En Cataluña coinciden una derecha local cleptómana, los independentistas de siempre y una extrema izquierda follonera. El motivo es el de sentirse superiores, dando a entender a los paisanos que “haciendo rancho aparte, cabremos a más”

Las elecciones de septiembre en Cataluña dieron lugar al insólito apareamiento de una derecha local cleptómana, los independentistas de siempre y una extrema izquierda de sesgo neolibertario y follonera. Esa coyunda sólo podía producir colapso político y e inestabilidad contaminante. Ahora toca cortejar a Podemos, que tras un engañoso éxito en los comicios generales del 20 de diciembre, es rehén de aquellos a quienes deben parte de su botín electoral. Sus acreedores les exigen defender un referéndum vinculante de secesión en Cataluña como condición indeclinable de cualquier pacto para la gobernabilidad de España. Ésta ha estado con frecuencia condicionada por la cuestión catalana pero no hasta el punto de poner en peligro la supervivencia del Estado democrático. Hoy, tras unas elecciones generales nada concluyentes, el PSOE resulta decisivo. Dicen que debe elegir entre arruinar a España o caer en la irrelevancia. Logrará ambas cosas si se alía con un Podemos nada fiable y sólo creíble en su determinación de suplantar al PSOE.

Todo este disparate no hubiera sido posible sin el concurso de otras circunstancias. En primer lugar, una conciencia nacional escindida y vergonzante que los españoles arrastramos desde el final de la experiencia imperial. En segundo lugar, la política no sabe leer la nueva realidad desde que tras la Guerra Fría se desactivaron los idearios movilizadores del siglo XX. De estos solo quedan unos cuantos dogmas que una política ayuna de inteligencia agita y acompaña en cada bando con argumentarios acorde con el guión mediático imperante. De esta manera la política alivia su desconcierto. En concreto, la situación en Cataluña responde a una concienzuda labor de los misioneros del credo nacionalista y un formidable ejercicio de hegemonía que por su eficacia habría asombrado al mismo Gramsci. En su ejecutoria ha contado con la anuencia ruin de unos pocos poderosos, el apocamiento de bienpensantes puestos de perfil y la omisión irresponsable de los más. La hegemonía es antesala de una deriva totalitaria.

Pues bien, sólo la mezcla de hegemonía y miseria político-mediática explica que un eufemismo simplón se convierta en bandera de conveniencia para independentistas irredentos y “progres” desorientados o interesados. De esta manera el más peliagudo problema de España no se sustenta en una buena razón sino en un gran embuste: el “derecho a decidir” como quintaesencia de la democracia.

La democracia no fue ideada para hacer o deshacer Estados,
sino para gobernarlos

Una afirmación tan genérica y equivoca pretende alterar el sentido y alcance del derecho de participación política. A partir de ella, cualquier colectivo puede invocarla para decidir lo que le venga en gana, aduciendo que toda expresión de autogobierno es valiosa para engendrar legitimidad. Como si ésta no dependiese de la calidad moral de lo que se decida y cómo; como si el alcance y ámbito de nuestra capacidad de autogobierno no estuviese delimitada por los otros derechos y el derecho de los otros. Sin duda, el de participación política es básico e insustituible pero está circunscrito por un núcleo de razones sustantivas que se resumen en el repertorio de los Derechos Humanos y unos procedimientos que se sustancian en el buen funcionamiento del Estado de derecho. Sin ese horizonte moral y asiento institucional ninguna comunidad política deviene comunidad de justicia. Contra este fundamento arremete el proceso independentista, al tiempo que mina algunas de las condiciones que hacen viable la democracia.

Como ha demostrado una práctica secular y la teoría sobre la democracia, ésta no fue ideada para hacer o deshacer Estados sino para dotarlos de instituciones moralmente valiosas y gobernarlos de manera justa. En tanto que procedimiento, opera sobre comunidades políticas constituidas como condición previa de su funcionamiento. En suma, participantes y territorio deben ser tenidos por un hecho cierto para que la democracia entre en acción; por eso, la integridad del ámbito territorial se convierte en una de las circunstancias necesarias de aquella.

Arrastramos una conciencia nacional vergonzante desde el final de la experiencia imperial

Tampoco el derecho moral a participar en las decisiones de la comunidad política faculta a una porción de sus miembros a erigirse en sujeto soberano de decisión, a determinar por su cuenta quienes son los participantes en los procesos de decisión colectiva o alterar las prerrogativas y obligaciones que la condición de ciudadano confiere al conjunto de los miembros de la comunidad política estatal. Y aunque no les corresponda en derecho ni en justicia arrogarse esa capacidad dispositiva, a veces una parte territorialmente circunscrita de los ciudadanos aprovechan coyunturas críticas para modificar los mecanismos de decisión en la idea de que las consecuencias del cambio les beneficiarán. Crean reglas de facto decididas en su campo y suplantan reglas generales que afectan a un universo de participantes más extenso. Tratan así de configurar un demos a medida, moldeado a conveniencia para convertir sus aspiraciones particulares en derechos y obligaciones universales. En sociedades azotadas por una gran crisis social y económica un supuesto derecho de secesión puede convertirse en un potente recurso de chantaje frente al Estado de grupos territorialmente circunscritos y mejor situados que perjudica a los malparados en el conjunto de la comunidad. He aquí un caso claro de uso fraudulento de la participación política, que excluye en vez de incluir, divide y resta, atenta a la igualdad de trato; en suma, merma el alcance de las libertades y derechos fundamentales de los que son titulares el conjunto de ciudadanos del Estado; y afecta a su distribución .

Los independentistas y compañeros de viaje han montando un gran follón en nombre de la democracia para que los intereses de los menos decidan sobre los de los más. Invocan la igualdad y fabrican desigualdad en tanto los réditos de unos se obtienen al precio de empeorar las condiciones de los peor situados, de los que disponen de menos capacidad de presión para hacer valer sus demandas. Para una mayoría de ciudadanos, el mantra del derecho a decidir se proyecta como privilegio y afrenta excluyente; en fin, marcha en sentido inverso a la democracia y su criterio de justicia. Y aunque lo mistifiquen, les mueve el motivo de siempre: sentirse diferentes para arrogarse el derecho a crear un ámbito privativo de decisión política dando a entender a los paisanos que “haciendo rancho aparte, cabremos a más”. En esto consiste la almendra política del asunto. No busquen otra. Tampoco hay choque de trenes sino un asalto a la democracia, víctima en este ocasión de una estrategia oportunista e irresponsable, improcedente legalmente y profundamente inmoral. Por favor, ténganlo en cuenta a la hora de pactar. Nos jugamos demasiado.

Ramón Vargas-Machuca Ortega es catedrático de Filosofía Política. Fue miembro del Comité Federal del PSOE de 1976 a 1993.

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