A Tano García, investigador de la historia de Alcaudete

He comentado varias veces en este blog que Blas de Otero me regaló, con su poemario, la exacta cristalización del ser humano: ángel fieramente humano. Cabe esperar de cada uno de nosotros el carácter angelical de los buenos momentos o la ferocidad de la bestia cuando vienen mal dadas. Eso es ser humano. Nadie sabe cómo va a reaccionar ante un estímulo adverso, ni puede prever si saldrá el lado bueno o el sanguinario de esa fiera agazapada en nuestro interior. Si reaccionaríamos solidariamente o se caería en el egoísmo del sálvese quien pueda. Si saldría el ángel o la bestia. Para saberlo hay que pasar por una experiencia traumática, como nuestra guerra civil. Ante el peligro de ser declarados desafectos, la gente se afilió masivamente a Falange y abrazó un credo que en situación normal no les decía mucho. Es que sabían que el credo opuesto solo podría traerles muy serios problemas, incluso un paseo a ninguna parte, definitivo y arbitrario.

          Mi padre era un hombre “de orden”. Por su crianza, por educación y estudios (estaba a punto de terminar Medicina en la Universidad de Granada), por su tibio sentido religioso (creyente, pero distanciado del fanatismo) y por haber visto demasiada violencia y rabia en la izquierda, que representaba la rebeldía frente al hambre feudal de siglos, violencia tan odiosa como la del pistolerismo de los falangistas y allegados. Alcaudete quedó en zona republicana y mi padre, junto a otros compañeros de estudios, fue movilizado como alférez sanitario (los otros médicos del pueblo, especialmente don Daniel Torres y don Fernando Castro, sí habían terminado los estudios y llegaron como tenientes médicos). Estuvo en varios sitios y, finalmente, cuando acabó la guerra, fue encarcelado en la plaza de toros de Valencia. Sabía que cualquier momento era bueno para que lo sacaran y le dieran el paseo. Sucedía todas las noches, tras los procesos judiciales sumarios, que tan escasas garantías procesales ofrecían. Sé que mi madre y mi hermana mayor, recién nacida por entonces, pasaron privaciones y cabe imaginar el estado de ánimo de mi madre.

          Las escasas veces que mi padre mencionó la anécdota se le pudo ver nervioso. Estuvo una buena temporada con el mencionado Fernando Castro, pariente lejano de mi madre y amigo y compañero de estudios. Junto a ellos había un practicante que estaba siempre asustado y era la quintaesencia del comedimiento. No lo sabían a ciencia cierta, pero sospechaban que era cura. Lo sospechaban ellos dos y el resto de la unidad y el teniente Castro y el alférez Granados tuvieron que sacar a relucir sus estrellas en alguna ocasión cuando los soldados intentaban humillar al cura. Finalmente, cuando se hablaba de un traslado que los separaría, éste dijo la verdad: en efecto, era cura y podía ayudarles avalándolos en caso de necesidad. Les firmó una simple cuartilla a cada uno en que los declaraba gente de derechas, de orden, honrados y forzados a cumplir una obligación sobrevenida y sin hechos de armas. Eso sucedía mientras ambos esperaban angustiados lo que el destino pudiera guardarles en Valencia, con el miedo natural y la preocupación por sus familias.

          En un momento dado, recordaron el aval del cura y se lo presentaron a un oficial. Alguien contactó con el sacerdote y éste reunió a otros dos, curiosamente los tres vinculados a Úbeda, que se prestaron a decir y firmar lo que el primero les propuso: salvar las vidas de los dos amigos. Finalmente, un día apareció en casa hambriento, delgado y lleno de piojos, liberado e inocente de sus cargos.

          “Tío Fernando” pasó a ser para nosotros, después de estas peripecias tan novelescas como verdaderas, parte de la familia, una especie de tío apócrifo, cariñoso, divertido y vigilante de los siguientes embarazos y partos de mi madre y médico de toda la familia. Fue el médico que acompaño a mi padre en su último aliento y firmó su acta de defunción, cuando yo tenía 19 años. Tampoco mencionaba el aval ni la historia que había tras ese simple pedazo de papel.

          El aval del cura lo conserva mi hermano y yo solo tengo un escaneo del documento, que deseo no perder. Este es el texto:

Ante mí, Agustín Francés Cervera, Alcalde Presidente del Ayuntamiento de Losa del Obispo (Valencia) comparecen los sacerdotes Gil Aramendía Echavarri, Cristóbal Cantero Lorente y Juan Vico Hidalgo, quienes declaran decir verdad sobre los antecedentes y conducta del que fue Alférez Practicante del B.O.T. nº 86 de Reservas Generales don Gumersindo Granados Tortosa, y manifiestan lo siguiente:

Derechista declarado, desde su incorporación al Batallón ha favorecido casi descaradamente a los elementos de orden, habiendo sufrido por esta causa numerosas contrariedades.

Y para que conste lo firmamos en Losa del Obispo a cuatro de abril de mil novecientos treinta y nueve.

El Alcalde

(Rúbrica y sello del Ayuntamiento Constitucional de –resto ilegible-)

Gil Aramendía, Misonero del Corazón de María de la Residencia De Úbeda (Rúbrica)

Cristóbal Cantero, Sacerdote Escolapio Natural de Úbeda    

 (Rúbrica)                        

Juan Vico, Presbítero Natural de Úbeda (Jaén)

(Rúbrica)

El artículo de Muñoz Molina de ayer (Los exilios, en Babelia, p. 15) me ha resucitado estos recuerdos y he decidido compartirlos aquí, aunque no estoy seguro de la fidelidad de mi memoria, tras tantos años de la muerte de mi padre. En cualquier caso, queda lo esencial: una simple cuartilla de papel le salvó la vida. ¿Qué pasaría con tantos otros que no tuvieron su (nuestra) suerte?

La historia ha sido siempre un vivero inagotable de muertes arbitrarias. Para muchos, la supervivencia depende tan solo de que ante  una situación concreta aparezca el ángel o la fiera que llevamos dentro.

Alberto Granados

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