Desde mis tiempos de adolescencia en Alcaudete, siempre me ha gustado ir al mercado.

 
Allí encontraba unos cuadros costumbristas, unos personajes de sainete y, sobre todo, a todas las chicas del pueblo, que a mis dieciocho años no era precisamente un asunto menor. Después, se impuso el supermercado y las escasas veces que voy a un mercado convencional, me encuentro con que la modernidad ha arrumbado otro de mis clichés estéticos, con tanto plástico, acero inoxidable y lámpara antiinsectos. Por eso, cuando estoy en Calahonda, voy al mercadillo, un nuevo ámbito del consumismo compulsivo, un templo de la dudosa ganga y un museo de la estética kitsch (sólo superable en los bazares asiáticos), en que la gente compra fruta, verduras, toallas, sábanas, biquinis y ropa interior, junto a vestidos, productos de imitación y top manta, o cerámica de serie como si se tratara del mayor de los  aciertos especuladores, de ese humildísimo pelotazo tan necesario en tiempos de crisis, de ese olfato para las gangas que hubiéramos necesitado para ver venir lo que nos ha sobrevenido.

El mercadillo empieza con el ritual del montaje de los tenderetes, para lo que toda una legión de vendedores ambulantes, en medio de un auténtico escándalo de barras metálicas, voces y pitidos de furgoneta, organiza la mercancía que va apareciendo del compartimento del vehículo, que –suponemos- debe de ser elástico, a juzgar por el volumen que surge de su interior.

Los veraneantes (con pareo y sombrero, ellas; con bañador o pantalones cortos, camiseta amplia y gorra o sombrero de paja, nosotros) vamos recorriendo el estrecho pasillo, eludiendo los empellones, tratando de dejar paso a quienes acuden con carrito de bebé, con una persona mayor casi impedida en términos motóricos, o con perro. Los saludos también ayudan a mejorar la fluidez, pero todo es cuestión de amoldarse pacientemente, que si se encuentra la esperada ganga, es una satisfacción incomparable y después genera una callada envidia entre los vecinos: esa caja de herramientas, ese compresor, el dispensador de latas de cerveza del frigorífico, la fuente de cerámica imitación de la autóctona de Fajalauza para la ensalada o la gazpachera con seis cuencos… no es que sean bonitos, ni necesarios, ni siquiera son baratos, pero ya que están en el mercadillo, delante de mí… ¡parece una señal!, así que ¿cómo no comprar? No es más que una simple concesión: total, el verano son cuatro caprichos, con todo lo que diga Javier Barrera.

 

 

Los maridos solemos ir menos motivados y se da el caso de aprovechar el rato de mercadillo para hacer las otras compras (periódico, panadería, tabaco, cerveza y vino…) y esperamos a nuestras parejas en una de las cafeterías cercanas, hojeando El País, haciendo el sudoku incluso, aunque hay más de uno que, además se lee todas las declaraciones de Mourinho en el Marca de la casa y se mete una de churros, mientras hace tiempo para que su esposa le dé el toque para coger el voluminoso y pesado cesto y traerlo al apartamento. Lo que salió vacío y plegado suele volver voluminoso y lleno: de pimientos verdes para freírlos con patatas (que le gustan al niño), de pimientos rojos (para la escalibada, que le gusta tanto a la suegra, aunque luego dice que hace malas digestiones y que tienes que llevarla al ambulatorio a las cuatro y media de la tarde), de calabacines para convertirlos en puré frío y de tomates de pera para hacer gazpachos y salmorejos, además de ese melón, que te gusta a ti.

 

 

A mí lo que más me sorprende es ver cómo algunas señoras que presupones llenas de virtud y pudor, se prueban fajas, vestidos y sujetadores delante de todo el mundo, pero poniéndoselos por encima de la batilla casera o del pareo (igual que Supermán, que lleva los gayumbos por fuera), situación que no comprendo, dada su antiestética obscenidad.

Ir al mercadillo también implica aguantar el gracejo que nos es tan natural, que aquí sirve de reclamo mercantil. Veamos un ejemplo. Le preguntas a un vendedor de verduras si tal producto está en buenas condiciones, y él, muy ufano, dominador y sabiéndoselas todas, responde haciendo guiños al resto de circunstantes:

-¿Cómo quieres que esté malo? Yo todo lo malo se lo doy a mi suegra, a ver si revienta.

Ya sabes: o das muestras de complicidad con semejante sujeto o me da a mí que no  te va servir la fruta buena.

 

 

Otra muestra de ese recurso mercadotécnico es el que despliega la chica que pregona:

-¡Braguitas! ¡Braguitas! Paquete de tres por dos euros. Tres, dos euros. Venga niñas, que a este precio sí que os podéis poner bragas.

Lo dicho: encantador.

 

Y nadie crea que esto del mercadillo es para gente ordinaria como yo: todo veraneante, sea cual sea su nivel económico, su rango cultural o su tramo de renta, acude al mercadillo (lo confiese o no), que a fin de cuentas el verano siempre tuvo algo de transgresor, de dejar principios arrumbados, de reconocerse en ese otro bastante más canalla de lo que habitualmente se es. La prueba palpable surge cuando cae en nuestro patio una toalla de un tendedero vecino y compruebas que puede ser de unas cuarenta familias distintas que pasan ante la puerta de camino a la piscina, o el pareo de tu mujer se ve extrañamente multiplicado por mil en el chiringuito, o tu bañador es un clon de los otros doscientos que ha vendido en su puesto un gitano de Lanjarón en una sola mañana.

Lo confieso: al principio, odiaba el mercadillo. Ahora voy casi siempre, e incluso se lo recuerdo a mi mujer si es que se le olvida. Por cierto, si tenéis que comunicaros conmigo, no me llaméis ni jueves ni sábados: lo más posible es que esté de mercadillo.

 

Alberto Granados

Mercadillo

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