El Constitucional lleva un castigo de extrema dureza por su inflexibilidad al Código Penal

El Tribunal Constitucional (TC) ha avalado la prisión permanente revisable que aprobó el PP en una modificación del Código Penal (CP) con mayoría absoluta (y en solitario) en 2015. De acuerdo con ella, España incorpora a su ordenamiento jurídico una medida de extrema dureza en su duración temporal. Para ser exactos: la pena es revisable solo después de transcurridos 25 años de cárcel, la mitad de la vida adulta de un individuo. Sin que esté publicado aún el texto de la sentencia —ni los posibles votos particulares—, la discusión del TC, sin embargo, en los dos últimos días no ha girado en torno a la reducción de tan prolongado lapso de tiempo para optar a una primera revisión de la pena sino sobre las condiciones que deben concurrir para suspender o no una libertad acordada, como muy pronto, tras 25 años de cárcel.

La reforma del CP creció al calor de la alarma social causada por diversos casos particularmente execrables, y de gran impacto en los medios y en la sociedad española. Sin embargo, fueron diputados entonces en la oposición de PSOE, IU, ICV-EUiA, CHA, la Izquierda Plural, UPyD, PNV y el Grupo Mixto quienes consideraron el riesgo de que la reforma vulnerase diversos artículos de la Constitución por la inhumanidad de la pena, la posible falta de proporcionalidad y la indefinición temporal de la misma. La disolución de la nube mediática podía haber ayudado a valorar hoy de otro modo la capacidad efectiva de reinserción de un preso ante semejante condena. O el sistema judicial español ha perdido la confianza en la aptitud reeducadora de las prisiones o no es fácil adivinar en esa pena el objetivo de reinserción social que exige la Constitución.

El aval del TC a la reforma ha contado con la oposición de los magistrados Juan Antonio Xiol, María Luisa Balaguer y Cándido Conde Pumpido, que han anunciado votos particulares. Sería deseable que en ellos descubra la sociedad española los argumentos jurídicos que respalden las razones humanitarias de quienes recurrieron la constitucionalidad de la medida en 2015. Contra la psicosis de inseguridad que algunos medios difunden de forma tenaz, esta es una sociedad fundamentalmente segura en la que estas fórmulas extraordinariamente duras de castigo tienen una operatividad muy limitada. Quizá por eso mismo, los tribunales ordinarios la administran de forma muy minoritaria, y hasta mediados de 2019 apenas se ha aplicado en una treintena de casos.

El pronunciamiento del Tribunal Constitucional resulta decepcionante pero el debate no está cerrado. Puede resultar de alto interés que la sentencia vaya acompañada de los votos particulares donde pueda razonarse la conveniencia de revisar la pena a los 15 años de prisión, como defendió infructuosamente la minoría progresista hace dos semanas, sin que haya sido sometida a discusión en el debate de los dos últimos días. Los destellos de populismo vengativo que en su momento tuvo esta reforma del CP son impropios de un Estado de derecho que legisla en frío. Los grupos que recurrieron la ley por inconstitucional tienen ahora mayoría suficiente para corregir lo que creyeron era un desmán. No parece que haya razón que impida derogar una reforma que dificulta hasta la desesperación el cumplimiento del mandato constitucional en el que se funda la misma privación de libertad: su objetivo no es el ensañamiento punitivo sino ofrecer al preso las condiciones para una futura reinserción social.

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