Mario abrió la puerta y me avisó de que venía con alguien:

-Marga, mira a quien he encontrado por ahí –lo decía en ese tono jovial e inocente del que ignora que está a punto de remover todo mi pasado, toda mi vida.

Dejé de vigilar el arroz y me asomé para ver la sorpresa, en zapatillas y con el delantal puesto. Y menos mal que acababa de ducharme y vestirme. Hubiera sido imperdonable que él me viera en camisón y bata de casa. Sentí no haberme maquillado un poco, lo justo, pero era domingo y no esperábamos a nadie. Se trataba sólo de un día para descansar tranquilamente en casa, sin prisas, sin estrés, sin sobresaltos…

Unos segundos para reconocer esas facciones que no encajaban del todo con el recuerdo de entonces, un vuelco en el corazón, un intento de dominar mis emociones y la plena conciencia de que mi marido era imbécil. Muy buen marido, de eso no cabía duda, pero irremediablemente imbécil: me traía, y al parecer muy contento, al hombre de quien estuve enamorada hasta la locura cuarenta años antes. Y lo hacía deshecho en sonrisas de celebración.

-Ha sido verlo y lo he reconocido de momento, ¿verdad? –se volvió hacia su acompañante buscando su corroboración- y aquí lo traigo. ¿A que es estupendo? Pasa, por favor –Mario invitaba a aquel hombre elegantemente vestido, cuyas pupilas se contrajeron un segundo al verme.

-¡Don Javier! Me alegro de verlo… Pase, pase… –y le solté dos castísimos besos en la mejilla, ahora fláccida, que conservaba el aroma de la misma loción de 1973, cuando…

-Marga, por favor, háblame de tú. Deja que te vea… –y un nuevo comerme con los ojos, como entonces-. Estás estupenda, chica. En cambio yo…, mírame: hecho una ruina. Me alegro mucho de verte, aunque no son horas de presentarse en casa de nadie, pero tu marido ha insistido y… y me apetecía volver a verte, la verdad. Disculpa lo inoportuno de mi visita… –ha soltado todo el largo parlamento como atropellado y confuso. Yo creo que he dicho un par de estupideces similares.

-Perdonadme, se me quema el arroz –y me he vuelto a mi mundo, la cocina. Ha sido un pretexto para huir de allí, para no desmoronarme en presencia de los dos hombres de mi vida. Hubiera sido chocante y Mario les hubiera dicho esta noche a nuestros hijos que estoy muy rara. O no habría dicho nada y mantendría uno de esos silencios acusadores, pero lo cierto es que ha sido él quien lo ha encontrado, lo ha forzado a venir y para colmo, lo ha invitado a compartir la paella. Me he quedado paralizada oyendo las excusas de Javier y la insistencia de mi marido, sin saber si alégrame o preocuparme cuando Mario me ha dicho:

-Marga, pongo un plato más, que Javier se queda a comer.

He salido de la cocina con una bandeja: cerveza para Mario y un martini para él. Unas breves tapas mientras el arroz termina de cocerse. Me ha mirado con una de esas sonrisas que sólo se adivinan en los ojos y con mucha complicidad, como diciéndome Aún te acuerdas de que bebía Martini y yo he estado un rato entrando y saliendo del salón a la cocina, con un tinto de verano en la mano y atendiendo la conversación entre ellos, el punto de la paella y mi propio estado de ánimo, lleno de contradicciones e impulsos.

¿Por qué el pasado es capaz de revivir con tanta intensidad cuarenta y dos años después? Mi relación con Javier fue muy hermosa y muy triste. Reconozco que fui yo quien la provocó, que él siempre estuvo en su sitio y todo surgió por iniciativa mía, que tal vez fuera una adolescente tontorrona, incapaz de adivinar las consecuencias de mi inconsciencia. Después tuve que asumir que aquello era imposible y casi logré olvidarlo. O tal vez no. Fue demasiado hermoso, demasiado intenso como para olvidar aquella locura. Más tarde hubo otros, el último de ellos este buenazo de Mario, con el que me casé y hasta cierto punto he sido feliz. ¿Por qué me lo ha traído hoy? No creo en el destino, pero ¿qué significa exactamente que cuarenta y dos años después haya estado de nuevo junto a mí, dispuesto a compartir mi paella, como si se tratara de un vecino o un pariente recién venido de Granada?

Él tenía entonces veintidós años y yo dieciocho. Él estaba terminando su carrera de piano y yo dudaba si quería entrar a la Facultad de Derecho. Él era hijo de una familia distinguida y poderosa y yo la hija de la pobre mujer viuda que llevaba sirviendo en aquella casa casi desde que era una niña, al igual que antes lo había hecho mi abuela. Yo les tenía aprecio y a la vez una cierta repulsión, tal vez complejo de inferioridad o un sentimiento de verme excluida de aquel mundo en el que recibía mil atenciones que parecían humillarme. Cada vez que hablaba con Julia, su hermana de mi misma edad, encontraba una absoluta corrección, a veces incluso cierta complicidad de chicas que hablan de lo que las chicas hablábamos entonces, incluso un vago afecto recíproco, pero yo sabía que pertenecíamos a mundos estancos y que de allí yo no podía sacar más que la dureza de la realidad. Lo sabía, pero aun así…

A las dos y media justas he servido la paella. Le he pedido a Mario que hoy nos deje oír música en vez de ver la televisión. A él le interesan los comentarios sobre el Atlético de Madrid, que hoy juega en casa. He dudado entre las Variaciones Goldberg y algo de Chopin, pero al final he puesto el Impromptu número 4, op. 90, de Schubert. Lógicamente, en la versión de Javier. Me ha mirado, al tercer compás, con cierto agradecimiento.

-¿Tienes este disco? Me resultó muy difícil esa grabación. Schubert y yo no nos llevamos demasiado bien, pero al final salió una versión dignísima…

-Don Javier…, perdón, Javier, tengo todos tus discos y los conozco de memoria… –y he tenido que mirar para otro lado porque las lágrimas me iban a traicionar-. Primero los tuve en casetes y después volví a comprarlos en CD. Los mejores, para mí, aunque mi opinión de profana no cuente demasiado, los Nocturnos de Chopin.

-¡Vaya con Marga! –dice sonriendo con absoluta franqueza-. Resulta que eres una experta en mi carrera pianística. No te figuras cómo te lo agradezco… Significa mucho para mí, sobre todo ahora que todo me da igual… Fama, prestigio entre los musicólogos, conciertos, dinero… Ahora todo eso me parece una fruslería. Ya sólo me llenan las clases que imparto a los futuros pianistas… –se queda ensimismado un instante-. ¿Sabes a lo que he venido a Madrid? Mi hermana murió hace unos meses…

-¡No sabe usted cuánto lo siento! Pobre Julia…

-Sí, no ha tenido suerte, no ha superado el cáncer… Ahora soy su heredero, pues no tuvo hijos y el marido murió hace cinco años. He llegado esta mañana para solucionar las cosas de la herencia y volveré a Salzburgo para seguir con mi trabajo tan pronto como pueda… y, por favor, no me hables más de usted. Ya estamos muy viejos para que importen la tradición familiar, el clasismo, las convenciones… De verdad: me he alegrado mucho de volver a verte. Todo lo demás no importa.

Y yo  he pensado mientras lo oía que no le importaría a él, pero que a mí sí. Aquel verano de hace cuarenta y dos años, mi madre se bajó a la playa con ellos. La señora, es decir, su madre, había pasado por una complicada operación quirúrgica y no estaba bien, por eso yo me quedé sola en Granada, con la obligación de atender al señorito Javier, que era como yo debía llamarlo. Hacerle algo de comer y limpiar las habitaciones que él utilizara, lavar y planchar su ropa, hacer la compra… Ya no era cuestión de dinero, sino de la lealtad que mi madre sentía por aquella familia. Fue cuando lo oí tocar por primera vez. Me quedé extasiada, pues jamás había oído aquel tipo de música ni aquel virtuosismo. Lo deseé con una fuerza que no he vuelto a sentir jamás.

Cuando yo llegaba por la mañana, él casi siempre estaba acostado. Empezaba a recoger las cosas, ponía la lavadora, planchaba la ropa… Él sólo aparecía un rato después, me saludaba sin reparar demasiado en mi insignificancia y desayunaba. A veces me ofrecía café y hasta un cigarrillo. Yo los aceptaba y me sentaba al otro lado de la mesa de la cocina. Le sorprendía alguna mirada a mi escote o a mis caderas, y me sentía halagada por su deseo. Después se iba al salón y leía unas partituras junto al piano. A veces tarareaba la melodía o hacía escalas y diabluras en el teclado. Y súbitamente, empezaba el prodigio: la música plena, perfecta, virtuosa, llenaba aquella vastísima estancia.

Yo seguía con mis tareas, que interrumpía cuando empezaba a tocar en serio. Lo espiaba, entonces. Su cara se transfiguraba, como mi espíritu. Más de una vez terminé llorando escondida, apoyada en el palo de la fregona y conmocionada por tanta belleza. Lo veía pulsar las teclas con una intensidad suave, buscando el matiz exacto, irradiando una fuerza que tenía que ser la de alguien muy especial, la de un genio. No me atrevía a interrumpirlo para preguntarle qué estaba tocando, pero yo sabía qué partituras había junto al piano y empecé a conocer y entender la música clásica. Y a enamorarme rendidamente de él, que hubiera podido hacer conmigo lo que hubiera deseado. Lo malo era que parecía no desear hacer nada, pues me veía como si estuviera pintada en la pared. Sólo cuando cerraba el piano y yo le acercaba un martini parecía comerme con los ojos, hasta el punto de que aunque yo estaba decidida a todo, me ruborizaba con su mirada.

Imagen tomada del blog Desmotivaciones punto es

Imagen tomada del blog desmotivación.es

No se daba cuenta siquiera del calor que hacía en aquel salón expuesto al sol, con las mejores vistas albayzineras de la ciudad, la Alhambra y la Sierra. Más de una vez le había propuesto encender la luz y bajar los toldos, pero decía siempre que prefería ver aquel paisaje mientras tocaba. Una de aquellas mañanas hacía mucho calor y sudaba copiosamente mientras tocaba algo mágico. En una breve pausa para hacer una anotación en su cuaderno, avancé hasta la terraza para cerrar y bajar el toldo. Me volví buscando su aprobación. Encontré una mirada de deseo que nunca le había visto. Comprendí que me estaba mirando a contraluz y que debajo de mi bata de trabajo iba casi desnuda. Me excitó su deseo y me acerqué a él, consciente de que iba a actuar más como hembra irracional que como mujer adulta.

-Tocas muy bien, ¿sabes? –lo tuteé deliberadamente, imitando a las mujeres fatales que veía en las funciones de los cines baratos-. A veces me dan ganas de aplaudirte o de preguntarte qué es lo que estás tocando, pero… Y otras veces me emociona tu música hasta el punto de que empiezo a llorar.

Me miró muy extrañado y me dio las gracias. La mirada cambió a cómplice y deseosa, a cosa hecha. Me sonrió:

-Llevas razón, Marga. Hace un calor insoportable. Vamos a la piscina.

-Pero no me he traído bañador y… –me cogió de la mano y tiró de mí hacia el jardín de aquel lujoso carmen, recoleto y oculto a las miradas de la ciudad.

-No lo necesitamos –me respondió mientras se quedaba desnudo y se tiraba al agua.

Desde abajo me hizo señas para que me uniera a él y no lo dudé: sus ojos me deseaban casi tanto como yo a él. En el agua nos abrazamos y empezó todo.

La siesta fue para mí una iniciación, la más deliciosa que una mujer podría desear. Y el resto del verano fue una incomparable luna de miel que se prolongó después, en un piso de estudiantes en que él había reservado una habitación para nuestros encuentros clandestinos. Más de una vez, al verme pasar, me llamaba a su taburete y allí me besaba y me acariciaba. Una vez me dijo:

-Marga, tú suenas así –y sobre la marcha tecleó una melodía alegre y a la vez solemne, vitalista y firme.

-¿Esa soy yo, Javier? Me gusta. Y me gustas tú. Deja el piano y tócala de nuevo, pero en mi cuerpo –y me eché desnuda sobre el teclado para que interpretara mi melodía.

-Esto se llama impromptu, Marga –me explicó en una ocasión-. Una improvisación. La historia de la música está llena de impromptus que sólo tienen de improvisado el nombre, pues algunos son piezas realmente elaboradas y muy complicadas…

Yo lo hice callar con mis besos… Aquel período fue una locura deliciosa, inolvidable para mí, que todavía me escalofrío cuando lo recuerdo.

Ese otoño empecé la carrera de Derecho, más por la insistencia de mi madre, que quería sacrificarse aún más por mí, que por convicción. En la vieja facultad apenas había chicas y las que había eran hijas de prestigiosos abogados de la ciudad o de los ricachones de los pueblos de la vega. Me sentía extraña y pensaba que allí no pintaba nada, pero las clases servían para justificar mis ausencias de la casa y para acostarme con Javier.

Dos años después, como si se tratara de una de esas malas rachas que la vida reparte caprichosamente, le dieron una beca de ampliación de estudios y, casi al mismo tiempo, mi madre murió de un infarto mientras servía la comida a los señores. Él se fue a Salzburgo y yo supe que estaba embarazada. No tuve demasiado tiempo de sentir la pena de su ausencia ni la preocupación por mi problema. Ahora era una mujer de veinte años, libre, sin tener que dar explicaciones a nadie ni justificar mis decisiones ante mi madre. Además, sabía que jamás recuperaría la dicha de ese tiempo y que Javier no volvería nunca, absorbido por su piano y su curso. Recibí una respetable suma de dinero de parte de los padres de Javier, que tal vez sospecharan algo y desearan verme lejos. Cobré lo que me correspondía por la póliza de seguro que mi madre había firmado años antes, vendí mi humilde casa y me vine a Madrid, tras abortar en Londres. Aquí terminé Derecho, saqué unas oposiciones, me compré este piso y un modesto coche y empecé una nueva vida. Sólo llamaba a los señores por navidades o por algún cumpleaños y nunca mencionaron la carrera de Javier.

Yo buscaba afanosamente en la prensa noticias sobre él, que ya era un reputado pianista de prestigio internacional. Cada vez que sacaba una nueva grabación la compraba y hasta comencé a estudiar por mi cuenta historia de la música y solfeo, tratando de saber el significado profundo de lo que tocaba el amor de mi vida.

Llegó un momento en que comprendí que yo también tenía que vivir, como sin duda estaba haciendo él. Fue la época de la movida madrileña y conocí muchos locales de copas, mucha gente estrafalaria y mucha música de ínfima calidad, pero desinhibida y libre, que era la que yo necesitaba. Hubo algún breve romance, pero siempre surgía el recuerdo de lo vivido con Javier, que para mí era insuperable. Con todo, cuando conocí a Mario, me resultó un tipo divertido, era tierno y detallista conmigo, un buen amante y explotaba siempre un divertido sentido del humor.

-Marga, te siento a mi lado –me telefoneaba al despacho, cuando estaba más ocupada-. Aunque cada uno estamos en una punta de Madrid, es como si estuvieras aquí, junto a mí. Sementalmente, se entiende –y yo estallaba en tales carcajadas, que toda la oficina me miraba y hacía gestos divertidos.

Yo era consciente de que jamás experimentaría una pasión como la vivida con Javier, pero como me sentía muy bien con Mario, acepté su proposición de matrimonio. Casi treinta años ya, dos hijos ingenieros en Canadá, una posición económica holgada, una confortable estabilidad… y siempre un vacío en el alma. En alguna ocasión Javier ha tocado en Madrid y hemos ido los dos a oírlo e incluso a saludarlo tras la actuación, aunque él estaba muy liado con mil compromisos y casi no ha podido atendernos. Por eso mi marido lo ha reconocido esta mañana. Todo normal…, hasta este mediodía, en que el pasado ha vuelto a mi salón a tomarse un martini y comer paella.

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Imagen de origen desconocido

 Tras el café, Mario ha hecho lo que yo temía y esperaba: sacar su chaquetón de ir al Manzanares, su bufanda del Atleti y su gorra de la maldita peña. Normalmente no les presto mucha atención a esas grotescas costumbres, pero hoy ha sido distinto porque estaba delante Javier. He sentido vergüenza, pero al mismo tiempo he sabido que el dichoso partido me proporcionaría una magnífica ocasión para revivir el amor de mi músico prodigioso, el que decía que mi cuerpo era su clave bien temperado.

Nos hemos despedido y los dos hombres se han marchado. Ha sido un abrazo intenso y largo, seguido de una última mirada densa, intencionada, llena de complicidad. En el lavadero he encendido un cigarrillo y he abierto un par de centímetros la celosía metálica del tendedero. En la parada estaban los dos, posiblemente hablando de generalidades, y finalmente mi marido ha cogido el autobús. Javier ha agitado su mano en una última despedida y ha simulado alejarse de casa. Un instante después he oído sus pasos acercándose por el pasillo. No ha tenido que llamar, pues la puerta estaba abierta.

De nuevo nos hemos amado con lo que queda de nuestra belleza, gastada por la edad. De nuevo he vuelto a ser la chica del servicio, joven y lanzada, la que gozaba en sus brazos. Ambos cuerpos menos elásticos ya, con algo de sobrepeso, pero con las mismas ganas. Ha vuelto a tocar sobre el teclado imaginario de mi cuerpo una melodía que susurraba en mi oído. De nuevo me ha hecho sentir toda una orquesta sinfónica, con coros incluidos, en el clímax de una sinfonía coral.

Después, abrazados aún, me ha mirado a los ojos. He adivinado su preocupación.

-No tienes que preocuparte por mí, Javier. Hace cuarenta y dos años pasó lo que yo quise que pasara. Hoy también. No te sientas responsable de nada porque no ha pasado nada. Nada nuevo, quiero decir. Tú volverás a Salzburgo y yo me quedaré con Mario. Igual que antes, tú serás un músico brillante y yo una intachable ama de casa, madre de dos hijos. Todo sigue igual. Esto ha sido un impromptu de la vida, una improvisación de esas que tú hacías para mí. ¿Sabes…? Cuando estudié música, las transcribí y conservo las partituras, con la fecha en que me las cantabas y tecleabas en mi vientre. Tengo buena memoria musical.

-Marga, qué delicia de mujer eres. Tal vez tendríamos que haber…

Le he tapado la boca con la mía. No he querido oírlo hablar de lo que pudiera haber sucedido, pero no sucedió. ¿Para qué? He preferido que volviera a amarme.

Hace un rato se ha ido, tal vez para siempre. Yo espero la llegada de Mario oyendo música, precisamente un CD en que Javier toca dos impromptus de Chopin, y simulando que leo un libro en el que la nostalgia no me deja centrarme. Me ha dado por pensar en muchas mujeres que desean ordenar sus vidas con implacable rigor matemático, sin dejar nada al descontrol del azar. Yo siempre he preferido sentir la vida como un eterno impromptu, como algo a la merced de los mil impulsos que siempre me han sembrado de contradicciones y caos. No me quejo. Soy así y me acepto.

Cuando entre Mario, encontrará a su mujercita hecha un primor de decencia y sumisión. Una mujer honesta, que es lo que soy: honesta conmigo misma. No se merece el sufrimiento de saber la dolorosa verdad. Dolorosa para él, claro está. Yo no me juzgo. ¿Para qué? La vida es como es y no tengo ni ganas ni fuerzas para cambiarla. Le preguntaré por el fútbol, llamaremos a los hijos y Mario les contará la parte épica del partido, después cenaremos, tal vez le apetezca hacer el amor… Y para alejar alguna eventual sospecha, seré yo quien le recrimine en el momento oportuno que no me haya avisado esta mañana de que venía con un extraño… ¡Un extraño, Javier! ¡Qué cosas te obliga la vida  a hacer y decir para sobrevivir al pasado!

 Alberto Granados

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