Los modelos de horarios rígidos, servidos en un centro de trabajo inapelable y con productividades tasadas a fuerza de disciplina están obsoletos

El grado de conciliación laboral que pueden disponer los ciudadanos es una de las medidas del grado de bienestar de una sociedad. No es la única pero sí la que señala con mayor exactitud cuán lejos ha llegado la sofisticación social en una democracia avanzada. La conciliación recoge y cristaliza en leyes la idea de que el ocio es tan importante como el trabajo y que cuando mayor sea la satisfacción fuera de las tareas productivas, más rentabilidad aportará el profesional o trabajador a la cuenta de resultados de una empresa (efecto final y decisivo para una compañía).

Esto es tan cierto como antiguo; no es un paradigma laboral que acaba de probarse hoy en los usos y costumbres sociales, sino que es un modo de trabajar ampliamente difundido y probado desde la década de los sesenta del siglo pasado. Y, sin embargo, no cuaja de forma satisfactoria. Hay fuerzas que se resisten a normalizarlo y, por lo tanto, si se aceptan sus premisas básicas (el efecto benéfico sobre la producción), estas resistencias frenan la productividad y el valor añadido global.

Las leyes tienen que reconocer y defender de forma activa el derecho de los trabajadores y profesionales a una vida familiar, a la paternidad o a la maternidad, a horarios que permitan dedicarse a la lectura, mirar la televisión, visitar un museo o a la simple holganza. Una empresa tiene que ofrecer un cuadro amplio de horarios flexibles para que el trabajo se alinee o coordine con la vida personal.

Los modelos de horarios rígidos, servidos en un centro de trabajo inapelable y con productividades tasadas a fuerza de disciplina están obsoletos. Pueden aplicarse, siempre con moderación, en actividades o mercados de producción cerrada (algunas industrias, construcción) pero es evidente que en casi todos los trabajos el modelo dominante es el de la flexibilidad de horarios y localizaciones. La misma tecnología que permite el trabajo desde el salón de casa es la que justifica la conciliación y desmiente los prejuicios que se oponen a ella.

Entonces, ¿de donde procede la desconfianza persistente hacia las políticas de conciliación? ¿Es mera inercia que será corregida con el tiempo? En algunos estratos empresariales está muy extendida la idea de que todo lo que no sea producción presencial y continuada es un coste que paga quien financia la empresa. Existe un prejuicio arraigado que considera el ocio como haraganería, sin más explicaciones ni consideraciones; el mismo que vincula la atención y la preocupación por la empresa con la presencia física. Y existe una tendencia a considerar como un asunto trivial las responsabilidades de educación de los padres trabajadores para con los hijos. El reconocimiento de esa responsabilidad, social y familiar, fundamenta las bajas por maternidad o paternidad.

Existe una responsabilidad evidente en el legislador, puesto que desde las leyes debe cambiarse la inercia que se resiste de forma difusa a la conciliación. Este es uno de esos casos en los que la dinámica social debe reforzarse desde la iniciativa política. El momento es delicado. Por una parte, las decisiones políticas están en manos de un Gobierno poco inclinado a las reformas que impliquen mejoras sociales; y, por añadidura, su minoría en el Congreso tampoco ayuda. Por otra, florece un tipo de economía en el que aparecen empresas creadas, al menos en sus inicios, sobre el empleo precario y la minimización de derechos. Algunas de esas empresas están en los tribunales y otras con sentencias desfavorables. Pero es necesario incluir un impulso político. Si hay un momento para las reformas legislativas es ahora.

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