A los que nos gusta la ciencia y creemos en su método, suele indignarnos la irracionalidad que casi siempre se esconde en las argumentaciones de los políticos

Durante esta última semana, Josep Borrell se ha convertido en un mito para mucha gente. Algunas personas lo tenían olvidado, mientras que otras, más jóvenes, lo han descubierto de manera repentina. La razón de este súbito interés tiene que ver con el extrañísimo modo en que funciona su cerebro. A todos ha sorprendido un hecho espectacular, casi milagroso: el señor Borrell razona con lógica.

Debido a su formación científica, o tal vez porque es un hombre inteligente, infiere sus conclusiones utilizando un método analítico impecable que deja sin argumento a sus contrincantes. «Si A es igual a B y B es igual a C, entonces A es igual a C». «Si P no quiere repetir elecciones pero tampoco quiere abstenerse, entonces P tendrá que pactar con alguien, y si P insinúa no querer hacerlo, entonces P miente o está como una regadera».

Lo que realmente sorprende de todo este asunto es que sea un asunto sorprendente. El hecho de que un razonamiento lógico sea algo admirable y excepcional, nos tendría que hacer reflexionar sobre lo pobres que son, en general, los razonamientos a los que estamos habituados. Hace ya muchos siglos que nuestra especie realizó, en las soleadas costas de la antigua ciudad de Mileto, ese cambio que los filósofos llaman, tal vez con excesiva solemnidad, «el paso del mito al logos». Unos 2.500 años llevamos sabiendo que el empleo de la lógica es lo único que nos lleva a tomar decisiones acertadas. ¿Entonces, por qué nos siguen sorprendiendo los cerebros bien formados, lógicos y analíticos, como el del señor Borrell?

La respuesta es bien sencilla: el paso del mito al logos, del pensamiento mágico al razonamiento lógico, se produjo en la ciencia, pero aún no se ha dado en la política, que sigue estando plenamente instalada en el mito. Escuchamos a los líderes del PP, del PSOE, de Ciudadanos y de Unidos Podemos argumentando pobremente, creyendo aún en los dioses de su monte Olimpo. Y claro, cuando surge un individuo como Borrell, a todos nos llama la atención y decimos llenos de entusiasmo: «¡Es verdad, 2 y 2 son 4, cómo no me había dado cuenta antes!».

A los que nos gusta la ciencia y creemos en su método, suele indignarnos la irracionalidad que casi siempre se esconde en las argumentaciones de los políticos. Nos exaspera porque no logramos entender cómo un método que ha resultado ser tremendamente beneficioso para cambiar el mundo, no se aplica en un ámbito tan importante como el de la gestión pública. Admiramos a Josep Borrell porque no está por tonterías, porque habla con claridad y exige a sus compañeros de profesión que hagan lo mismo.

Ojalá no tarde en llegar el día en que tipos como Borrell dejen de ser una sorprendente excepción. Ojalá, por el bien de todos, tenga pronto la política su propio milagro de Mileto y surjan sus equivalentes a Tales, Anaximandro y Anaxímenes. Mientras eso ocurre, seguiremos agradeciendo la presencia de cerebros lógicos, como el del señor Borrell, que nos hace la espera menos angustiosa.

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