Están dejando morir de sed y los árboles del Serrallo, en su alta dignidad, mueren de pie, igual que han vivido

Surtidores de sombra y sueño, oasis ciudadanos de paz, poco a poco van desapareciendo los lugares arbolados donde remansar la vida y hacérnosla habitable a los granadinos. Esta ciudad, que antaño fue vega de frutales y acequias de riego con chopos en los ribazos, patria de remolacha y de maizales, es ahora la urbe del asfalto y del cemento, cercana aproximación a la tierra baldía de Eliot, grisura ordenada y triste abandonada cada vez más a su suerte. Pero hubo una época, que abarca hasta casi el presente, hasta este septiembre que trae a nuestras manos los frutos primeros del otoño, donde existió un lugar recóndito, un paraíso escondido que ocultaba un bosque pequeño y limpio, con su pradera esmeralda y sus bancos de madera diseminados. Por allí, entre almeces, plátanos y algún ciprés apuntando certero y persistente como flecha al cielo, a imitación del de Gerardo Diego, corrían los perrillos, los niños jugaban y, los que ahora somos adultos, configurábamos un mundo alejado de discordias y angustias,  acompañados de nuestros referentes, escuchando el silencio.

Era el Serrallo de antes. Por eso, aunque en los últimos dos años subo menos a aquella que en un tiempo fue mi casa, horizonte de alegría, refugio de afectos y de mágicas sorpresas, veo con desolación en mis visitas de qué forma se secan los almeces, cómo los plátanos son esqueletos deformándose, y la manera en que cada ciprés va perdiendo poco a poco la certidumbre de alcanzar las nubes más blancas.

Evidentemente, los están dejando morir de sed y los árboles del Serrallo, en su alta dignidad, mueren de pie, igual que han vivido; silentes hoy, porque hasta los gorrioncillos  y las currucas van abandonando sus hogares, conscientes de que se avecina el desamparo, esa crueldad que implica la renuncia de los humanos a proteger el medio ambiente que provee -además- de un aire limpio y fragante, pues los rosales bordeaban la pradera. Ya no hay rosas tampoco. Y siento una tristeza infinita al ver cómo va desapareciendo un mundo distinto y mejor por la desidia y la torpeza egoísta de quienes no resguardan ese patrimonio para sus hijos y los hijos de sus hijos, herederos todos de lo que nosotros dejemos, incluidas las enseñanzas, los modos de proceder. Me temo que, si no se toman medidas urgentes, allí no habrá mirlos la próxima primavera, ni las hojas serán hospedaje de paso de las gotas de lluvia cuando el invierno se acerque por sorpresa. No quedará nada si no se actúa pronto y, pronto, es una palabra que rara vez entra en el vocabulario granadí.  Por eso temo poder decir con Eliot, que “he conocido los crepúsculos, las tardes y las mañanas,/ mi vida la he medido con cucharillas de café;/ y conozco las voces agónicas en su agónica caída”. Y aquí lo cuento para no ser cómplice de los que callan y miran para otro lado, de los que vieron un vergel  y cuando lo observan convertido en secarral, piensan en hacer allí un aparcamiento. Quisiera ser la voz de la memoria, apelar a la responsabilidad de Inagra (la urbanización, teóricamente, depende del ayuntamiento) y al compromiso de los propios residentes para salvaguardar un legado que fue verdor, ternura y esperanza. De ellos depende que no sea éste otro más de los vergonzantes olvidos de Granada.

foto Ideal : La entrada principal, calle Aixa la Horra.

 
 
 
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