Se ha marchado agosto, con su paso alegre de muchacho despreocupado que va dejando atrás un territorio de recuerdos y presencias inabarcables en su inmensidad, de tardes encendidas, de noches que no acaban y de resquicios de paz entre el bullicio de la gente.

Porque agosto supone remansar la vida, esa serenidad que requiere el alma para volver, luego, con brío a las tareas, a los oficios, a esforzarse por encontrar una normalidad que no acaba de llegar porque se quedaron demasiadas cosas importantes en el camino. Ahora volverán los niños a sus escuelas para llenarlas de esperanza y de futuro, de oportunidades posibles, de juegos con adjetivos que van y vienen, a medio camino entre las pizarras y la imaginación, y de la aritmética de la vida; mientras, los padres asumirán las tareas cotidianas, ese laborar para que nada falte en casa y la única preocupación para los hijos sea ir creciendo al compás del tiempo. Volvemos, pues, a la rutina abarcándolo todo, a los telediarios, a las noticias de los periódicos que hablan de políticos que no saben lo que gobiernan porque, en ocasiones, ni les interesa más allá del momento del voto. Pero hemos tenido un agosto y eso es mucho aunque no lo sepamos, un refugio para cuando el desaliento colme el pecho de cansancio y se haga la semana tan difícil como subir a la cima de una montaña; agosto es un hogar, algo parecido a la habitación propia de la que hablaba Virginia Woolf instalada en cada uno de nosotros, una oportunidad abierta al porvenir de los meses venideros.

Pero debemos ser conscientes: se ha ido agosto silbando una canción antigua mientras las primeras golondrinas estarán construyendo sus nidos en el balcón de una casa que da al mar. Desde allí seguramente se verán las gaviotas de pecho blanco desplegando sus alas de grisura para surcar el aire en vuelos que son geometrías perfectas y que, con las últimas luces del crepúsculo, retornarán a cobijarse en las rocas de los acantilados donde están sus nidos. Incluso es posible que, esta semana, todavía algunos chiquillos hayan seguido bajando al rebalaje para encontrarse con las olas templadas y edificar, ayudándose del necesario cubito rojo, los últimos castillos de arena con la minuciosidad que requieren las obras arquitectónicas que delimitan la infancia. Hace dos años que ya no puedo verlos, afanosos en sus quehaceres, pero sólo intuir que siguen allí me resulta suficiente porque el recuerdo también es un lugar donde hallar la calma imprescindible para abordar todo lo que se nos viene este otoño. Basta en ocasiones con cerrar los ojos para oler la humedad del mar, su salitre, para sentir aquel vientecillo de poniente rozando la cara mientras el sol encendía la inmensidad azul del agua y avanzaba el sueño limpio y fresco, cargado de inocencia, para cerrar la jornada. Es decir que los lugares con playas verdaderas, ésas que se alejan de tumultos y de prisas, huelen a maresía, que es una palabra hermosa que he aprendido este verano en que mi frágil sosiego ha estado lejos del Mediterráneo. Define con milimétrica precisión un sentimiento que tenemos, una suerte de secreto compartido, todas las personas que hemos aprendido que el horizonte más verdadero es un infinito de agua azul en el que, acaso, en ocasiones, surquen aún los aires las cometas.

REMEDIOS SANCHEZ

FOTO: https://www.angelvillamor.com/2017/07/feliz-verano.html

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