La nueva política no necesita criticar a la vieja, ni darle grandes batallas, sino tomar la filiación de sus cadavéricos rasgos, obligarla a ocupar su sepulcro en todos los lugares y formas donde la encuentre y pensar en nuevos principios afirmativos y constructores». Lo decía Ortega hace más de cien años al hablar de dos Españas que vivían juntas y eran perfectamente extrañas. La oficial y la vital. Una, la que se empeñaba en prolongar los modos de una edad fenecida. La otra, «aspirante y germinal», que no acertaba a entrar de lleno en la historia.

Pues eso. Que lo de la la vieja y la nueva política tiene más de un siglo. Y, salvando el contexto, en el XXI tenemos más de lo mismo. Una España decadente y de mirada estrecha, que se empeña en mantener la cultura político-partidista, y otra que hasta el veredicto de las urnas reclamaba una transformación estructural y recomendaba cambiar las formas, los principios y los instintos. Reclamaba, sí, porque, a la primera de cambio, la nueva política ha sucumbido a los usos y costumbres de la casta a la que pretendía combatir.

Quien hasta el 24-M se llenó la boca de transparencia y prometió un país sin reuniones políticas en los reservados de los restaurantes, se escondió esta semana precisamente en uno para entrevistarse por primera vez con el secretario general del partido al que pretende engullir. No para hablar de baloncesto, ni compartir una cena frugal, sino para hablar de pactos post electorales en medio de la negociación previa a la constitución de los ayuntamientos y los parlamentos autonómicos. ¿Acaso alguien cree que Pedro y Pablo no intercambiaron pareceres sobre el bloqueo institucional andaluz, la «decapitación» de Aguirre, el anhelado gobierno de la Comunidad de Madrid o la fosa séptica en la que el PP ha convertido la Generalitat valenciana?

La nueva política también huele a rancio.

Tres semanas después de las elecciones autonómicas y locales los ciudadanos – hayan votado PP, PSOE, Podemos o Ciudadanos- no saben por qué reservado ni por qué restaurante capitalino anda en este momento su voto. Todo son evasivas, todo silencios y una retahíla de discursos de madera para que los emergentes -que no han emergido todo lo que esperaban- no espanten a sus hinchadas y puedan llegar sin retratarse demasiado a las generales.

Aunque Rajoy haya decidido salir del plasma y sonreír al entrar y salir de su coche oficial y Pedro Sánchez vaya a una entrevista de televisión sin corbata y luzca con más impostura que convicción el título de «mister transparencia internacional», las viejas normas siguen en vigor. Nunca antes hemos tenido más desinformación sobre lo que hablan, acuerdan, discuten o negocian quienes nos representan, a excepción del extremeño Guillermo Fernández Vara, que colgó esta semana en Youtube su primer encuentro con los representantes de Podemos que han de apoyar su investidura. Entre la retransmisión en directo de las negociaciones y la opacidad con la que Sánchez llevó su visita al presidente del Gobierno en La Moncloa habrá un término medio en el que los ciudadanos puedan saber cómo y para qué se usa su voto, además de para reducir notablemente las mayorías absolutas.

Una encuesta de Metroscopia desvelaba este domingo que los españoles partidarios de repartir los votos superan a los que lo consideran negativo, y además aceptan como normal que los pactos sean diferentes en cada sitio. Así será, pero de momento la misma empresa detecta una tendencia alcista en el PP -el partido que más votos y más poder institucional ha perdido tras el 24-M- y una tímida recuperación en el PSOE, que con Sánchez ha obtenido el peor resultado de su historia desde las municipales de 1979. Podemos y Ciudadanos, las dos jóvenes promesas de la izquierda y la derecha caen, pese a que hace unos meses competían no por ser bisagras, sino por ocupar La Moncloa.

¡Qué lío!, que diría Rajoy. Los españoles votan cambio y pactos, no les molesta la pluralidad ni la geometría variable, pero asisten atónitos al lamentable espectáculo de reuniones secretas, citas discretas y cenas en reservados… Habrá no pocos que piensen que para este viaje no hacían falta semejantes alforjas y que, visto lo visto, si tuvieran que hacerlo hoy cambiarían el voto. De ahí la teoría de quienes se frotan las manos a la espera de que las equivocaciones de Podemos y Ciudadanos hagan resurgir con más fuerza que nunca el bipartidismo después de este aperitivo de las generales en que se han convertido las municipales y autonómicas.

En el PP lo tienen claro: el discurso de la recuperación económica y la inestabilidad institucional consecuencia de los gobiernos multicolor logrará reagrupar de nuevo al electorado en torno a sus siglas. Si además entra en escena Artur Mas con el anticipo catalán y el independentismo, agitarán el espantajo de la bandera y la unidad nacional. La faena electoral estará hecha, a pesar de que la marca esté tocada por la corrupción y por un liderazgo muy cuestionado. Los cambios que el presidente podría anunciar esta misma semana tanto en el Gobierno como en el partido pretenden mejorar la comunicación y la coordinación. Los de la gaviota dan por hecho que Cospedal seguirá al frente de la secretaría general, pero con nuevos vicesecretarios, y que la gran damnificada de la «operación Mariano» será esta vez Soraya Sáenz de Santamaría. La vicepresidenta no podrá esta vez frenar el ascenso del ministro Alfonso Alonso como hizo cuando Rajoy hace meses quiso ponerle al frente de la portavocía del Gobierno. Si los «sorayos» se reprodujeron como setas con la llegada del PP al poder, hoy se cuentan con los dedos de una mano. Son legión los que han abjurado hace tiempo de su particular y despótica forma de ejercer el poder.

Mientras, el PSOE se debate entre lo malo y lo peor. Lo malo es competir en generales con un candidato cuestionado interna y externamente al que pocos reconocen liderazgo y solidez. Lo peor son quienes, ya fuera de la primera línea, no han cejado un segundo de maniobrar para que surgiera un candidato alternativo a Sánchez en primarias después de que a Susana Díaz le haya estrangulado el calendario y el bloqueo institucional del sur. Con Carme Chacón decidida a ir de uno por Barcelona al Congreso de los Diputados y Eduardo Madina, imperturbable a las presiones recibidas para que se midiera por segunda vez con Sánchez, el secretario general tiene el camino expedito. Pero la pregunta es si con él y tras las alianzas post electorales con Podemos, el PSOE está o no en disposición de disputar al PP la victoria electoral. Y no todos lo tienen claro. Son más los que ven una nueva derrota en generales como consecuencia del entreguismo a Podemos que los que creen en poder recuperar la centralidad y con ella los votos perdidos.

Podemos, por su parte, no juega a ser bisagra sino gobierno y para ello no dudará, como ya ha hecho esta semana Pablo Iglesias, en fundirse con Sánchez en un abrazo del oso que acabe por asfixiar electoralmente a los socialistas. ¿Y Ciudadanos? Aún se pregunta el por qué de su resultado el 24-M, donde no llegó ni de lejos a la expectativa generada. Desde ahora, se moverá en la ambigüedad calculada para desprenderse de la etiqueta de marca blanca de la derecha.

Así estamos. Entre la vieja y la nueva política «orteguiana», ante la política oficial: la de «una especie de fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas y que, apoyados por las sombras de unos periódicos, hacen marchar unos Ministerios de alucinación». La diferencia con 1914 es, quizá, que la España vital ha sucumbido ya a la oficial. ¿O no?

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