Esas rosas blancas en medio del mármol deben ser presencia viva de tanta dignidad, de eternidad trascendida, de fuego sereno que no se apaga porque lo protege la memoria de un amor perenne.

Una rosa blanca, purísima sonrisa de primavera como una luz que enciende la mañana, la habita y la convierte en rocío, en brisa, en alma. Ellos, que se fueron con una soledad de pájaro sin entender siquiera qué sucedía, merecen ahora un recuerdo perpetuo, una llama encendida para que no se olvide a nadie, ningún nombre fruto del dolor, del desconcierto o del llanto de los que quedamos, aún sin asumir este silencio que ahoga. Ante tanta pena, unidad; ante el desamparo, acuerdo institucional para caminar de la mano y, ante la muerte, respeto. Mucho respeto.

Eso pedimos, eso continuamos exigiendo porque cada día es una lucha, la ocasión para escuchar una estupidez nueva del político de turno que es incapaz de darse cuenta de que aún estamos en mitad del camino en esta guerra que tiene un solo enemigo invisible contra el que batallar: la enfermedad, esos contagios que no cesan porque no aprendemos, porque nadie escarmienta en cabeza ajena, porque hemos perdido en poco tiempo (el que va de los aplausos a los sanitarios a los jolgorios de hoy) la empatía, ese ponernos en la piel del otro que, en cualquier momento, puede ser usted, o esa chica que ha olvidado la mascarilla en el bolsillo y charla con la anciana en el ascensor camino de la calle. Y luego, el horror.

Llevamos treinta mil fallecidos (seguramente más) y no asimilamos que el sufrimiento de las familias es tan inmenso como un mar embravecido de marzo, que las olas te sumergen hasta el fondo cuando ya no hay remedio, ninguna posibilidad; cuando ya no queda nada y esa voz que un día fue la viga maestra que sostenía el universo sin saberlo siquiera, es una ausencia que se intenta retener en la memoria por las noches (el timbre exacto, la entonación precisa, la intensidad justa); también la casa es un vacío, la vida es un precipicio que se esconde en los armarios de su ropa ordenada, en los huecos donde todavía permanece su olor y no sabemos la forma de lograr que perdure, a pesar de la conciencia de que todo está ya en el fondo de un océano emocional, sumergido irremediablemente, como los pecios cargados de los tesoros más preciados.

Y, al final, el consuelo es la rosa que, desde el azul del cielo, les reconfortará en la pureza de su blancor inmaculado. Esas rosas blancas en medio del mármol deben ser presencia viva de tanta dignidad, de eternidad trascendida, de fuego sereno que no se apaga porque lo protege la memoria de un amor perenne. Tal vez así nos llegue algún día una serenidad perdurable, como una señal; a lo mejor es un trino de ruiseñor en esa enramada donde, milagrosamente, acaba de florecer el galán de noche que ella dejó crecer a su albur, siempre en libertad. El tiempo lo dirá. Mientras, ojalá las rosas les inunden de paz, que ejerzan de bálsamo para todos los corazones que se fueron y sean aquel beso postrero que no pudimos darles.

A %d blogueros les gusta esto: