«en España lo mejor es el pueblo. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva». A. MACHADO

Octubre, la tarde se rompe en el cristal desnudo del tiempo y amanece con la primera nieve del otoño dibujándose en la sierra. Nos ha alcanzado la sorpresa del primer frío, ese que llama a la puerta sin avisar y que cada año nos parece una novedad, la única novedad que nos va quedando en un país que camina a saltos entre el dolor de una pandemia y el surrealismo de buena parte de la clase pública, ésos que andan en debates de mociones de censura ejerciendo de estrategas de ajedrez mientras suben los contagios y los hospitales no dan abasto. Al final, siempre tenemos que volver a Machado, a aquella carta escrita a su amigo ruso David Vigodsky en 1937, porque no hay nadie (ni poeta ni ciudadano particular) que lo haya expresado mejor: «en España lo mejor es el pueblo. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva».

Lo cual que, mientras el pueblo intenta mantener en marcha el país, los señoritos de Vox montan la escenificación de una moción de censura contra el Partido Popular de Pablo Casado que es el contrincante real, mayormente porque enfrentarse al tándem Sánchez-Iglesias es una batalla perdida. Santiago Abascal, como un Cid Campeador de todo a cien, un Donald Trump latino, castizo y vergonzante, tocó a rebato a sus huestes por ver si le quitaba al centroderecha el espacio y el electorado en una estrategia como todas las suyas: a la desesperada.

Lo que pasa es que Casado, consciente de que la sangría de sufragios sería imparable si no le sentaba la mano al antaño compañero, se ha despertado de la siesta de golpe y ha pronunciado el mejor discurso de su carrera, revelándose como líder de un partido de Estado con capacidad de gobierno. Era imprescindible romper amarras, mostrar las diferencias de estilo, una dignidad en la crisis que vivimos y parece que lo logró, por lo menos para su gente. Y, enfrente, un Abascal noqueado, que lo único que verificó es que sigue viviendo en la España en blanco y negro de terratenientes a caballo, de palo y tentetieso, de mujeres en casa con la pierna quebrada y jornaleros trabajando a destajo de sol a sol por un plato de garbanzos. Lo que se llama, hablando en plata, la herencia del franquismo más antañón y casposo reacondicionado versión siglo veintiuno, al estilo de la Agrupación Nacional de Le Pen, el Amanecer Dorado griego o la Liga Norte italiana de Salvini.

Que -digo yo- que no son buen referente con su xenofobia, homofobia, clasismo, oposición a la Memoria Histórica o a la igualdad de género. Ahora, hemos tenido la oportunidad de ver cuál es su prioridad, esa soberbia chulesca de señoritos engominados reconcentrados en su mismidad, mientras hay cincuenta mil muertos y un millón de contagiados por el Covid-19, de qué manera priorizan intereses frentistas frente al bien general. Es el discurso del odio fratricida, el que huele a pólvora, el que vende miedo. Ojalá haya servido, al menos, para que la derecha de siempre, la co-protagonista de la Constitución del setenta y ocho, se centre en el problema: hacer propuestas desde la lealtad institucional para sobrevivir en este tiempo de miseria.

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