Hasta Mafalda lo había entendido: “resulta que si uno no se apura a cambiar el mundo, después es el mundo el que lo cambia a uno”

¿Por dónde hay que empujar a este país para llevarlo adelante?”, veo que se pregunta Mafalda en una tira que tengo delante, mientras dos señores pasan a su lado y se quedan mirándola, si saber cómo responder a una niña que venía a ser la voz inmensa y limpia de una generación, la de los adolescentes que vivieron en los sesenta, la generación de nuestros padres, que tanto sacrificaron y tanta ilusión pusieron para que este mundo que hoy habitamos no fuera el fracaso que es por culpa de los incompetentes que mandan. Mafalda era una niña argentina de barrio de clase media, pero tenía valor universalista con su hermano Guille o sus heterogéneos amigos Felipe, Miguelito, Susanita y Libertad, siempre buscando arreglar los problemas más difíciles de la humanidad a golpe de interpelación, cuya respuesta no solía gustar a los regímenes del momento. Ni a los de entonces ni a los de ahora, porque el sentido común siempre ha estado perseguido, como debió percibir su creador, el humorista gráfico Joaquín Salvador Lavado, “Quino”, que se nos murió anteayer dejando la sensación triste y gris de que vamos perdiendo los referentes (Forges, Summers, Perich, Gila o él mismo, que en España desarrollaron la revista satírica “Hermano Lobo” sin olvidarnos de Mingote desde el consuetudinario ‘ABC´ de aquellos tiempos) sin que exista un relevo generacional del mismo nivel capaz de mantener la llama de la inteligencia encendida.

Es curioso: antes de que muchos naciéramos, aquella niña lista y contestataria que se cuestionaba todo -por lo menos argumentos jamás le faltaron- ya no se dibujaba, pero sus viñetas, de tanto verlas por casa, han marcado también a los que nacimos cuando en España se levantó el viento alegre de la democracia y llegaron los aires de una libertad de la que se esperó, tal vez demasiado. Hasta Mafalda lo había entendido: “resulta que si uno no se apura a cambiar el mundo, después es el mundo el que lo cambia a uno”, afirmó en una tira que vale para lo que está sucediendo hoy mismo, asediados por el COVID y con tanta gente que seguramente ambicionaba servir en sus cargos públicos a la sociedad y ha acabado por confundir servir con servirse.

Pero eso no quita que hoy llueva en Granada con un deje de tristeza en penumbra, de infancia que se pierde en el tiempo y no regresa, de inocencia extraviada con esto de ser adultos, que nos convierte en otras personas tan distintas de las que fuimos. Lo suyo era la reflexión inocente de quien soltaba verdades como quien lanza migas de pan a las palomas para alimentarles el espíritu, y Quino, ese hombre de semblante amable cargado de lucha, de ternura y de paciencia, lo entendía con su sabiduría de padre de la criatura. Por eso, cuando en 1973 decidió dejarla libre para que cada cual continuara la historia, lo hizo con la conciencia de que ya estaba todo dicho, de que Mafalda había aportado a la sociedad de los últimos cincuenta años un modo de estar en el mundo, el suyo, donde todo estaba bastante claro y debía tener una respuesta lógica. Esa lógica que se ha perdido entre los enredos de palabras, las luchas fratricidas y la desidia inexplicable de los que debieran protegernos con responsabilidad en esta hora de España

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