Tiene la mirada limpia, la risa templada cargada de ternura y es capaz de dar unos abrazos que sosiegan cuando la pena ahoga y la esperanza se desvanece en un mar de dudas. Usa palabras precisas, directas, de las que se dicen mirando de frente, porque sabe bien lo que duele crear falsas esperanzas, de esas que venden los políticos de todo a cien.

Habla con la madurez en una mano y el corazón en la otra, porque es una mujer cargada de ideales y capaz de dejarse el alma para conseguirlos. Cada día, durante cuarenta años, se ha levantado puntualmente a las seis de la mañana para llegar a tiempo al trabajo en Asuntos Sociales, primero, y en Educación, después. Porque es una mujer que trabaja duro, como millones de españolas cada día. La diferencia es que, cuando acaba las tareas con las que paga sus facturas, se dedica a ayudar en las causas más nobles, aquellas que exigen un compromiso ético de verdad y que obligan a dar la cara. Aunque eso signifique que, a veces, te juegues aguantar con paciencia los ataques de quienes siguen percibiendo el mundo en blanco y negro, sin percatarse de la cantidad de matices que tiene la vida.

Supo verlo bien pronto: allá por los setenta, fue una de las pioneras en comprender lo que significaba la planificación familiar, atendiendo en los pabellones de la Jefatura Provincial de Salud a mujeres sin pedir la cartilla de la Seguridad Social en el equipo de Amalia Jiménez. Porque Paqui, aún no lo he dicho, es feminista. Pero no una feminista de salón de té con pastas, sino de las de verdad, de las que están a pie de calle con los colectivos, de las que hicieron que el Instituto Andaluz de la Mujer en Granada tuviera el sentido verdadero que hay que defender.

Estaba dirigiéndolo cuando la conocí, hace dieciocho años, ejerciendo de compañera en vez de jefa, cogiendo el teléfono a todo el mundo a cualquier hora y sin que le faltase tiempo jamás para tomar un café con una chica maltratada necesitada de consuelo, con la Directora General o con una investigadora incipiente que quería aprender de quienes llevaban toda una vida implicadas en la reivindicación de los derechos de la mujer desde la decencia y la honestidad pulquérrimas. Le daba igual. Ella estaba para todas porque sabía bien lo que era la sororidad antes de que se pusiera de moda, ayudando persistentemente con la conciencia de que, ser gestora, implicaba servir a los demás, no servirse. Luego, finalizada esta etapa, regresó a su trabajo sin el síndrome del coche oficial (mayormente porque nunca ha tenido uno: ella es más de autobús) ni estridencias vergonzantes. Y ahora, quince años después, se jubila plena de vitalidad y proyectos, con la conciencia de que va a tener más tiempo para seguir ejerciendo de torrente de independencia, de manantial de cordura, de mujer machadianamente buena, capaz de construir con su presencia y con su gesto cualquier cosa, aunque parezca quimérica. Porque de Paqui Fuillerat, que es mi amiga, las mujeres de Granada esperamos siempre esa magia inexplicable que sólo tienen las personas con principios inquebrantables; quienes son capaces de alzar arcoíris con lluvia fresca, caminos transitables para un futuro de igualdad real. Las que han escogido como única bandera la libertad.

REMEDIOS SANCHEZ PUBLICADO EN EL IDEAL DEL 11/2/2019

FOTO: HECTOR VALOR ARBOL

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