En las sociedades avanzadas, la energía debe ser considerada como un servicio esencial básico para disfrutar de una calidad de vida digna, y en consecuencia, deben ser servicios garantizados dentro del llamado Estado del Bienestar que es el que debe corregir las injusticias y las desigualdades del sistema de mercado que rige nuestra economía. Así, según las Naciones Unidas, el Parlamento Europeo o el Consejo Económico y Social Europeo, la energía es un bien común esencial, por lo se promueven medidas con el fin de garantizar la energía a toda la ciudadanía y a un precio accesible.

En el caso de España, el modelo energético actual, basado en las políticas ultraliberales, tiene su origen en la llamada liberalización del sector eléctrico, acometida en la Ley del Sector Eléctrico del primer Gobierno de Aznar, que se elaboró con la “excusa” de abaratar el coste y mejorar la eficiencia, limitando la intervención estatal, creando el peor de los modelos.

 Modelo que el actual gobierno del Partido Popular continúa erre que erre implementando, como ha hecho en las últimas reformas del sector, garantizando que, por un lado, la factura de la electricidad siga subiendo y, por otro, siguen manteniendo el oligopolio de las principales empresas eléctricas. Empresas de la puerta giratoria y que, por cierto, doblan la media de los beneficios de sus homólogas europeas.

De este modo vemos como, a la par que crece la factura que pagan las familias, siguen aumentando los beneficios de las empresas. Y, de modo incomprensible, también nuestra deuda con las Eléctricas, el llamado déficit tarifario, por lo que hay que hacer una “auditoría” en profundidad de los costes del sector. Es más, con esta nueva reforma, se sigue garantizando un sistema donde ellas siempre ganan y donde el Estado o los consumidores siempre perdemos, porque aunque repitan como un mantra que los precios no suben, o lo hacen moderadamente, lo cierto es que el precio de la luz sigue aumentando año tras año.

Y aumenta en un país donde los consumidores pagamos la tercera electricidad más cara de Europa y donde más del 16% de la población, esto es más 7 millones de personas, -según un informe de la Asociación de Ciencias Ambientales-, es incapaz de pagar una cantidad de energía suficiente para la satisfacción de sus necesidades domésticas o se ve obligada a destinar una parte excesiva de sus ingresos a pagar la factura energética.

Y por otra parte, con las nuevas reformas empeora el drama de millones de familias que tienen dificultad para pagar la factura, puesto que aumenta su parte fija, con lo que los que disminuyen el consumo por falta de recursos salen perdiendo, porque tienen menos margen para modificar, con su consumo, el coste final; y, a su vez, se penaliza al consumidor que ahorra energía y que hace un uso eficiente de la misma.

Por ello, para solucionar definitivamente el problema, hay que derogar la reforma del sector eléctrico y establecer un nuevo sistema energético que atienda a la energía como un servicio de interés público, que garantice la electricidad a toda la ciudadanía y a un precio asequible, impulsando a su vez las energías limpias y renovables, fomentando el autoconsumo y la eficiencia energética, abriendo el mercado a nuevos inversores y no apostando, como ha hecho el Gobierno con su reforma, por la dependencia de energías fósiles, como el carbón o el petróleo, o por la energía nuclear, poniendo trabas a los pequeños inversores, para que no puedan entrar en el mercado energético y seamos menos autosuficientes, o implantando un impuesto al sol para castigar el autoconsumo.

Y mientras esta reforma energética no se lleve a cabo, hay que aplicar medidas que atenúen los efectos de esta mala política sobre los sectores más vulnerables de la sociedad, porque por mucho que mejoren algunos indicadores macroeconómicos, la exclusión social y la pobreza han aumentado en estos años y, desgraciadamente, van a continuar ahí por algún tiempo. Pero más aún, si las políticas de estímulo económico (de inversión productiva y generadora de empleo) y las que garantizan la igualdad y la cohesión social, se siguen sacrificando para priorizar el objetivo sagrado de reducción del déficit público, sin importar que sea a costa de la reducción de la calidad de vida de millones de personas.

Por eso es necesario un cambio de rumbo, más aún en el caso de los territorios insulares de Canarias que, pese a ser un «paraíso de sol y viento», sufren la amenaza de las energías contaminantes a favor de las cuales trabajan los actuales Gobiernos –de aquí y de allá-. Hay que abandonar los proyectos “petrolíferos o gasísticos”, para establecer un nuevo modelo energético competitivo, eficiente, sostenible, rentable, responsable, justo y solidario, que impulse nuestro tejido productivo y evite situaciones de pobreza energética.

 

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