Ricardo, el inefable Richard, fue quien empezó a organizarlo todo, unos meses antes. Con esa capacidad suya para enredar, contactó con los amigos de toda la vida, les dijo que me casaba, que iba a ser una despedida de soltero sonada, a lo salvaje, como de película americana… y, a lo que parece, los demás aceptaron (aceptamos) las propuestas de Ricardito, siempre un poco majara, siempre un inmaduro… al que seguimos ciegamente, como borregos. Y yo, siempre tan equilibrado y responsable, esta vez, no sé por qué, me dejé llevar a esta demencia.

Richard, tan eficaz él, fue sumando participantes, programando las cosas más descabelladas, consiguiendo las complicidades de todos ellos, hasta la de Asun, mi novia, que jamás debió de pensar que las cosas iban a alcanzar tales proporciones.

-¡Sorpresa! Que te diviertas, cariño. Besos, Asun. –decía la nota pegada a mi maleta, una maleta que necesariamente había preparado ella, al parecer cómplice de todos aquellos amigotes. Mi equipaje apareció cuando llegamos al aparcamiento del aeropuerto. Yo debí poner cara de perplejidad y los demás se partían de risa.

-Pero… ¿Esto qué es? ¿Dónde me lleváis? –y ellos se reían mientras Juanjo cortaba unas rayas de coca encima de su agenda.

Aquel viernes fueron a recogerme a la oficina. Mis jefes y compañeros habían estado muy afectuosos conmigo y los dejé esperando volver a verlos en la boda, el domingo. Yo esperaba una juerga descomunal, pues ya había precedentes, pero nunca pude suponer que iba a llegar a tanto.

Facturamos nuestros equipajes, ya un poco puestos con la coca, y embarcamos en un avión que yo ni siquiera sabía hacia dónde se disponía a volar. Sólo sé que me encontré en una ciudad llena de azules de mar y con una temperatura deliciosa y excitante, invitadora e incitadora a mil locuras, así que empezamos la enloquecedora juerga, una infernal ceremonia que nos fue llevando poco a poco hacia el delirio, una auténtica locura, un sinsentido prolongado en una inexplicable espiral del absurdo.

El tiempo, en estas circunstancias, tiene una dimensión diferente al tiempo cotidiano de los relojes, pues casi sin transición estábamos en un restaurante donde cenamos. Era uno de esos locales especializados en despedidas de soltero, donde todo tiene un significado cargado de erotismo. Las servilletas estaban plegadas en forma de falo, los bollitos de pan simulaban unas voraces vulvas, las pajitas terminaban en unos prepucios y los platos del menú exhibían un descarado catálogo de nombres de perversas prácticas sexuales.

Nunca me han gustado estas exhibiciones de estupidez, pero todo aquello era para halagarme, así que llegué a sentirme satisfecho, incluso agradecido a mis amigos, por haber preparado y costeado todo aquel derroche de cosas que normalmente no van conmigo, y me dispuse a dejarme llevar, sin muchas ganas de ser consecuente.

En el restaurante, junto a nosotros, había otra cena, sólo que de chicas, todas vestidas de diablesas, con escasísimas faldas, escotados y sugerentes tops y una especie de chupete en forma de pene que continuamente lamían de forma exagerada y provocadora. La noche estaba poniéndose llena de posibilidades y, al fin  y al cabo, era una despedida de mi libertad, de mi estado civil independiente y soltero. Asun estaba, al mismo tiempo, viviendo una situación parecida y, aunque no lo habíamos hablado, se suponía que había que dejarse llevar por algo tan atípico como aquello.

Tras los postres, las chicas gritaron excitadas al ver las contorsiones de un boy, un mulato bien formado, con miles de horas de vuelo en los gimnasios, la piel bruñida en aceite corporal, brillante y musculoso como un alazán. El muchacho puso una música de ritmos sugerentes y bailó su número clásico, mientras se iba despojando de la ropa y quedaba embutido en un mínimo tanga granate fosforito, que hacía oscilar con movimientos sincopados, al tiempo que aquellas chicas, ahora convertidas en lobas exageradamente histéricas, gritaban y se frotaban contra él. Nosotros mirábamos divertidos y repetimos aquella extraña liturgia cuando llegó nuestro turno: una chica bellísima y con un cuerpazo hizo lo propio mientras nosotros repetíamos todos los tópicos del machismo casposo, plagado de alaridos, gestos obscenos y guiños de macho alfa dirigidos a aquellas chicas.

Terminamos con ellas sentadas en nuestros regazos, besándonos, sobándonos y huyendo a los aseos para ir entonándonos en lo que ya se adivinaba una noche alocada, la última locura antes de pasar por el aro del matrimonio convencional. Asun, tal vez estaría haciendo lo mismo. Pecadillos menores, de esos que le hacían gracia a Dios, como decía mi abuelo cuando se ponía en plan golfo.

Las dos pandillas terminamos recorriendo los garitos más infames de aquella ciudad, cada vez con más deserciones de las fugaces parejas que se iban al hotel con la excitación urgente de lo que o es ahora o no será nunca.

Yo seguí bebiendo y recuerdo el sabor de la lengua cálida de aquella preciosa chica rubia, con la que empecé a coquetear nada más iniciarse la cena. Después… apenas recuerdo nada, sólo que me desperté junto a ella… pero había un orificio de bala en su sien. Un escalofrío, una punzada de dolor en la cabeza y un preguntarme dónde, cómo, cuándo, por qué y, sobre todo, quién: ¿tal vez yo mismo? Junto a la cama, mi móvil pisoteado. Y restos de cocaína. No estábamos en mi hotel, tal vez en un apartamento que debía de ser de la chica. No tenía otra explicación…

Mi cansancio y mi resaca desaparecieron súbitamente. Me levanté de un salto al comprender la exacta situación: alguien, tal vez yo mismo, había disparado sobre aquella chica en un escenario de cine negro, sólo que todo era real. No se trataba de una escena de un guión cinematográfico, ni de un siniestro casting, sino de que yo, Andrés García García, un economista de treinta y cuatro años, bien situado y con grandes posibilidades en mi empresa, estaba metido hasta el cuello en un asunto extraño y peligroso porque en la cama había una chica muerta.

Imaginé miles de rastros míos por la habitación y en el propio cadáver. Me vestí y miré el reloj. Supuse que mis amigos debían de estar ya en el avión de regreso, mientras yo, el contrayente, estaba metido en una situación que me escalofriaba. Aún tuve la sangre fría para coger la tarjeta de mi teléfono móvil. Era compatible con el de la chica, así que llamé a Ricardo. Su teléfono sonaba extrañamente cerca. Miré en la cocina del apartamento y allí estaba Ricardo, maniatado, con una bolsa de plástico alrededor de su cara y lleno de heridas. Alguien lo había torturado salvajemente antes de asfixiarlo. Sentí pena por aquel amigo tan especial, siempre tan frívolo y tan espontáneo. Y por mí, que estaba metido en el asunto más turbio de mi vida.

En ese momento sonó el móvil en que había metido mi tarjeta. Era mi padre. Me reconvino más o menos amablemente por no haber dado señales de vida y me preguntó que si quería que fuera a recogerme al aeropuerto, donde suponía que yo tenía que aterrizar en un rato. Se había llegado a preocupar con mi silencio, me dijo.

Le colgué sin más contemplaciones y traté de usar el raciocinio y la frialdad, tan eficaces siempre en mi trabajo y ahora tan ausentes. Yo tenía que estar de vuelta en mi ciudad para casarme a la mañana siguiente, pero estaba no se sabía dónde, con dos cadáveres, sin una explicación razonable para la policía…  lo cual podía involucrarme en algo muy gordo. La chica tendría miles de restos de mi ADN; el apartamento, cientos de huellas…  ¿Qué tenía que hacer? Lo vi muy claro. Sólo podía huir. La boda, mi trabajo, mi alto nivel… todo se había ido al garete.

No soy un moralista, así que no se me ocurrió pensar en que aquello fuera un castigo por mi mala cabeza, sino un cabo suelto del azar, una mala jugada de la vida, que a veces gasta faenas de ese tipo. Yo tenía que salir por pies de allí y ocultarme hasta que todo se aclarara. Casarme con Asun… eso ya iba a ser más difícil, pero lo urgente era escapar.

Abrí la puerta de lo que resultó ser un apartamento en un motel de carretera, a las afueras de la ciudad. A esas horas, sólo tres coches aparcados. A lo lejos, las luces urbanas. Enfrente, una parada de autobús, a la que me dirigí, con la intención de volver a mi hotel y recoger mi equipaje. Cuando llegué al centro tomé un taxi que me dejó ante el hotel. El recepcionista, nada más verme, miró hacia un sofá del vestíbulo donde había dos hombres somnolientos que tenían aspecto de policías. Subí rápido por la escalera y corrí por un pasillo para desaparecer por la cafetería, que daba a la esquina.

Esa noche fue la primera que dormí en la calle. Durante un tiempo, aún pude comprarme ropa y comida utilizando mi tarjeta de crédito, usada siempre junto a una boca de metro, para alejarme fácilmente. Después alguien la bloqueó. Comprendí que  volver a casa… En estos meses, he bajado definitivamente al infierno. Ahora no queda nada del brillante economista, ni de mi antigua forma de vestir, mis buenas maneras o de mi sentido escrupuloso de la higiene. Soy uno más de esos indigentes que pide para comer, recoge restos en los cubos de la basura de los supermercados y lee los periódicos que la gente tira en las papeleras. Me he acostumbrado a dormir al raso o en los vestíbulos de los hospitales, estaciones o tanatorios. Mi dinero se acabó, la ropa que tengo jamás habría consentido ponérmela hace sólo unos meses, nunca me habría juntado con los tipos con los que ahora mantengo algo vagamente parecido a la  amistad…

A principios de otoño, volví a mi ciudad en un camión que me recogió en la carretera. No sé si hice bien, pero echaba de menos algo de lo que había sido mío, así que volví. A fin de cuentas, la calle es igual en una ciudad que en otra y el desarraigo también. Debo de estar irreconocible, pues algunas mañanas, mis antiguos compañeros pasan junto a mí y no me ven, ni son capaces de encontrar al antiguo amigo en el inmundo mendigo que les tiende la roñosa palma de la mano suplicando en silencio una limosna. También hice la prueba con Asun, que retiró los ojos asqueada por mi cercanía.

Pero lo peor, sin duda, fue que mi madre, siempre tan comedida, pusiera aquel gesto de repugnancia al verme. Siempre me quedará la duda de si me reconoció, que hay veces en que creo que sí…

(Imagen tomada de www.femeninas.com)

https://albertogranados.wordpress.com/2010/06/29/despedida-de-soltero/

 

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