«RECUERDOS DE MI INFANCIA: LAS ERAS» por Manuel Sierra

Eran otros tiempos. A finales de los 60, recuerdo que Atarfe sólo tenía algunas calles asfaltadas: la calle Real (su auténtico nombre era avenida del Generalísimo, -imagino que se referían a Franco-), ya que era la travesía principal del pueblo y además era parte de la carretera nacional 432. El tráfico de vehículos a motor, pocos, compartía espacio con el tranvía, las bicicletas, los carros, y la gente, ya que las aceras eran muy pequeñas, sólo para un par de personas a la vez.

Yo vivía en la parte alta de la calle Menendez Pelayo, y frente a mi casa sólo una hilera de viviendas me separaba del campo: olivos, higueras, almendros, amapolas, acequias y balates que durante la infancia fueron parte importante de mi vida. Buscar nidos, subirnos a los olivos para jugar a Tarzán (de eso tengo un brazo roto como recuerdo imborrable), comer almendras, higos, peras, ciruelas; jugar al pañuelo, a las prendas, a “resconder” (forma autóctona de llamar al escondite, que suena más cursi), al reloj-reloj. Aquellas excursiones a los cerros, a la “pisá la burra”, famosa sima que a los críos nos parecía que conectaba con el centro de la tierra, a la canterilla, una pequeña cantera ya entonces abandonada, situada en la ladera de la ermita (a la que también íbamos algunos domingos, cuando no trabajaban los canteros, y por tanto, se podía subir seguro sin temor a los “barrenos” que atronaban el cielo de lunes a sábado), a las aguas potables, a los Caballicos del Rey, a las madres del Rao…¡dios, qué sensación de libertad me traen aquellos recuerdos, de la que seguramente entonces no éramos en absoluto conscientes! Nunca el cielo fue más azul ni la lluvia más divertida.

 

 

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Las horas pasaban en aquel tiempo, rápidas, jugando en las calles sin asfaltar, es decir, con polvo en verano y barro en invierno, otoño y primavera, hasta las tantas; bueno, hasta que anochecía, aunque en el buen tiempo, cuando los mayores se salían a la esquina con sus sillas, después de cenar, nos daban las once, las doce, y si era sábado, la una, las dos y las tres (cucha, como la canción de Sabina). Y los niños, jugando, a lo nuestro, a pillaor (el clásico pilla-pilla), a policías y ladrones, a los hoyos, a la cheta, a las bolas o canicas, a burro, a churro-pìco-terna (una variante del burro), a la lima, y por supuesto a fútbol y a tenis, … y más juegos cuyos nombres mi memoria ha guardado no se dónde.

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Jugar a todo y jugar donde se pudiera. En la calle, principalmente en la propia o en una cercana, a la salida del cole, a los cromos (le llamábamos de otra manera), con la parte superior de una cajetilla de cerillas pequeña, pero para mi generación había un sitio de encuentro especial, casi como un polideportivo natural: las eras, espacio que ocupaba aproximadamente la mitad del actual barrio de Santa Amalia, de forma casi rectangular, que agrupaba varias eras empedradas a modo de pavimento, bastante niveladas, diríase que las había hecho un buen albañil, que se usaban para ablentar grano, sobre todo maíz; eran una especie de paratas separadas entre si por pequeños balates casi totalmente verticales, de medio metro de altura, más o menos, y que la chiquillería utilizábamos como campos de juego, sobre todo de fútbol, y entre todas, destacaba “el terrizo”, la única que no era de piedras, sino de tierra, y que tenía la dimensión aproximada de un campo de futbol siete actual, y que se situaba, si mi memoria no miente, en la manzana entre las calles av caparacena a calle pablo picasso, de oeste a este, y entre las calles príncipe y teresa serrador, de norte a sur (en el plano hago una representación de todas las eras, y del terrizo en particular con otro trazo). No importaba que no fuera totalmente nivelada, ya que tenía un pequeño balate al sur y una pendiente de un metro y medio más o menos al noroeste, que la unía a la era de por encima, ni que a veces las pavesas de maíz no nos dejaran casi ver. Cuantos partidos, cuantos goles, cuantas tormentas, cuantas celebraciones y decepciones, y cuantas peleas vieron esas eras.

Desde mi casa a las eras se tardaba andando poco más de diez minutos, porque siempre iba andando (sólo algunas veces, ya con catorce años me fui con mi primo en su “derbi”), y la bici sólo la llevábamos (yo no tuve bicicleta hasta los doce años) si luego, tras el partido, nos íbamos a algún sitio más alejado, como el cortijo “San José, el pantano del Cubillas (por el camino de Albarrate hasta la cuesta de las Cabezas, con cuidado al atravesar al carretera nacional IV), al Camino de las Monjas hasta Sierra Elvira, o a alguna acequia, para coger ranas.

Las porterías las hacíamos con piedras o con palos del tabaco, y siempre había discusiones con que si la pelota ha dado en el poste (por encima del palo, claro), o iba o no muy alta, o simplemente, al darle con la pelota, el palo se caía y ya teníamos la bronca por si había sido por dentro, y por tanto, gol, o por fuera, y era saque de puerta. No éramos ajenos a la esencia del ser humano: crear problemas donde no los hay, y si se puede, lo arreglamos después, y si no podemos, ya se arreglarán ellos solos.

Los partidos se planteaban por desafíos. Había equipos casi por cada calle o barrio: así, la cañá (donde yo vivía y, probablemente, el mejor equipo de todos), la calle la Noria, la placeta Santa Adela, los del campo las ranas (donde también había un precioso campo de hierba natural, donde hoy están los colegios Dr. Jimenez Rueda y Atalaya, cuyo único inconveniente era que el agua estaba a ras de suelo, y casi siempre, por tanto, encharcado), y varios más. Los ganadores de los partidos no tenían más satisfacción que el mero hecho de ganar y así poder ufanarse ante los otros que habían perdido. Lo que nunca llegué a saber es cómo se organizaban los partidos, quién o quienes se encargaban de poner de acuerdo a los dos equipos. Desde aquí agradezco a estos amigos que nos dieran la posibilidad de competir, de divertirnos, de compartir esos momentos que se han aposentado en la memoria individual de diferentes maneras en forma de recuerdos personales. Lástima que no hubiera máquinas fotográficas; tampoco era cuestión de llamar al Pinchahigos (fotógrafo oficial de bodas, bautizos y comuniones de aquella época) quien seguramente nos hubiese hecho repetir la misma jugada una y cien veces hasta dar con el enfoque preciso, incluso haciéndonos parar en el aire al saltar para rematar de cabeza.

A la mayoría el fútbol ya no nos abandonaría en bastantes años. Pero por hoy ya hemos repasado un poquitín cómo jugábamos hace unos años, cuando la imaginación tenía un papel fundamental en nuestras actividades lúdicas.

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