El lector que, como yo, se enfrente a los personajes y situaciones que Sara Mesa nos ofrece en su novela Cara de pan (Barcelona, Anagrama, Colección Narrativas Hispánicas, 2018, 137 pp.) confirmará desde los primeros párrafos justamente lo que la autora desea poner de manifiesto: los prejuicios con que los adultos encaramos lo que la vida cotidiana nos muestra.

Ese teórico lector —yo mismo— avanzará angustiado por sus páginas porque se insinúa algo que, de confirmarse, sería un horror, uno más de los que la sección de sucesos de cualquier medio nos amarga el día, cualquier día. Ese lector empezará por considerar sospechosa la relación entre Casi (una niña de “casi” catorce años) y Viejo, un adulto de 54 años, atrabiliario y menesteroso, que conoce todo lo relacionado con el mundo de los pájaros y el de la discografía de Nina Simone. Ambos se encuentran diariamente en un parque, protegiéndose de miradas ajenas en un refugio que han localizado entre unos setos. La intriga está servida y ese lector (junto conmigo) encontrará la situación sospechosa, y temerá que se confirmen sus sospechas de un caso más de pederastia antes de llegar a la última página.

         

Los propios personajes difuminados y secundarios de la novela les dirigirán miradas suspicaces, igual que la policía que una vez encontró a Viejo charlando amigablemente con los niños de un colegio a través de la valla. También verán alarmante esa relación los padres de la niña, y la psicóloga que la trata cuando se descubre el caso.

El lector encontrará datos sueltos que al ir ensamblándose proporcionarán las mínimas claves de las biografías de esos dos extraños seres, tan desvalidos que ni siquiera llegan a conocerse sus nombres propios.   Casi es una niña acomplejada por sus redondeces que se siente abandonada por su hermano (que está haciendo un máster en el extranjero) y ve a sus padres como unos seres extraños. Urde una estratagema para no ir al instituto y ocupa sus mañanas en hablar con Viejo, del que aprende todo lo concerniente a sus dos temas: pájaros y Nina Simone. Casi descubre la menstruación junto a Viejo y se entera entonces de un hecho irrefutable. Es consciente de una  nueva realidad: su sexualidad, algo que la confundirá notablemente.

Por su parte, Viejo lleva tras de sí un nacimiento anómalo, una biografía llena de contrariedades, una calificación clínica de retrasado, y una estancia en un psiquiátrico, aunque a Casi le parece muy inteligente, dueño de una memoria prodigiosa y, especialmente, la única persona que la escucha con la predisposición para entender cualquier cosa que ella desee expresar.

La niña reflexiona sobre la situación y ve algo muy distinto a los miedos que el mundo adulto le ha ido metiendo en la mente sobre la relación con los desconocidos. Tras las cautelas iniciales, se sienten amigos y se necesitan. Casi se plantea la gigantesca contradicción de ver a sus compañeras de instituto que confiesan “haberlo hecho ya” con sus novios cambiantes, sin que eso escandalice a nadie. Pero si ella decidiera “hacerlo” con la única persona a la que se siente vinculada, sería una situación anómala y saldría en la crónica negra de los periódicos.

Cuando se descubren el absentismo escolar de la niña y su fantasioso y contradictorio diario, la sociedad se pone enfrente y Viejo es acusado de todo lo que los bien-pensantes deciden imputarle. Lo de menos es si ese pobre hombre es culpable de algo y yo no pienso desvelarlo aquí. Todo está en contra de él y parece acorralarlo. Queda una única salida: la simulación. Si la sociedad, la escuela, la familia… no aceptan lo diferente, hay que aparentar que se asume la normalidad social, aunque se rompan los sueños de los protagonistas y su recíproca dependencia. Ni más ni menos que la simulación que ejercieron los falsos conversos por miedo a la Inquisición, o los inscritos apresuradamente en Falange al inicio de la Guerra Civil, o las parejas que se ven abocadas a un matrimonio de conveniencia negociado por los padres, o… La historia ha dado suficientes muestras de falsa aceptación de unos principios como medida de supervivencia y la literatura los ha reflejado abundantemente. Lo malo es que el modelo se perpetúa en la actualidad, una actualidad tecnológica y avanzada que, a pesar de sus logros, no consigue superar miedos y prejuicios antiquísimos.

Sara Mesa aquilata su prosa, escueta, deliberadamente reducida al mínimo expresivo, con lo que acentúa el desvalimiento de ambos protagonistas, pero esa prosa tiene una contundente eficacia para expresar lo que la autora desea sin ninguna concesión al esteticismo. Todo un acierto

Confieso que hasta esta novela, que empecé el pasado viernes, día 9, y terminé la madrugada del domingo, solo había leído un hermoso relato de la autora: Picabueyes (incluido en el libro colectivo Diez Bicicletas para treinta sonámbulos, Demipage, 2013). De ahí mi interés por hacer una cata en su novelística. Prometo volver a leer a esta autora. Dos de dos: dos deslumbramientos de dos textos leídos, me parece un envidiable promedio.

Alberto Granados

FOTO DEL TEXTO: Sara Mesa en una imagen de El Cultural. Fotografía de Jonathan Pacheco

FOTO PORTADA : http://otrolunes.com/48/otra-opinion/sara-mesa-elogio-de-la-anomalia/

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