Antonio Muñoz Molina es a estas alturas un avezado escritor que siempre sorprende a sus lectores porque cada libro suyo es diferente a los anteriores en muchos aspectos (planteamiento y ritmo narrativos, imbricación de las tramas, tono, etc.).

Hay narraciones suyas lineales y en otras mezcla tantos elementos que requieren una acusada complicidad del lector; hay obras con ritmo “normal”, en tanto que en otras busca una deliberada morosidad; hay novelas de cierta aparente facilidad y otras son complejísimas. Si pensamos en títulos como Beatus ille, El invierno en Lisboa, Pleniluinio o La noche de los tiempos, tal vez se entienda a qué me refiero.

        En su nuevo libro hay una dosis extra de perplejidad para el lector. En efecto, la primera impresión que se lleva este al afrontar el último libro de Antonio Muñoz Molina (Un andar solitario entre la gente, Barcelona, Seix Barral, 13 de febrero de 2018, 494 págs.) es la de un conjunto de textos inconexos en que no hay un aparente hilo conductor. Una acumulación de estímulos visuales y sonoros que el autor percibe cuando en el metro, en la calle, en la realidad diaria, decide aprender y aprehender la esencia de la vida. Grabando conversaciones y ruidos, recogiendo hojas volanderas de la calle, fotografiando anuncios y eslóganes publicitarios, Muñoz Molina dibuja un inmenso friso de la sociedad que nos ha tocado vivir, un friso en el que destaca, por cierto, una inabarcable soledad, a la que hace referencia el título de esta obra extraña y magnífica.

Un andar solitario entre la gente

        Muñoz Molina se echa a la calle, tanto da si se trata de las calles madrileñas o las neoyorquinas, para saciar su ansia de voyeur y documentar el mundo que lo envuelve. Su deambular solitario entre la gente lo conecta con otros paseantes de la literatura y de la historia (el señor Bloom de Joyce, Poe, Walter Benjamin, Baudelaire, De Quincey, Melville, Pessoa…) y surge un proceso introspectivo, una larga y demorada reflexión, en que nos explica (y se explica a sí mismo) el punto exacto al que hemos conducido nuestra sociedad actual y el grado de individualismo y extranjería a que ha quedado reducido el ser humano. No es un diagnóstico precisamente optimista, aunque el análisis muñozmoliniano es impecable: una galería de personajes, de diferentes rangos de reconocimiento artístico, de diferentes épocas y de dos continentes, junto a otras personas desconocidas (mendigos, sin techo, vecinos anónimos…) pasean ante nuestros ojos lectores mostrando las pústulas que implican la supervivencia, la necesidad del alcohol o las drogas para seguir en pie, la miseria, la incomunicación y el desarraigo.

        Pero también sale el sol (hay en el libro una constante referencia al estado del cielo y sus diferentes luminosidades) y el mundo, el propio autor, encuentran la alegría de amar, de disfrutar una pieza musical, una buena comida, una caminata tonificadora, una conversación relajada, un libro o poema… que pueden hacer de la vida un ámbito habitable y grato. Es lo más parecido a la felicidad y hay que aprovecharlo.

        Este es el discurso ambivalente que se extiende a lo largo de las casi quinientas páginas de Un andar solitario entre la gente. Es un libro moroso, dilatado en la reflexión, que contiene una prosa deliciosa y, en algunos pasajes, espectacular. Muñoz Molina une su introspección con una enorme dosis de materia narrativa y lo hace con la sabia maestría del prosista impecable que es. El autor ha asegurado varias veces que lo difícil no es ser narrador, sino no serlo, ya que la vida ofrece mil estímulos narrables. Solo basta una actitud receptiva a esos estímulos y una necesidad compulsiva de contarlos. Con eso, la narración debería surgir fluida y eficaz. Y algo tiene que haber de verdad en este caso, pues reflexión y narración fluyen con una armonía que he encontrado en muy pocos libros. Hay pasajes con una prosa preciosista y, sobre todo, envidiable para los que nos atrevemos a cultivar nuestras modestas veleidades literarias.

AMM leyendo su discurso de ingreso en la de Buenas Letras de Granada (octubre de 2017)

        Al avanzar por las páginas de esta obra empecé desconcertarme, pues no intuía hacia dónde iba llevarme la lectura completa. ¿Qué pretende Antonio Muñoz Molina con esa mezcla de miradas hacia ese afuera social y su propio interior? Expone ideas y situaciones de personajes que una vez tras otra han aparecido con insistencia obsesiva, en sus artículos, incluso desde su primer libro, El robinson urbano. Al llegar a una de las últimas páginas, el propio autor, al hablar de su necesidad de escribir este libro, se dice: «Puede que nadie te haga caso y que seas peor que otro que tiene mucho éxito, o algún éxito. Tu amor por la literatura no tiene por qué ser correspondido. Tu fervor y tu entrega a lo que haces no significa que el resultado vaya a ser memorable…» (pág. 477). Y después añade: «Nadie te ha pedido que lo hagas. Nadie está en deuda contigo. Habrá quien encuentre ridículo e incluso censurable que dediques tanto esfuerzo, en una época de causas públicas tan urgentes [], a algo que tiene sobre todo una legitimidad estética…» (pág.476). Concluye que ha escrito este especialísimo libro porque no podía hacer otra cosa. Yo agradezco esa pulsión, ese libro tan intensamente gestado, tan desconcertante, tan interior y exterior, al mismo tiempo, tan lleno de vida.

        Y con el libro leído ya hace varias fechas, sigo sin entender ese impulso que lo ha llevado a un exilio voluntario en Nueva York, donde ha escrito a mano un abundante número de cuadernos, sencillamente porque el mismo hecho de escribir tiraba de él como una pulsión irreprimible.

        El libro ofrece además dos confidencias del autor: un proceso depresivo por el que ha pasado (afortunadamente superado de momento) y la sensación de rutina, de obligación de estar ahí, en el panorama literario, en congresos, ferias y conferencias, en firmas de libros… que han convertido sus ilusiones literarias de juventud en un trabajo fijo y rígido. Ambos aspectos me preocupan y espero que sean solo un bache del que pronto sepa salir el ubetense.

Solitarios entre la gente

        Muñoz Molina ya exponía en El Robinson urbano su idea del vagabundo, de la persona que deambula de un lado a otro sin un motivo justificable, si no es el mismo hecho de caminar. En aquel libro de 1984, el primero que publicó, exponía su visión del ser humano como náufrago de todas las travesías o exiliado de todas las patrias y de sí mismo, algo que ahora asoma a este nuevo libro. Pero ese naufragio robinsoniano era entonces una vivencia gozosa, que le permitía soñar, gozar, perderse en las callejuelas laberínticas del Albayzín, disfrutar de la conversación con su amigo el sabio Aplodoro. En las columnas de El diario del Nautilus, su segundo libro de columnas periodísticas, la referencia era el capitán Nemo, otro solitario que vivía en el interior de su cápsula sumergible, al margen de la vida común, de la que era un mero espectador.

        Lo que en la década de los ochenta era una soledad aceptada, contemplativa, feliz (su primera novela, curiosamente, se llamó Beatus ille),  treinta y cuatro años después, siendo el mismo planteamiento, resulta muy distinto. Esta vez la soledad está llena de presagios, de desolación y rabia. ¿Qué ha cambiado tanto: el propio Antonio, el mundo, la perspectiva de la edad? Probablemente todo ello, en un imposible barroco tecnológico y mediático, lleno de pesimismo y desesperanza. Y en ese punto se cierra el círculo, o eso creí mientras leía. Después, en medio de un proceso de reflexión y relectura, observo que todos sus personajes masculinos son similares: Minaya de Beatus Ille, Santiago Biralbo de El invierno en Lisboa, Manuel de El jinete polaco o Abel Antón de La noche de los tiempos… son solitarios que caminan entre la gente viviendo su diversa peripecia de plena desolación. Si hasta Lorencito Quesada, de Los misterios de Madrid, este en clave paródica, es un inadaptado social que vive en su fantasía, aferrado a cuatro realidades vacuas como su cofradía, su revista local y su paisanaje… ¡Demasiada soledad en medio de un mundo que, con todos sus defectos, es el que nos ha tocado vivir! Ya no creo que este último libro cierre círculo alguno, sino que es un punto más en esa línea constante que es su triste concepción del ser humano.

        Una consideración más: no se trata de un libro para leer con ansia de comilón, sino de un delicado producto culinario que hay que degustar en cantidades justas y a un ritmo diferente de una novela común. Al no existir apenas un hilo argumental hay que darle la lentitud con que se degusta una exquisitez de la gran cocina y seguir la reflexión minuciosa y pormenorizada sin empachos. El estómago lector hará una mejor digestión con una lectura (e incluso relectura selectiva) sosegada y reflexiva: es un libro de una belleza que roza lo solemne. Y a esperar el siguiente.

Mucho ánimo, Antonio.

Alberto Granados

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