Lo importante era celebrar que esa noche iba a nacer un Niño y sería, por fin, navidad

Diciembre, veinticuatro. Cuando un viento transparente tallaba el aliento en cristal, los mayores llamaban a los niños a la casa. Eran poco más de las seis, pero el sol se había marchado con una rojez que incendiaba horizontes y tocaba recogerse en el hogar donde habita la memoria. Dentro, al saltar el escalón de la puerta de madera, chisporroteaban los troncos de olivo en una lumbre que, de tan fuerte, dejaba impregnado el rostro, sonrosado ya a perpetuidad. Andaba la abuela trajinando entre sartenes, discutiendo con su hermana el punto preciso de fritura de las tortillas de leche; ajeno a la disquisición culinaria, el abuelo, sentado en la sala, se preparaba una merienda tardía de naranjas y aceite con azúcar, atento a lo que fuera que dijesen en aquel televisor en blanco y negro, el primero que llegó al barrio y que allí seguía, veinte años después. Cerca, encima de la larga mesa de mármol, dominaba una fuente inmensa de mantecados, alfajores, delicias escogidas por la madre amorosa y cubiertas con un paño almidonado que olía a pan, a tiempo detenido y a sorpresa.

Luego, en la sala principal donde tocar estaba prohibido (las manos infantiles tienden a romper cosas), estaba desplegado el portal de Belén: la humilde desnudez del Niño al que protegían de la crudeza del invierno una mula y un buey de barro, mientras María y San José lo miraban con amor y los pastores se acercaban, diligentes, guiados por la estrella de papel de plata. En otro armario, aún muy distantes y muy altos, se veían tres camellos con tres reyes, pero eso quedaba lejos, aún muy lejos…

Ahora lo importante era celebrar que esa noche iba a nacer un Niño y sería, por fin, navidad. No había que decir más; todos lo sabían, grandes y pequeños, estaban en el secreto compartido, porque hasta la tía-abuela llevaba un mandil diferente, manchado de harina y de raspadura de limón y el padre y el tío debían llegar antes de las faenas del campo. Se hacía tarde y había que llamarlos, recordaba la abuela. La excusa era perfecta para salir fuera otra vez (entrar/salir era el juego), saltando entre las ultimísimas luces que nombraban mandarinas y limoncillos.

Resultaba curioso cómo brillaba de forma diferente todo cuando se inspeccionaban los bancales desde el puntal y gritábamos -el eco ayudaba- los nombres del padre y del tío con vozarrón inmenso. Ellos subían presurosos la cuesta: mi tío tarareando un villancico, mi padre mirando hacia la altura, empujando sendos carrillos de mano con la alfalfa de las caballerías que eran el sustento de una familia de tratantes de ganado, de limpios agricultores afanados en la tierra y sus desvelos.

Más tarde, cuando todos rodeaban la mesa sentados en sillas de enea, y la madre había colmado hasta el último milímetro de comidas diversas, mientras la abuela refunfuñaba con su hermana sobre el exceso de sal del jamón, estaba claro que llegaba la navidad. Nadie hablaba de regalos, ni del discurso del rey, ni del señor vestido de rojo que ahora anda por todas partes. La navidad era familia, miradas del abuelo, la risa inesperada de mi madre, mi última trastada cotidiana, las eternas historias de mi padre… Serena complicidad que no se olvida. Una casa encendida eternizada y aquellos troncos enormes que, aunque ya no existan, aún arden.

 

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