MEMORIAS DE UNA HISTORIA INVENTADA: MILI. PUNTO UNO (parte 2ª) por Manuel Sierra

Continuación del articulo publicado por MANUEL SIERRA en el MIRADOR DE ATARFE  el día 05/04/2016

El mes y medio del campamento fue algo duro, y aquellas clases de teoría sobre balística, maniobras, manejo de armas, y otras tonterías, justo después de comer, eran un suplicio chino, en el que solo mis ojos pequeños me servían para no delatar mi somnolencia; pero a los diez días desde mi llegada me llamaron de la Oficina de Correos y Caja Postal (seis meses antes había aprobado las oposiciones, aunque no era oficialmente cartero ya que no pude hacer las prácticas debido al dichoso servicio militar, hecho que puse en conocimiento de la persona responsable de la oficina) y allí conocí a alguien que posteriormente tuvo una gran importancia en mi vida en Madrid, fuera de la mili, mi compañero y amigo Juan Carlos, manchego extremadamente delgado, con su frágil apariencia y su deje de pasmosa tranquilidad que exasperaba a cualquiera, pero con un corazón grande, siempre dispuesto a ayudar y compartir. Gracias a él y al resto de compañeros civiles y militares de la Oficina de Correos me raspé un resto de campamento… que no os podeís imaginar.

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La jura de bandera fue otro momento excitante, con todo el mundo mirándote (eso te creías tú), a la par que algo decepcionado, porque mis padres, como muchos otros, no vinieron a verme, y es que se iba un pastón, que entonces no teníamos. Allí, en la explanada del campamento, a más de cuarenta grados, sin una sombrica, algún compañero lo pasó mal e incluso alguien se desmayó por lipotimia, pero yo aguanté y cuando acabamos, me fui con otros amigos a celebrarlo a Tenerife. Ya sabíamos que algunos no iríamos al mismo destino y la despedida era por tanto necesaria.

Hubiera podido quedarme en el campamento todo el servicio militar como cartero, o también como maestro, que también me lo ofrecieron, enseñando a los reclutas analfabetos y semianalfabetos, pero decidí que para una vez que iba a Canarias, vamos, ¡no me iba a quedar en el mismo sitio todo el rato!, así que pedí Artillería y me llevaron al Cristo de La Laguna, donde tuve la suerte de vivir un servicio militar de grato recuerdo, tanto por los compañeros como por los civiles de la isla que conocí.

Mi buen amigo Juan, conductor, extremeño de pura cepa, cabezón como él solo, pero un niño grande al que podías llevar donde quisieras si no le metías los dedos en las narices (o sea, si no le tocabas…). Siempre que podía salía con él al mercado a traernos las viandas para la comida, o a recoger a algún mando, y aprendí muchas cosas con él: responsabilidad, respeto, independencia y un toque de tozudez que tan necesario es a veces junto a una pizca de rebeldía, tan necesaria en ocasiones.

Pedro, mi bilbaino de la lavandería, con el que pasaba tardes enteras cantando canciones de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. O mi buen amigo Moncho, pintor de profesión y vasco de religión. Con él compartí tardes de salida, tardes de paseo, y fines de semana de desenfreno.

Alvaro, en la cocina, siempre nos preparaba unos bocatas pá cortar el hipo; era un tipo grande, ingenuo e inocente, y a la vez un verdadero cocinero.

No puedo olvidarme de mi «abuelo» Fernández, un cordobés que me cogió cariño porque yo era su «rata» (abuelo era el nombre que le dábamos a los soldados próximos a licenciarse. mientras que rata eramos los que acabábamos de llegar al cuartel); además era universitario con una anchura de mente impresionante. Un tipo elegante a la par que decidido. Y un verdadero Quijote. No eludió alguna bronca con alguno de sus compañeros de reemplazo que quiso propasarse en alguna inocentada conmigo.

Porque entonces había en el ejército (en mandos y tropa, sin distinción) un montón de desertores del arado que en la mili encontraban su razón de ser, y pagaban con fuerza en contra del recluta lo que nunca conseguirían con actitud o inteligencia. De esta gente también los hubo, y guardo borrosamente algún incidente desafortunado, pero, como me ocurre con lo negativo, he olvidado sus nombres.

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Realmente fue una suerte ir a aquella batería de Servicios, conocer al Teniente Lupiañez, quien me nombró furriel el mismo día que llegué y me dejó llevar la administración de la batería casi a mi manera; quien depositó en mí una ciega confianza, que yo correspondí ayudándole en todo lo que me pedía; nuestra relación fue tan cercana que me llevó con su escarabajo amarillo al Puerto de La Cruz a por manteles bordados para mi madre cuando faltaban unos pocos días para que me licenciara, y que no aceptó que pagara la gasolina ni la comida a la que me invitó allí. Era un tipo rudo en apariencia y sereno en su trato, aunque cuando se enfadaba era mejor no estar cerca.

Me acuerdo de Canarias, de La Laguna, y siempre resurge la imagen de mis amigas Lupe y Angustias, y de mi buen Gustavo, quien me llevó de paquete en su Honda 1500 por todas las romerías que se celebraban en cada rincón de la isla. Gracias a todos ellos tuve un conocimiento del folclore canario superior a muchos de mis compañeros de milicia, para quienes el destino en Canarias era cuando menos una cruel broma que les había enviado lejos de familia, novia o trabajo, o cuando más, una auténtica putada que les había dejado en paro porque al volver se encontraron con su puesto ocupado.

Y ahora, aunque han pasado más de treinta años, muchas veces, cuando levanto la puerta de la cochera de casa, me siento de nuevo en la parte de atrás del cuartel, en La Laguna, dispuesto a recorrer la carretera de las Canteras con la ventanilla bajada y la gorra en el asiento.

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