Hace unos días me llevé una grata sorpresa. Varios jóvenes que pasaban a mi altura, al cruzarse, me saludaron dándome los buenos días. No es lo usual.

Pienso que existen tradiciones que no se deberían perder, una de ellas es la de dar los buenos días. ¡Buenos días, Antonio! ¡Buenos días, Angustias! Así saludaban a mis padres en mi pueblo y ellos correspondían de la misma forma. Ello podía ser el preludio de una fructífera conversación en la que cada cual deseaba lo mejor al otro. Yo era un niño. Corrían los años 50 del pasado siglo. El hambre y el analfabetismo castigaban a la población, sin embargo, la costumbre de dar los buenos días era algo habitual entre los vecinos. Cuando alguien se cruzaba en la calle con otra persona, fuese o no conocida, siempre hacía uso de esta buena costumbre. Dar los buenos días era el santo y seña de todos. Significaba ir en son de paz y desear el bien del otro. Desgraciadamente, esta costumbre ha caído en desuso, no solo en las grandes ciudades sino en los pequeños núcleos de población y, sobre todo, en los jóvenes. Es curioso que mientras avanzamos a pasos agigantados en ciencia y tecnología, del mismo modo, retrocedemos en humanidad. Miramos más a la pantallita del móvil que al vecino con el que nos cruzamos. Y, posiblemente, leamos los “buenos días” en nuestro dispositivo, pero coincidan conmigo, en que no es lo mismo un saludo real, en vivo y en directo, que otro virtual, a través de un medio tecnológico.

A veces, damos los buenos días a alguien y éste, conscientemente, continúa su camino sin decir palabra. Lo único que demuestra con su actitud es su mala educación. En otras ocasiones, nos cruzamos con alguien que ni siquiera alza su mirada, y no la alzaría, aunque se cruzase con el mismo Dios. Otros responden sin gana, como si estuvieran enfadados; pero lo peor es la indiferencia mutua. Los perros nos dan lección en este sentido. ¿Han visto Uds. que dos perros se crucen y permanezcan indiferentes, sea para olisquearse y hocicarse o para enseñarse los dientes?

Creo que merece la pena conservar esta buena costumbre, porque nos engrandece como personas y, además, no cuesta nada. Eduquemos a nuestros niños y jóvenes en ello. Así que, ¡buenos días!, lectores del Mirador.

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