo que le pusieran por delante. Finalmente intentó lucirse en el Ite, missa est ejecutando unos arpegios que le salieron nada más que regular (él mismo se lo reconoció con un gesto de pesadumbre, mientras apagaba el flexo y se alejaba contrito del teclado: “He tenido una mala tarde, ¿qué se le va a hacer?”).

       A la salida del féretro, la viuda y los dos hijos recibieron las condolencias de los presentes, alguno de los cuales evidenciaba clarísimos signos de estar borracho. Las señoras besaron repetidamente a los dolientes y se ofrecieron para lo que hiciera falta. Finalmente, las mujeres acompañaron a doña Martirio y a María Elena hasta su casa y el chico, junto a don Santos y un lejano pariente venido de la ciudad, formó el duelo masculino hasta el camposanto.

       Un momento después, la plaza se había quedado vacía. El sol, ya muy bajo, lanzaba destellos rosáceos sobre el pueblo, que ese día había disfrutado de un acontecimiento muy especial. Ahora quedaba hacer la digestión de los recuerdos, las bromas, las conversaciones maliciosas, los chascarrillos de sal gorda que se habían contado… hasta que se abriera el testamento y hubiera nuevos chismes que comentar. La plaza parecía un campo de batalla. Colillas, algún vómito de alguien que se había extralimitado con las copas, papeles, paquetes vacíos de cigarrillos, cajas de mixtos… El barrendero municipal pasó la escoba concienzudamente y dejó limpio aquel espacio. Nadie podría decir que allí se había despedido a don Roque, el usurero libertino. Ya no quedaba de él sino un incómodo recuerdo, igual que no quedaba ni un solo resto de la suciedad que había allí un momento antes. Así son las cosas de la vida, pensaba el barrendero.

       El tabernero salió para barrer su puerta antes de sacar las mesas y las sillas de la terraza.

       Ambos hombres se miraron, cómplices.

       -¿Qué me cuentas? Que ha pasado a mejor vida, ¿no?–preguntó el del bar.

       -Pues mira, según… La vida que se ha pegado el tío no sé si será peor que irse al cielo. No le ha faltado dinero, posición… y disfrutar está claro que ha disfrutado más que cualquiera del pueblo…

       -Eso es verdad…

       -En fin, no sé…, ¿qué quieres que te diga? Esto es lo de siempre: el muerto al hoyo y el vivo al bollo, ¿a que es así? Pues eso…

Alberto Granados

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