Tratamos de tapar nuestro vacío existencial con posesiones y distracciones. Pero no funciona

La tecnología impulsa simultáneamente nuestro poder y nuestra alienación, escribe en su último libro el filósofo Jordi Pigem, del que ‘Ideas’ publica un extracto. Es una receta perfecta para el desastre

Vamos hacia una sociedad cada vez más alienada, ya intuyó Erich Fromm. En su breve ensayo La condición humana actual, publicado en 1955, advertía que vamos hacia una sociedad tan rebosante de prodigios tecnoló- gicos como carente de sabiduría para usarlos, una sociedad en que las personas no guían a la tecnología, sino que la tecnología las guía a ellas. Fromm creía que “en los próximos cincuenta o cien años” (ya estamos de lleno en ese intervalo) podríamos tener un mundo en el que las personas “se convierten cada vez más en robots”, personas robotizadas que, a su vez, fabrican robots que actúan como personas. Efectivamente, así es nuestro tiempo. La tecnología ha dejado de ser un instrumento y hoy lleva las riendas, cada vez más. Por un lado nos empodera, multiplica enormemente nuestras posibilidades. Por otro lado, acrecienta el vacío existencial que ya empezó a asomar en tiempos de Kafka, Joyce y Camus. La tecnología hace crecer simultáneamente nuestro poder y nuestra alienación. Una perfecta receta para el desastre. Fromm prevé que “los procesos que fomentan la alienación humana continuarán” en el siglo XXI. El peligro, concluye, es que las personas, cada vez más alienadas, se conviertan en una especie de robots. Entonces, ¿hacia qué mundo vamos? Hacia un mundo, escribe, en que los seres humanos no dedicarán su esfuerzo “al servicio de la vida” y de los grandes valores (“amor, verdad, justicia”), sino que “destruirán su mundo y se destruirán a sí mismos porque serán incapaces de soportar el aburri- miento de una vida sin sentido”.

Lo único que hoy parece importar es la supervivencia biológica y la eficiencia tecnocrática. La eficiencia y el control son la cara (atractiva) y la cruz (funesta) de la misma lógica tecnocrática que se ha ido imponiendo y que va eclipsando la alegría de vivir y el sentido de la existencia. En el mismo número de The American Scholar en que Fromm publica su texto, una docena de páginas más adelante hay otro pequeño ensayo, Freedom and the Control of Men (La libertad y el control de los hombres), de B. F. Skinner. Para este científico, padre de la psicología conductista, lo único relevante en los seres humanos es lo estrictamente cuantificable y (en sus propias palabras) “manipulable”. En la última frase de ese texto, Skinner define la aventura humana sobre la Tierra como “la larga lucha del hombre por controlar a la naturaleza y a sí mismo”. Cuantificación, manipulación, control: todo ello crece más y más en un mundo tecnocrático como el de hoy. En el mundo de los hechos, se ha ido imponiendo la mirada de Skinner. Pero la mirada de Fromm sigue siendo más profunda y certera: estamos destruyendo la red de la vida y nos estamos autodestruyendo porque no podemos soportar el aburrimiento de una vida sin sentido.

El aburrimiento de una vida sin sentido se manifiesta en la cultura europea al menos desde que el término ni- hilismo toma carta de naturaleza. El nihilismo, el más inquietante de los huéspedes, como lo define Nietzsche, es la constatación de que no hay nada (nihil, en latín) que pueda servirnos verdaderamente como fundamento u horizonte: nada en el fondo tiene sentido. El término nihilismo aparece por primera vez en un personaje de Turguénev, pero su presencia ya se había dejado sentir en autores de las generaciones anteriores (Jean Paul, Hölderlin, Leopardi). De hecho, su expresión más rotunda aparece mucho antes, a principios del siglo XVII, cuando Macbeth describe la existencia como “a tale told by an idiot, full of sound and fury, signifying nothing” (un cuento contado por un idiota, lleno de sonido y de furia, que no significa nada). En Los hermanos Karamázov, la gran novela filosófica de Dostoyevski, Iván constata que Dios ha muerto y, por tanto, el ser humano es libre. Pero la muerte de Dios, sin ningún otro horizonte que supla su ausencia, deja al mundo sin norte y al ser humano sin rumbo. “Todo está permitido”, escribe Dostoyevski: la nueva libertad no pone límites a los instintos más egoístas y criminales. Nietzsche toma nota pronto: “El peligro de los peligros: nada tiene sentido”. La experiencia de que nada tiene sentido se halla en el núcleo de las grandes obras de Kafka, Joyce, Beckett y tantos otros testigos del siglo XX, relatos que no significan nada más allá de la constatación del absurdo y de la falta de sentido, y en los que ya ni siquiera queda la furia.

Hoy encontramos la misma constatación bajo la efervescente espuma de las distracciones electrónicas. David Foster Wallace, descrito por The New York Times tras su suicidio en 2008 como “la mejor mente de su generación”, intentó expresar la angustia y el extravío que sentía en el fondo de un mundo acomodado como el suyo: “Hay algo especialmente triste en ello, algo que no tiene mucho que ver con las circunstancias físicas, o con la economía o con nada de lo que se habla en las noticias. Es más como una angustia al nivel del estómago. La veo en mí y en mis amigos de distintas formas. Se manifiesta como una especie de extravío”.

En momentos de silencio o confinamiento, si no somos presa de las distracciones o del miedo, tal vez nos preguntamos qué es todo esto, qué hacemos aquí. No se trata de fantasías de personas especialmente sensibles. También lo han constatado científicos del más alto nivel. Jacques Monod, premio Nobel de Medicina, afirmaba que el ser humano se halla extraviado en un universo que es “sordo a su música” y “tan indiferente a sus esperanzas como a su sufrimiento o a sus crímenes”. Steven Weinberg, premio Nobel de Física, escribe que el universo es “abrumadoramente hostil” y que cuanto más lo conocemos, más comprobamos que no tiene ningún sentido.

La falta de sentido no es exclusiva del mundo contemporáneo. Si el ser humano está extraviado, lo está desde hace tiempo. Pero desde hace algo más de un siglo, desde el estallido de la Primera Guerra Mundial, ese extravío se siente con mayor intensidad. Y con mayor intensidad todavía se siente a partir de la Segunda Guerra Mundial.

En cuatro campos de concentración nazis estuvo internado el psiquiatra Viktor Frankl. Allí constató que solo quienes tenían una profunda motivación conseguían reunir fuerzas para sobrevivir, física y psicológicamente, a aquellas condiciones atroces. Frankl comprendió que lo que en el fondo más nos motiva no es la sed de placer o de poder, sino la búsqueda del sentido de la propia vida, de un horizonte hacia el que valga la pena caminar en la aventura de la existencia. El sentido de la propia vida, único e intransferible, no es algo que tengamos que inventar, sino algo que vamos descubriendo a cada momento y a lo largo de los años.

Frankl señalaba que el vacío existencial, la incapacidad de encontrar sentido a la vida, “es un fenómeno generalizado en el siglo XX”. Produce una frustración íntima de la que emergen múltiples formas de depresión, ansiedad y adicción. De esa falta de sentido también derivan la sed codiciosa de dinero y poder, y la desorientación que hoy impregna el mundo. Un filósofo versado en cuestiones de psiquiatría, David Michael Levin, señalaba hace ya más de tres décadas: “La compulsión a producir y consumir, conducta característica de nuestra vida en una economía tecnológica avanzada, podría ser a la vez una expresión de furia nihilista y una defensa maniaca contra nuestra depresión colectiva en una época de insoportable pobreza espiritual y de creciente sentido de desesperación”.

Es como si tuviéramos que tapar el vacío existencial a base de posesiones y distracciones, cada vez más aceleradas y más intensas. Con ello perdemos el arraigo, la coherencia y la plena presencia en el aquí y ahora. Y el mundo que antes llamábamos real queda sustituido por un mundo centrado en los entretenimientos.

FOTO: Un técnico trabaja con robots en una fábrica inteligente de Zhejiang, China, en octubre de 2020.VCG (VCG VIA GETTY IMAGES)

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