La economía del desamor:Romper el vínculo familiar supone para las clases medias un viaje hacia el empobrecimiento

Quizá el matrimonio hable de amor, pero lo que es seguro es que el divorcio y las separaciones hablan de dinero. Romper una relación, muchas veces de décadas, deja cicatrices labradas en el alma, bastantes para siempre, otras para demasiado tiempo. Entre la sístole y la diástole del corazón habita esa fractura entre la sangre que llega y la que mana. A medio camino de una vida pasada y otra futura. En España se registraron en 2016 (últimos datos disponibles) unos 96.824 divorcios, 4.353 separaciones y 117 nulidades. Agazapada detrás de cada cifra, hay una historia que, como las mejores novelas, un día pareció de amor.

Cuando todo eso termina, solo queda un viaje, muchas veces glacial, a través de notarios, jueces, procuradores, peritos. Profesionales que disolverán ese pasado y esa vida común. Esta grieta revela un ecosistema extenso que hace que, por ejemplo, en Estados Unidos la “industria” del divorcio gestione 50.000 millones de dólares (42.700 millones de euros) y mueva 800.000 demandas cada año. Un peaje caro, pues quien pasa por esa experiencia pierde, de media, el 77% de su patrimonio. Un mundo que se mueve entre la pena y la esperanza de una vida mejor. Entre la memoria y lo que una vez fue el deseo.

En España, el coste de la disolución de la familia tiene un tributo económico marcado por la complejidad, el pacto o la pelea. Las tasas son muy variadas. El Colegio de Abogados maneja unas tablas por los servicios, pero son orientativas. Si el divorcio es de mutuo acuerdo, los precios varían bastante frente al contencioso y la necesidad de acabar ante al juez. En el primer caso puede ir de los 2.000 a los 4.000 euros, mientras que el segundo fácilmente se dispara entre 6.000 y 16.000 euros. Aparte cae toda una avalancha de notas a pie de página: procuradores, psicólogos, notarios e incluso abogados penalistas. Pero hay que comenzar el recuerdo por los inicios. “En España, un porcentaje muy alto de parejas está casado en régimen de gananciales. Y se impone el reparto. En general, el problema básico es que una de las partes suele tener mucha información sobre el patrimonio común y la otra no. Esto exige reconstruirlo”, aclara Javier Orts, socio del bufete B. Cremades y Asociados.

Pero cuando la confianza desaparece de la pareja solo pervive el encono. Y tiene sus reglas. Repartir los inmuebles da pocos problemas. Otra cosa son los fondos, acciones o planes de jubilación. Sin embargo, la gran batalla se da en los campos de la pensión alimenticia o compensatoria. “En muchos casos, el progenitor que no tiene la custodia se desentiende totalmente y paga lo menos posible. Aquí la lucha es a muerte”, observa la abogada experta en familia Carmen Marcos. “Se ocultan ingresos, se inventan deudas e incluso se declaran en insolvencia con tal de no pagar o pagar lo menos posible”. Convertidos los antiguos amantes en nuevos extraños, nada es lo que fue y pierde quien siempre parece estar destinado a hacerlo. “En mi experiencia, en el tema de las pensiones, la clase media y media alta es la que sale peor parada, tanto quien paga como quien recibe. Porque las clases altas pueden permitirse abonar unas pensiones que no suelen hacer mella en su economía”, admite Javier Orts.

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Luis Tinoco

La custodia de los hijos es otra batalla. “Es la parte más complicada, por encima de la económica”, apunta Delia M. Rodríguez, directora de Vestalia Asociados. “Cuando existen discrepancias las posiciones son irreconciliables y hay que acudir al juez”. Entonces, los pleitos parecen no terminar nunca. Siempre hay nuevas medidas que solicitar, un nuevo incidente, una nueva ejecución, una nueva providencia; un nuevo dolor.

Poner el contador de la vida a cero resulta complicado. La clave es la palabra y el acuerdo. Encontrar, entre tanto desaliento, una voz común. Si la ruptura parte del consenso mutuo se puede acudir al notario y “liquidar” allí los bienes. Un acuerdo mutuo, en una notaría, sin hijos, sin bienes, sin nada, cuesta unos 600 euros. Si hubiera que liquidar activos andaría entre 3.000 y 5.000 euros en función de las propiedades, a lo que habría que sumar las minutas del abogado y el procurador. El precio de decir adiós es elevado, incluso, en los tiempos digitales. Por eso han irrumpido infinidad de plataformas que por unos 300 o 400 euros tramitan el divorcio. Unos competidores que chirrían en el statu quo del sector. “La relación entre abogado y cliente es muy especial, tienes que dar datos muy personales y no puede ser sustituida por unos formularios sacados de Internet”, critica la abogada Elena Zarraluqui.

Pero es una competencia menor. Pese al descenso de los divorcios por la crisis resulta difícil encontrar un bufete especializado en derecho de familia que no admita estar desbordado de casos, aunque es cierto que mucha gente prefiere quedarse fuera por el coste y por la pérdida. “En la actualidad, son muchísimos los cónyuges con problemas que se separan de hecho; cada uno hace su vida, pero continúan casados. Porque en cuanto les dices que si se divorcian no le quedará pensión compensatoria [los jueces las están fijando por periodos limitados] ni de viudedad y además tendrán que vender la casa y su nivel de vida bajará, entonces se lo piensan”, relata Carmen Marcos. “O bien continúan como están o tramitan el divorcio directamente sin previa separación legal”.

El divorcio es un agujero negro que atrae y malogra el patrimonio con la misma determinación que esa geografía del espacio encarcela la luz y la materia. Jay Zagorsky, investigador en la Universidad de Ohio, ha estudiado la economía del matrimonio y su disolución. “El divorcio causa pérdidas económicas por tres circunstancias: se desbarata la habilidad de compartir costes fijos, el proceso en sí resulta caro y consume tiempo de trabajo. No puedes ganar dinero si estás sentado en la oficina del abogado”, ahonda. Y una vez más la grieta se ceba con la fragilidad. “Las rupturas son más habituales entre las personas menos educadas de las sociedades occidentales, lo que sugiere que la inseguridad económica, la tensión del trabajo y el cuidado de los niños se ha convertido en algo extremadamente cargante”, avisa Daniel Carlson, sociólogo en la Universidad de Utah. “Sobre todo cuando ambos trabajan para sostener a la familia y aún más cuando se revierten los papeles de género”.

Se lleva en los genes

Mucho de lo que somos y mucho de lo que seremos reside en los genes. Desde hace años es un lugar común que los hijos de padres divorciados son más propensos a divorciarse cuando crezcan. Esta herencia la ha confirmado un trabajo publicado en la revista ‘Psychological Science’ por el psiquiatra, Kenneth Kendler, y la genetista Jessica Salvatore. Para demostrarlo, tuvieron la suerte de hallar un tesoro estadístico. Suecia recopiló durante medio siglo un exhaustivo registro de los matrimonios de 19.715 chicos adoptados, con información sobre sus padres biológicos y adoptivos. «Lo que hemos descubierto» —narra Jessica Salvatore— «es una fuerte y consistente evidencia de que el factor genético cuenta en la transmisión intergeneracional del divorcio». O sea, importa poco lo que los chicos hayan vivido en casa.

Hay, claro, parapetos donde refugiarse de la desconexión de la convivencia. Tal vez el más conocido son los acuerdos prenupciales. En España empiezan a encontrar su espacio. “Cada vez más jóvenes de entre 25 y 35 años (sobre todo primeras parejas) se plantean esta opción y nos consultan sobre su idoneidad y validez”, analiza Silvia Hinojal, socia de Iberia Abogados. Poco a poco, abandona ese nicho elitista donde parece haberle situado el imaginario común. “Un acuerdo prematrimonial no es esa “cosa” que hacen las parejas con un patrimonio importante antes de casarse; es esa “cosa” que las parejas hacen porque quieren ayuda con cuestiones tan distintas como el dinero, sus activos o las propiedades antes del compromiso. No tiene por qué ser una experiencia puramente legal”, comenta Nathan Dungan, fundador de la consultora financiera de Minneapolis Share Save Spend.

Quizá una de las escasas situaciones manejables que tiene esta expresión de tristeza a dos bandas sea la fiscalidad. No se paga ningún impuesto por disolver la sociedad de gananciales. “Pero si venden, por ejemplo, la casa habitual y no reinvierten las plusvalías en un plazo de dos años entonces sí tendrían que tributar”, aclara Luis Bravo, socio del bufete Cuatrecasas. También es un álgebra fácil de resolver la tributación de las pensiones de los cónyuges: para quien la recibe es un ingreso; para quien la paga, un gasto.

Pero bastante antes que en los impuestos, los amores contrariados levantan la frontera en el tiempo. Un divorcio de mutuo acuerdo puede consumir entre cuatro y cinco meses. Si es contencioso, de siete meses a un año. Se escribe como una condena y muchos divorciados lo sienten así. Alberto Ferrero (nombre y apellido ficticio de una persona real) tuvo una ruptura difícil. De esas que necesitan pastillas, psicólogos, terapia. Socio de un gran bufete, no solo su salud pagó el desencuentro con su mujer, sino también el rendimiento en el trabajo. Dos hijos en común y un matrimonio de apenas cinco años. Un sufrimiento profundo y una frustración. “Cuando entras en la sala del tribunal tienes una inmensa sensación de derrota”, recuerda. “La otra parte va a conseguir todo y tú tendrás que pagar y renunciar a la custodia de los hijos”. Pese a cierto cambio de tendencia, los jueces aún otorgan mayoritariamente (66,2%, datos del INE, de 2016) el cuidado de los chicos a sus madres. En la ruptura de Alberto se repitió la lógica de las togas: la custodia para ella y una manutención elevada.

Si el divorcio es una fotografía de una vida pasada en blanco y negro, una esquina pequeña la ocupan las nulidades matrimoniales eclesiásticas. Potestad de la Iglesia, apenas se dan unas cien al año en España. El papa Francisco, quizá porque llegó a su pontificado con una frase (“¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres!”) que era toda una encíclica, ha reducido al máximo —por debajo de un año— el tiempo de su tramitación y pide que, dentro de lo posible, sean gratuitas. Hoy los costes se reparten entre tasas judiciales (600-800 euros), un abogado experto en legislación canónica (2.500 euros) y los peritos (por ejemplo, psicólogos o psiquiatras), que cobran de 800 a 900 euros. “La propuesta del Papa es toda una revolución, pues antes las causas podían durar muchos años y tenían un coste”, admite un sacerdote que pide no ser citado. Junto a las causas conviven las razones para solicitar la nulidad. La Iglesia admite situaciones como “la inmadurez afectiva”, “el engaño u ocultamiento” o “el impedimento de crimen”.

El mapa de las separaciones

El mapamundi de las separaciones es tan variado como las creencias y la geografía del planeta. En Australia los esposos necesitan estar separados durante un año antes de empezar el procedimiento de divorcio. Una vez que ha transcurrido ese tiempo resulta sencillo obtenerlo. Cerca, en Nueva Zelanda, se consigue tras dos años de separación y en Suecia apenas requiere semanas y resulta muy barato. Otros meridianos tienen voces más apagadas. Filipinas no lo permite y Malta solo desde 2011.

En este viaje a través de los sentimientos y las geografías del divorcio, quizá el derecho anglosajón sea un buen agrimensor de cómo entiende aún la Vieja Europa el fracaso de una relación. Inglaterra es una isla de sus propias contradicciones. Hay una serie de motivos que se pueden alegar para apoyar que un matrimonio resulta irrecuperable. “A menos que los cónyuges hayan estado separados por un periodo de más de dos años (con consentimiento) o cinco, el solicitante en Inglaterra debe confiar en el ‘comportamiento irrazonable’ o en el adulterio del otro cónyuge”, desgrana Stuart Clark, socio del despacho británico The International Family Law Group. “Por desgracia, esto suma hostilidad y costes legales a la hora de divorciarse. Si un esposo o esposa no está dispuesto a esperar esos años debe apoyarse en esos hechos ‘basados en la culpa”.

Divorciarse o separarse es una cuestión de tiempo y espacio. Pero también lo es casarse. India es una placa de Petri del cambio del relato del matrimonio y de su encaje en un mundo nuevo. El país es la expresión de una sociedad muy tradicional donde las bodas han servido, durante generaciones, para estrechar lazos familiares antes que sentimientos. Sin embargo, la tradición evidencia fisuras. Muchos jóvenes —narra The Economist— tienen móvil para acordar sus propios encuentros, proliferan las web matrimoniales y de citas. Y es cada vez más rica, más urbana y más educada. Una cuarta parte de los jóvenes indios acuden a la universidad y la mitad de los estudiantes son mujeres. Los matrimonios se retrasan hasta que los chicos han finalizado sus estudios y encontrado un trabajo, y las novias y los novios son cada vez mayores.

También en Asia, China siente un seísmo en sus matrimonios y su demografía. Faltan mujeres, necesita novias. En 2010 había 119 niños menores de cinco años por cada 100 niñas. Un desequilibrio en parte consecuencia de la hoy arrinconada política de un hijo único. Por eso los demógrafos John Bongaarts y Christophe Guilmoto calculan que China pierde más de 60 millones de mujeres y chicas. Esta asimetría —advierte The Economist— está llevando a los padres de hijos varones a tomar medidas desesperadas. Algunos añaden nuevas habitaciones a las casas, no porque necesiten espacio, sino para impresionar a las mujeres. Esta economía de pavo real tiene repercusiones inesperadas. “Para los hombres la única solución es esperar y ahorrar con la idea de ser un mejor candidato», analiza Guilmoto. “Muchos se dan cuenta de que nunca lo lograrán y que deben olvidarse de la unión y de la progenie (y en parte del sexo). Por lo tanto, la respuesta a medio plazo es la aparición de una clase de hombres solteros, para quienes este estado civil semeja el estigma de un fracaso en lugar de una opción como en Europa”. La sociología, entonces, conecta su desesperanza con las matemáticas. Los investigadores Zhang Xiaobo y Wei Shangjin estiman que la mitad del incremento de la tasa de ahorro del país entre 1990 y 2007 se debe al aumento de los costes del matrimonio en una sociedad sobrepasada de hombres.

Pero lejos de la geografía, las cifras, los matrimonios y los divorcios; lejos de esa tierra sentimental abrasada, el estado ideal de cualquier pareja, de cualquier forma de convivencia, de cualquier orientación sexual es habitar en una carta. Aquella que hace más de cien años Otto von Bismarck escribió a su mujer. En aquellos días, tardaban en llegar o no llegaban nunca. “Tengo miedo de que me olvides”, anotó su esposa. El canciller alemán contestó: “No me casé contigo porque te quisiera, me casé contigo para quererte”. Ojalá que la vida de pareja siempre habitara en ese tiempo y en ese verbo.

FOTO: Oficinas del registro civil de Madrid. En vídeo: Las vacaciones de verano son el periodo en el que más se deterioran las relaciones de pareja. Víctor Sáinz | ATLAS
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