La frase suele ir acompañada de un tono indignado, molesto, que asume un agravio deliberado: “He llamado siete veces al centro de salud y no me cogen el teléfono”.

Cabezas que asienten comprensivas, réplicas que añaden leña al fuego, exabruptos indignados. Hay miles de variantes que comparten un sentir similar, una frustración manifiesta: la cita que dan para dentro de tres meses (¡escandalosa!), la cola de espera para ser atendido (¡inaceptable!), el retraso sobre la hora prevista (¡incomprensible!). Casi nadie escapa a una experiencia similar. Sí, estas son situaciones reales que ocurren todos los días. Si tenemos fiebre, o una infección, o si nos sorprende un dolor de origen inexplicable, queremos que nos atiendan. Nada hay más lógico. Tenemos miedo y necesidad de saber. De sanar.

El problema del miedo es que se entiende mal con la empatía, y, a la vez, es un gran cómplice del arte de culpabilizar. Así que los adjetivos hirientes que suelen acompañar a estas narraciones buscan desesperadamente una víctima, alguien en quien depositarse, una cabeza de turco. Y aquí es donde la situación descarrila. Resulta profundamente perturbador ver cómo, según se interprete lo que está sucediendo, se puede llegar a conclusiones delirantes. Una en particular resulta especialmente siniestra: la que condena, sin juicio y sin fundamentos, a los profesionales de la sanidad pública, que precisamente son quienes más se están dejando la piel para sacarnos de esta situación de espanto. La condena nace como una simple nube de sospecha que se va expandiendo. ¿Será que no cogen el teléfono porque no se afanan bastante? ¿Apostamos algo a que van por el segundo café de la mañana cuando deberían estar trabajando? Claro, al final el personal médico y allegados son funcionarios. Ya querríamos otros vivir así de bien.

¿Así de bien? ¿Cómo de bien? Porque lo cierto es que pocos somos los que hemos tenido la desgracia de tener que asomarnos al horror de la UCI, presenciando por un momento lo que significa estar en esa primera línea que aplaudíamos desde los balcones, y de la que no han salido desde entonces. Ahí siguen, a pesar de todo, un día tras otro. ¿Se puede pedir más por menos? Parece ser que sí, vistas las condiciones en que tienen que trabajar, cada vez más asfixiantes. Ya nos lo advertían cuando los llamábamos héroes y heroínas: no lo son, y por eso necesitan apoyo, reconocimiento, medios. Necesitan poder hacer su trabajo. Lo que se encuentran, en cambio, son un recorte tras otro. Un más difícil todavía que tiene muy poca gracia cuando se saca del contexto de un circo. Esto es lo que realmente explica el “no me cogen el teléfono”.

Dos años de pandemia se nos están haciendo muy cuesta arriba incluso en esta parte del mundo que tiene todo lo que necesita y mucho más. Pero por humanidad, por solidaridad, o incluso, si eso no fuera suficiente razón, por puro egoísmo, cuidemos a quienes, llegada la hora, son los únicos que saben cuidarnos.

Laura Furones

https://www.mujeresaseguir.com/social/opinion/1167746048615/no-me-cogen-telefono.1.html

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