El mes de junio pasado Politikon, en colaboración con la FES, juntó en Madrid a algunos de los expertos más destacados de España en materia de género y primera infancia con representantes de distintos partidos políticos. El objetivo de aquél encuentro era el intercambio de ideas desde los dos frentes: el punto de vista de los encargados de poner en práctica las políticas públicas, y el de los que se dedican a estudiarlas y evaluarlas. Ahora, a menos de un mes de las elecciones generales, el tema está sobre la mesa y los programas de la mayoría de contendientes, por lo que nos parece pertinente retomar lo que allá se discutió.

Este debate, cuando se aborda en la esfera pública, se enfoca a menudo alrededor del problema de la “discriminación” o de forma más amplia, sobre el “machismo”. La idea sería que el estatus de inferioridad que es impuestos a las mujeres en el mercado laboral sería fruto de los prejuicios machistas que tienen los empresarios u otros trabajadores. Esto los llevaría a darles un tratamiento discriminatorio. Es normal entonces que se perciba que la solución debe concentrarse en regular las prácticas en el lugar de trabajo y en medidas de concienciación.

Es difícil pensar en alguien que considere apropiado, al menos en público, no combatir el machismo o la discriminación. Sin embargo, este framing del debate tiende a dejar de lado otra tipo de medidas que intentan abordar el problema de forma menos frontal, pero potencialmente más prometedora.

Inversión en primera infancia, inversión en igualdad

El argumento a favor de tener un sistema de guarderías accesible es algo de lo que se ha hablado varias veces en este blog. Sintéticamente, es en el seno de la familia y en los primeros años de vida cuando se forman las desigualdades, e invertir en primera infancia tiene de apoyo tanto un argumento de justicia -nadie debería ser penalizado por nacer en la familia equivocada- y de eficiencia -las guarderías de hoy son el capital humano de mañana y los impuestos/pensiones de pasado mañana.

Pero además, es una medida esencial para la promoción de la igualdad de género. Aunque deba ser un objetivo de cualquier política de igualdad cambiarlo, a día de hoy la maternidad es un coste que recae más que proporcionalmente sobre las mujeres. Son las mujeres las que reducen su participación en el mercado laboral para cuidar de sus hijos, y en la medida en la que externalizar el cuidado de los hijos sea menos factible, más difícil será lograr que las mujeres jueguen en igualdad de condiciones en la arena laboral.

Todo lo que puede decirse del coste que tiene para la igualdad el cuidado de los hijos, puede decirse también del cuidado de los mayores. Es, en media, la mujer la que tiende a ocuparse de los abuelos y por ello un sistema que abarate el cuidado de éstos es uno que tenderá a mejorar el estatus de la mujer en el mercado laboral.

El principal problema de estas políticas es que entran directamente en el presupuesto del Estado. Aún cuando la inversión en primera infancia sea una forma de “invertir en impuestos futuros”, en un escenario de ajuste fiscal es difícil que en España nos planteemos seriamente cambios drásticos en este ámbito a corto plazo. Por eso, es importante no dejar de prestar atención a las otras tres medidas que pueden no costar dinero al presupuesto.

Permisos intransferibles, obligatorios y simétricos

Si el problema es el reparto desigual del trabajo doméstico y los cuidados, una solución consistiría en abordar el problema en el hogar.

Como explica Teresa Jurado en en los dos artículos enlazados, un sistema de permisos iguales e intransferibles podría cambiar a medio plazo la estructura familiar. Al igual que para el mercado de trabajo, la actividad doméstica require un proceso de aprendizaje y la simetría en los permisos por paternidad/maternidad se traduciría en que la especialización que ahora ocurre se vería atenuada.

Un debate interesante que surgió aquél día en el encuentro es sobre si la baja por paternidad debería ser obligatoria u optativa. Alguno de los participantes en el debate sugirió que esto supondría una intromisión en la vida familiar excesivamente fuerte y, al margen de si era deseable, haría muy difícil reunir el apoyo político necesario para una medida de este tipo. Este argumento tiene sentido. Más allá de si el Estado debe intervenir o no en la vida familiar -un debate normativo en el cuál cada uno puede tener su opinión- es importante darse cuenta que reducir el margen para el reparto del trabajo doméstico (obligar a los padres a tomarse el permiso) puede afectar a (penalizando) las decisiones de tener hijos. No es difícil darse cuenta que si en la actualidad muchas parejas retrasan sus decisiones de tener hijos a que la mujer esté situada profesionalmente, lo harían en mayor medida si ambos miembros de la pareja tuvieran que tomar esa decisión.

Sin embargo, como apuntó otro ponente, hay argumentos algo más sutiles a favor de la obligatoriedad. Más allá de afectar a la toma de decisiones en el hogar (en favor de la mujer) una medida de este tipo podría revertir la norma social que hoy hace que los empleadores esperen que los hombres no recurran al permiso. La idea es sencilla: si el permiso es opcional, hay un equilibrio de expectativas en el que los hombres son contratados preferentemente frente a las mujeres porque son menos susceptibles de recurrir a la baja por paternidad. En este escenario, recurrir a ella sería visto como una ruptura de ese “contrato implícito” que señalizaría una falta de compromiso con el puesto de trabajo -algo que no ocurriría con la mujer. En la situación en la que fuera obligatorio, sin embargo, el valor de señalización no existiría.

Sin embargo, es difícil no ser sensible al problema de que cada pareja puede desear tener distintos arreglos -por ejemplo, respecto a la duración del permiso. Por eso, una forma de minimizar la intrusividad de la medida sin renunciar a su carácter igualitario sería que conjuntamente cada pareja pudiera decidir la duración del permiso a la que desean optar siempre y cuando ambos opten por la misma.

Fiscalidad de género

Un principio básico en economía sugiere que los impuestos deben ser tanto más bajos como más sensible sea lo que se está imponiendo al precio. Esto es así porque con un impuesto, el coste tiende a subir, y por tanto la demanda tiende a bajar, mientras que el ingreso no, con lo que la oferta se mantiene. En resumen: cuando más elástica (sensible) sea una actividad, menor el poder recaudador de un impuesto, mayor la distorsión que produce. En un escenario utópico, por tanto, cada persona, en función de su disposición a trabajar y dejando consideraciones de equidad al margen, debería soportar un impuesto distinto.

La investigación en economía que la oferta de trabajo de las mujeres es de hecho mucho más sensible al salario que la de los hombres. Aunque esto puede estar cambiando, se trata de algo intuitivo: hay muchas más mujeres que no son la persona de referencia (es decir, quien más ingresos aporta) del hogar. En media la participación en el mercado laboral de los hombres es mucho menos sensible al salario que la de las mujeres. Es posible imponer a los hombres impuestos más altos que a las mujeres sin que estos decidan dejar de trabajar. Y, siempre según este principio, mientras lo hombres y las mujeres se enfrenten al mismo impuesto marginal por su trabajo, los primeros estarían pagando de menos y las segundas de más.

Es importante darse cuenta de que esto es una aplicación aburrida y mecánica de la teoría económica (la llamada “Regla de Ramsey“) que aparece en cualquier libro de introducción, no una idea feminista radical. En su formulación más moderna, apareció en 2011 en la American Economic Review, un artículo que había levantado críticas a diestro y siniestro.

Más allá de la especificidad del diseño, hay un principio en el corazón de la idea que subrayan sus autores:

La imposición basada en el género no es la única política de género que puede conseguir una mejor asignación de las tareas doméstica. Pero ha sido sorprendentemente ignorada como una de las opciones posibles, junto con otras más tradicionales, pero no por ello menos “distorsionadoras” como la discriminación positiva o cuotas de contratación y promoción, políticas familiares subsidiadas y permisos parentelas. La imposición basada en el género iría a la raíz del problema induciendo una asignación más igualitaria de las tareas domésticas entre esposos.

La tributación conjunta a debate

España, al igual que la mayoría de los países de su entorno, mantiene un régimen de tributación conjunta de los cónyuges. La idea detrás de este sistema es una elección en el siguiente compromiso (véase la página 66 para una revisión del debate):

Un sistema impositivo no puede ser al mismo tiempo progresivo, neutral respecto a las decisiones de emparejamiento y cohabitación e imponer a todas las familias con la misma renta conjunta de la misma forma.

La tributación conjunta intenta dar cabida al hecho de que la unidad económica para muchas parejas es la familia: los cónyuges comparten gastos e ingresos. En ese sentido, la tributación conjunta afecta a los dos cónyuges, (grosso modo) dividiendo la renta imponible entre los miembros de la familia y calcular la cuota sobre ese cociente. En la medida en la que el impuesto sobre la renta es progresivo, este sistema penaliza a las parejas que tienen más renta conjunta y, por tanto, a aquellas en las que ambos miembros trabajan.

El problema es patente si se observa en el margen. Para una mujer que viva sola, el primer euro que empiece a ganar en el mercado de trabajo empezará a ser impuesto al mínimo impositivo de los tramos del IRPF. Sin embargo, si esa misma mujer está casada, soportará un impuesto mucho mayor porque su familia dejará de poder acogerse a la tributación conjunta.

Es importante darse cuenta de que hay un compromiso, una elección implícita. Desde el punto de vista de la capacidad de pago, aquella pareja en la que ambos estén muy cualificados y puedan pagar más, debería pagar más (si el impuesto es progresivo) que aquella en la que solo uno de los miembros trabaje. Se trata de un sistema que probablemente tenía sentido en otra época. Sin embargo, hoy en la práctica, la tributación conjunta funciona como un subsidio para que la persona que no gana más ingresos en el hogar (i.e. las mujeres) dejen de trabajar después de tener su primer hijo y es por tanto un obstáculo artificial a la participación de las mujeres en el mercado laboral.

Paridad entre directivos

Nacho Conde-Ruiz hizo particular hincapié aquél día en el problema de las cuotas en los consejos de administración.

La desigualdad de género es particularmente fuerte a niveles de alta administración, y existen razones suficientes para pensar que no se trata de algo que esté justificado por criterios meritocráticos o preferencias de las mujeres. El tipo de mecanismos, como la homogamia o el tipo de entornos de trabajo “masculinizados” que producen hostilidad hacia las mujeres, es probablemente suficiente para justificar que se fomente la participación de las mujeres de una forma más agresiva.

Pero además, es importante darse cuenta de que la presencia de mujeres en las estructuras directivas tiene el potencial de cambiar el funcionamiento interno de la empresa haciéndola más sensible a las necesidades de las mujeres. Parece sensato pensar que una empresa dirigida por mujeres tenderá a acomodar mejor las demandas de sus trabajadoras -horarios más flexibles, política de horarios más razonables, etc.

La dimensión de género de la dualidad

El corazón del problema del mercado laboral en España es la dualidad del mercado de trabajo. Las consecuencias del paro afectan desproporcionadamente a unos trabajadores (los precarios) frente a otros (los estables), organizados en dos circuitos relativamente separados -uno con acceso a las estructuras del estado de bienestar, el otro privado de estos. Mientras que en un mercado rígido las transiciones entre empleos son largas pero los trabajadores están protegidos por la indemnización por despido, en uno flexible la indemnización es baja, pero los trabajadores están protegidos por el seguro de desempleo o la apertura constante de nuevos puestos de trabajo. Un mercado dual combina lo peor de ambos mundos: la dureza del desempleo de un mercado rígido y la desprotección de un flexible. Esta protección asimétrica es la fuente de todo tipo de abusos: tratamiento desigualdad en el lugar de trabajo, menor consideración por los sindicatos, discriminación salarial, abusos, etc.

En la medida en que las mujeres -debido a la maternidad- están más expuestas a las transiciones entre empleos, este problema tiene una dimensión de género. Aún cuando la crisis haya podido enmascarar este fenómeno -afectando a sectores predominantemente masculinizados, como la construcción- las mujeres son generalmente más propensas a dejar su trabajo temporalmente – y el efecto de la dualidad es hacer la reinserción en el mercado laboral particularmente dura. Por eso, las políticas que buscan combatir la dualidad son probablemente una pieza esencial de cualquier política de género.

Las políticas que he discutido aquí intentan atacar distintas dimensiones de la desigualdad de género. En última instancia, las raíces de ésta son complejas y se encuentran en las estructuras de lo cotidiano. Ninguna de estas medidas es una fórmula mágica contra esto. Sin embargo, todas las medidas que he planteado aquí tienen el potencial de mejorar este estado de cosas aunque sea marginalmente. Además, con la excepción del caso de la inversión en primera infancia, todas son medidas que son aptas para tiempos de crisis porque pueden diseñarse para que tengan un coste despreciable para el Estado.

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