Hace unas semanas, al bajar a Calahonda, la radio del coche hablaba de cuadros y luz, del efecto que un determinado cuadro podía producir en quien lo contemplaba por primera vez.

No recuerdo quién era el comentarista que hablaba sobre Georges de la Tour y su Aparición del ángel a san José (1640), del efecto de la luz de una vela, de las soluciones para convertir los interiores umbríos en ámbitos luminosos. Sin embargo, me llamó mucho la atención el sesgo que su exposición tomó un momento después, cuando habló de los autores de las pinturas rupestres que intuyeron el misterio de la luz en medio de la penumbra de sus cuevas, cerradas, oscuras, protectoras. Comentó que esos animales fueron pintados desde cero. Sus autores tuvieron que crear los pigmentos, inventar los efectos de perspectiva y corporalidad, fabricarse velas de sebo… Y hubo un momento en que reflexionó: Me gustaría haber estado presente cuando el pintor invitó a los de su clan a enfrentarse por primera vez al milagro pictórico. ¿Qué efectos les produjo un bisonte de Altamira o un toro de Lascaux a quienes no habían visto jamás una imagen pintada?

Toros de Lacaux

Hay experiencias en la vida que suponen una especie de pérdida de la virginidad estética, un antes y un después. Tal vez verían muchas veces más aquellas pinturas, pero la magia de la primera vez, del descubrimiento absoluto, me parece un momento estelar en la vida de cada uno de nosotros, llena también de descubrimientos y sorpresas. En una conversación, Juan Peregrina hablaba de la envidia que le tenía a un amigo porque iba a empezar a leer a Valle-Inclán, un placer que ya no estaba a su alcance porque ya lo había leído.

El viajero que descubre una ciudad o un paisaje (¿cómo no envidiar al turista que ve la Alhambra por primera vez desde el mirador de san Nicolás, en el Albayzín?); el amante que ve el desnudo luminoso de la mujer deseada; el sabor de un plato o de un postre nunca degustado (Proust descubrió su niñez y sus obsesiones en una sencilla madalena); la cara de tus hijos o nietos, vista y sentida por primera vez en el momento inmediato a su nacimiento; el descubrimiento de la vastedad del mar y sus olas; comprobar que ha nevado y la ciudad parece otra porque suena de otra forma y tiene una luz que casi nunca puedes gozar; el regalo que te hace alguien querido y que constituye una verdadera sorpresa.

GEORGES DE LA TOUR, El sueño de san José (1640)

La sensación de plenitud la primera vez que alquilé un piso a mi nombre y fui comprando muebles, instalando adornos, llenando las estanterías de libros y discos… porque iba a casarme. ¡Qué felicidad tan intensa la de disponer de mi primer espacio propio! Desde aquel piso en Jaén hasta ahora he hecho seis mudanzas, pero aquella sensación jamás se ha repetido en ninguna de mis cinco viviendas posteriores. Ya era una sensación conocida y menos intensa que aquella primera vez.

Aunque viajara muchas veces más no sería igual ese aire especial que tiene una ciudad como Venecia, tantas veces vista en cine, y tan distinta en el momento del encuentro, único e irrepetible. Tampoco está a mi alcance ya descubrir la atmósfera dorada de Lisboa, tan parecida a nuestra Plaza de las Pasiegas. El impacto que siempre han producido en mí esas ciudades con río (París, Toledo, Sevilla, Viena, Londres, Praga, Nantes…) que serán para siempre un recuerdo archivado en mi memoria y una sensación que ha quedado definitivamente abolida.

Una mañana muy fría en Montmartre entramos a una brasserie donde degusté por primera vez una sopa de cebolla que no solo nos calentó, sino que era una de las mayores delicias que he tenido ocasión de paladear. Y esos libros que ahora me cuesta releer porque sé que no volverán a producir el efecto que produjeron en su primera lectura. Y soy de los que releen sus viejos libros, pese a saber de antemano que va a ser una experiencia en parte decepcionante.

Afortunadamente, la vida está llena de gratísimas sorpresas, de sencillos placeres. Son esos descubrimientos impagables y simples, que antes de convertirse en rutina, nos regalan una importante dosis de felicidad. El regalo está en la vida, si sabemos prestarle atención, si tenemos el espíritu abierto al hallazgo, algo que las prisas y las obsesiones del progreso nos están haciendo olvidar. Lo malo de la edad es haber ido dejando en el camino mil virginidades vitales. Ni podemos bañarnos una segunda vez en el mismo río ni encontrar esos placeres definitivamente perdidos. ¡Maldito Heráclito!

Alberto Granados

FOTO: http://www.desdemitrinchera.com/2018/12/28/cual-es-el-mejor-regalo/

Virginidades perdidas

 

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