Ningún hecho histórico tiene para Atarfe la importancia del Concilio de Iliberi o Elvira, que tanto influyó en las costumbres del primitivo cristianismo y de la vida civil en nuestra región, en toda la Hispania y en la Iglesia universal.

Numerosos arqueólogos, a pesar de otras opiniones que sitúan la ciudad en el Albaicín, siguen convencidos de que la Iliberri romana estuvo junto a Sierra Elvira, población que fue después, durante la dominación árabe, capital de la cora o provincia, de nombre Ilbira, destruida en el 1010 por los bereberes, cuyos restos más fastuosos fueron trasladados, más tarde, a Granada.

Las actas de la asamblea, las más antiguas que se conservan de un Concilio disciplinar en la Iglesia universal, constituyen un excepcional documento.

Podemos establecer la fecha más probable de su celebración entre los años 300 y 302, en el periodo de paz anterior a la persecución de Diocleciano, en el año 303. La ciudad era muy importante como para albergar una celebración de esa magnitud. Las excavaciones de
1754 en el Albaicín, junto a la placeta de las Minas, mostraron un suntuoso edificio público romano de gran amplitud y espaciosa área losada de mármol, con estatuas sobre pedestales, dedicadas por el municipio del Iliberri a emperadores y nobles patricios. Era el foro
de esta ciudad, trasladado a Granada, según he dicho, después de su destrucción.

Ello muestra la infraestructura ideal para albergar tan gran celebración, a la que consta que concurrieron treinta y siete delegaciones de todas las provincias hispánicas. El mayor número de asistentes es el de la Bética, con veintitrés delegaciones, y de la Cartaginense, con ocho; le siguen la Lusitania, con tres; la Tarraconense, con dos, y finalmente la Galecia, con sólo una delegación.

La contemplación en el mapa de la Península de las ciudades representadas nos hace caer en la cuenta del carácter nacional del Concilio. Se observa gran densidad cristiana en el Sudeste, la Bética y Lusitania, las partes más desarrollada de Hispania. Posiblemente esa es la
causa de su celebración en Iliberri.

Aunque los cristianos eran minoría entre sus connacionales, participaban en muchas de sus actividades, creencias y costumbres en una creciente enculturación. De aquí la legislación conciliar sobre todo ello. Por eso, de las actas se pueden deducir multitud de datos sobre la sociedad de nuestros antepasados, imposible de detallarlas todas en la limitación de un artículo.

Las clases sociales vertebradas eran, en primer lugar, los nobles, entre los que figuraban los sacerdotes paganos o del culto imperial, llamados flámines. Este oficio, también civil, conllevaba gran prestigio social. A ellos se refieren los cánones 2, 3, 4 y 55 en los que el Concilio no les consiente, lógicamente, seguir ejerciendo y ni siquiera llevar orgullosos la corona como distintivo de su alta condición social. 

El canon 56 testimonia la existencia de cristianos que ostentan el primer cargo municipal de dunviro. Había propietarios y matronas con una situación económica tan desahogada que podían tener numerosos esclavos, cuyas relaciones regulan los cánones 5 y 41. Y figuran
también propietarios que reciben cuentas de sus renteros, prescribiendo el canon 40 cómo debían ser las justas relaciones. El canon 49 se refiere a cristianos que cultivan las tierras, o sea, los jornaleros.

Los comerciantes son una clase muy numerosa: el canon 19 trata de los clérigos comerciantes, a los que exige una más alta honradez. Las comunidades cristianas no tenían aún una estructura económica y por eso los clérigos habían de tener profesiones liberales para su sustento y el de su familia. El 20 trata de laicos prestamistas y combate la usura, lacra de aquel tiempo.

Sobre los cristianos que se dedican al espectáculo, como serian los aurigas y cómicos existentes en gran número, pues el circo y el teatro despertaban el entusiasmo de las masas, se legisla en los cánones 62 y 67, por implicaciones de inmoralidad e idolatría.

La clase social de los esclavos era tan numerosa, que cuando el Concilio trata de erradicar el culto a los ídolos en las casas de amos cristianos, mitiga su exigencia al reconocer el peligro de violentas revueltas por la supresión de sus imágenes. Era una sociedad supersticiosa. Creían en los maleficios para matar, no sólo los paganos, sino los cristianos e incluso los obispos.

El canon 6 establece que “si alguien mata a otros por medio de maleficios se le niegue la difuntos, los romanos creían que mantenían una vida relacionada con la sepultura. Las tinieblas permitían cierta libertad de acción de los espíritus. Por eso, los cirios encendidos apartaban los espíritus malignos al mantenerlos ligados al sepulcro.

El canon 34 regula su luz: “Durante el día no se enciendan cirios, pues no hay que inquietar a los espíritus”. No hay que escandalizarse de estas creencias, el cristianismo iba abriéndose paso en mentalidades configuradas durante siglos por una cultura, todavía en vigor, plagada de errores, de los que los cristianos participaban y aún no habían podido liberarse.

Este Concilio es extremadamente duro. Sus penas incluyen la separación de la comunión tanto sacramental como de la Iglesia, temporal o perpetua e incluso, a veces, con la negativa de la comunión y el perdón a la hora de la muerte. A título de curiosidad señalarnos que
la falta de asistencia a la Iglesia durante tres domingos estaba penada nada menos que con excomunión. Esa severidad se debía, posiblemente, a la necesidad de espolear a los cristianos amenazados por las frecuentes persecuciones, para fortalecerlos frente a
ellas, exigiéndoles mucho para que se mantuvieran en la fe, como señala Inocencio I en su cara a Exuperio, obispo de Tolosa. La dureza de las penas supone una seguridad en la fe que asombra, sin la más mínima tendencia temerosa por parte de los obispos, a la condescendencia.

Las actitudes de firmeza conllevaban una gran esperanza de regeneración incluso civil, pues las conmociones, inseguridades y grandes corrupciones producidas por la crisis del imperio romano, en el s. III, hacían deseable la acogida de comunidades con firmes convicciones
que dieran seguridad y con ella una base sólida para revitalizar ideales que aportaran sentido a la vida. Fue ese comportamiento el que llevó a Constantino a reconocer al cristianismo como esperanza de regeneración de todo el imperio.

Los grandes peligros para los creyentes a combatir eran: la amenaza a su fe debida al ambiente pagano, con recaídas en la idolatría, como manifiestan los cánones 1, 2 y 6; los 8, 10, 17, 47, 64, 66, 70, 72 y 73 tratan de preservarlos de las amenazas a la vida matrimonial
y familiar ocasionadas por el divorcio fácil y por el adulterio; la fornicación y en especial el hedonismo – principal causa de los males del imperio- se señalan en el canon 7 y otros cinco más.

Sobresalen las sanciones a usureros y a todo género de explotadores; la defensa contra el proselitismo de los judíos y de las herejías
cristianas, que ya comenzaban a manifestarse.

Ocupan un lugar principal las numerosas prescripciones para promover la integridad del clero con la imposición de sanciones a sus transgresores. Y hemos de hacer especial mención de la célebre ley sobre la continencia matrimonial de los clérigos, primera que en la Iglesia trata de una reforma sexual que los distinga del resto de la comunidad creyente.El canon 33 no impone el celibato a la manera actual, que es una disposición de los s. XII y XVI; ni tampoco que los sacerdotes no sean casados o que no convivan con sus esposas. Lo que ordena es que, si están casados, se abstengan del uso matrimonial y de tener hijos, Sin ninguna razón para imponer esta ley. Aquí se inicia una diferenciación sexual en la vida de los clérigos que ocasionaría, después muchísimos sufrimientos a la Iglesia.

La influencia de este Concilio es manifiesta en muchos de otras naciones, como p.e. el de Arlés, Sárdica y Nicea, que reproducen literalmente algunos cánones el de Iliberri. A ellos asistieron prestigiosos obispos presentes en el de Elvira, entre otros, Osio, posteriormente consejero del emperador Constantino.

En el de Nicea, primero universal, se intenta imponer a toda la Iglesia la ley de la continencia matrimonial del canon 33 del de Elvira, lo que no se consiguió debido, entre otras causas, a la intervención del obispo mártir Pafnucio, que defendió “que no impusieran yugo tan
pesado a los ministros de la religión y no afligiesen a la Iglesia con prohibiciones tan agobiadoras, porque todos los hombres no pueden soportar la práctica de la continencia rígida”.

Todo lo expuesto tiene un valor histórico absolutamente cierto, mucho más real que el de otras grandes tradiciones, como pueden ser, a modo de ejemplo, las de la presencia en España de los Varones Apostólicos o la predicación y el sepulcro de Santiago. Por eso, los vecinos de Atarfe y de toda la comarca, sin importar cualquier creencia que profesen, pueden sentirse orgullosos de la proyección internacional y de la influencia en la construcción socioreligiosa de España e incluso de la Iglesia universal, que fueron haciéndose, a través de los siglos, con los principios disciplinares del Concilio plasmados en nuestra tierra.

Artículo editado por Corporación de Medios de Andalucía y el Ayuntamiento de Atarfe, coordinado por José Enrique Granados y tiene por nombre «Atarfe en el papel»

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